– ¡Eh! ¡Eh! ¡Apresúrate, anciano! ¡Acaba de una vez!
Todos se echaron a reír.
– ¡Señor! ¡Señor! -volvió a murmurar el hijo de María-. ¡Dame fuerzas para soportar esto hasta que llegue mi turno!
El viejo de barba perfumada se volvió y se apiadó de él:
– ¡Eh, muchacho! ¿no tienes hambre ni sed? Acércate; come un bocado con nosotros para cobrar fuerzas.
– Sí, para cobrar fuerzas, desdichado -dijo riendo el gigante de turbante verde-, y para que cuando llegue tu turno no hagas quedar mal a los hombres.
El hijo de María enrojeció hasta la raíz del cabello, bajó la cabeza y calló.
– Este es otro que sueña -dijo el viejo sacudiendo la barba que se había llenado de migas de pan y de trozos de cangrejos-. Os juro que sueña, por san Belcebú. Acordaos de lo que os digo: ¡se va a levantar como el otro y se va a ir!
El hijo de María se sintió invadido por el terror y miró a su alrededor. ¿Tendría razón el indio y todo aquello, los patios, los granados, los braserillos, las perdices, los hombres, no serían más que un sueño? ¿No es aria soñando aún al pie del cedro?
Se volvió como si buscara socorro y entonces vio en la puerta de la calle de pie junto al ciprés macho, vestida con la armadura de bronce, inmóvil, a su compañera de cabeza de águila y, al mirarla, se sintió por primera vez aliviado y tranquilo.
El viejo salió jadeando del cuarto de Magdalena y el hombre del turbante verde entró. Transcurrieron algunas horas y luego le tocó el turno al joven de aros de oro y, por último, al viejo, del rosario de ámbar. El hijo de María permaneció solo esperando en el patio.
El sol declinaba y dos nubes que navegaban por el alto cielo se detuvieron, cargadas de oro. Una leve bruma dorada cayó sobre los árboles, sobre los rostros de los hombres y sobre la tierra.
El viejo del rosario de ámbar salió, se detuvo un instante en el umbral, se enjugó los ojos, las narices y los labios y se arrastró, encorvado, hacia la puerta.
El hijo de María se levantó. Se volvió hacia el ciprés y su compañera adelantó también la pierna para seguirle. Estaba por hablarle, por suplicarle; espérame afuera, quiero estar solo, no me escaparé… pero sabía que era una vana súplica y guardó silencio. Ajustó la correa a su cintura, alzó los ojos, vio el cielo, vaciló, pero entonces oyó una voz ronca, irritada, procedente de la habitación: «¿Hay alguien ahí? ¡Que entre!» Era Magdalena, que llamaba. Reunió todas sus fuerzas y avanzó. La puerta estaba entornada y entró temblando.
Magdalena estaba echada en la cama, enteramente desnuda y bañada en sudor; sus cabellos de ébano aparecían diseminados por la almohada, sus brazos replegados en la nuca, el rostro vuelto hacia la pared. Bostezaba. Estaba fatigada: había luchado con los hombres desde el alba; todo su cuerpo, sus cabellos y sus uñas estaban impregnados de los perfumes de todos los países; sus brazos, su cuello y sus senos aparecían cubiertos de mordiscos.
El hijo de María bajó los ojos; permanecía en pie en el centro de la habitación y no podía avanzar. Magdalena esperaba con el rostro vuelto hacia la pared, inmóvil. Pero no oía cerca de ella ningún gruñido de macho, ningún ruido de hombre que se desviste, ninguna respiración jadeante. Sintió miedo y volvió bruscamente la cabeza. Al ver al hijo de María, lanzó un grito, cogió la sábana y se tapó con ella.
– ¡Tú! ¡Tú! -gritó y se cubrió con las manos los ojos y los labios.
– María, perdóname.
Ronca, desgarradora como si quebrara parte de su garganta, estalló la risa de Magdalena.
– María, perdóname -repitió.
Entonces ella se puso de rodillas, se arrodilló en las sábanas y alzó el puño:
– ¿Para decirme esto te mezclaste con ellos? ¿Te has metido aquí, donde nadie te llamaba, para meter en la habitación al coco de tu Dios? Llegas tarde, demasiado tarde muchacho. ¡No quiero saber nada de tu Dios! ¡Me ha partido el corazón! Hablaba, gemía, su pecho irritado se henchía la sábana.
– ¡Me ha partido el corazón!… Me ha partido el corazón… -volvió a gemir; de sus ojos brotaron dos lágrimas que quedaron suspendidas de las pestañas.
– No blasfemes, María. Toda la culpa no fue de Dios. Por eso vine a pedirte perdón.
Magdalena estalló:
– Tu Dios tiene tu sucio rostro, tú y él se confunden y yo no los distingo. Cuando, de noche, me da por pensar en ti pienso en él -¡maldita sea esa hora!-, mira, ¡se me aparece en la oscuridad con tu rostro! Y cuando -¡maldita sea la hora!- te encuentro por la calle, me parece que veo a Dios lanzándote sobre mí.
Agitó el puño.
– ¡No me hables de Dios! -gritó-. Vete, no quiero volver a verte. ¡No me queda más que un solo refugio, que un solo consuelo… el fango! No me queda más que una sinagoga donde entro para orar y purificarme: ¡el fango!
– María, escúchame, déjame hablarte. No te desesperes. Para eso vine, hermana, para sacarte del fango. Son muchas mis faltas y voy al desierto para expiarlas. Son muchas mis faltas, pero la más grave es haber ocasionado tu desdicha, María.
Magdalena alargó con rabia sus uñas puntiagudas hacia el visitante inesperado, como si quisiera desgarrarle las mejillas.
– ¿Qué desdicha? -gritó-. ¡Mi vida es feliz, muy feliz, y no necesito que Su Santidad me compadezca! Lucho sola, completamente sola, y no llamo en mi auxilio ni a los hombres ni a los demonios, ni a los dioses. ¡Lucho para liberarme y me liberaré!
– ¿Liberarte de qué, de quién?
– No del fango, como tú crees. ¡Bendito sea el fango! En él deposito todas mis esperanzas; es mi camino de liberación.
– ¿El fango?
– ¡El fango! ¡La vergüenza, la suciedad, este lecho, este cuerpo mordido, mancillado por todas las salivas, todos los sudores, todas las mugres del mundo! ¡No me mires de ese modo, con ojos de ternero hambriento, no te acerques, cobarde! No me gustas, me repugnas; no me toques. Para olvidar a un hombre, para liberarme de su recuerdo, me entregué a todos los hombres.
El hijo de María bajó la cabeza:
– La culpa es mía -repitió con voz ahogada; cogió la correa que le servía de ceñidor, aún salpicada de gotas de sangre-. La culpa es mía; perdóname, hermana. Pero pagaré mi deuda.
Una risa salvaje desgarró de nuevo la garganta de la mujer:
– La culpa es mía… la culpa es mía, hermana… Yo te salvaré… Lanzas estos balidos lastimosos en lugar de alzar la cabeza como un hombre y de confesar la verdad. Tú codicias mi cuerpo, pero no te atreves a decirlo y la tomas con mi alma. ¡Quieres salvarla, dices! ¿Qué alma, soñador? El alma de una mujer es su carne, y tú lo sabes, lo sabes de sobra, pero no te atreves a tomarla en tus manos como un hombre, no te atreves a abrazarla. ¡Abrazarla para salvarla! ¡Me das lástima y me asqueas!
– ¡Te poseen siete demonios, puta! -gritó entonces el joven; la vergüenza lo había hecho enrojecer hasta la raíz de los cabellos-. Tu pobre padre estaba en lo cierto.
Magdalena se sobresaltó, recogió sus cabellos con cólera, los enrolló y los ató con una cinta de seda roja. Permaneció en silencio durante un tiempo. Al fin, sus labios se movieron.
– No son siete demonios, hijo de María, no son siete demonios sino siete llagas. Debes aprender que una mujer es una cierva herida, y la desdichada no tiene otra alegría que lamer sus heridas…
Sus ojos se arrasaron de lágrimas. Con ademán brusco, las enjugó con la palma de la mano. Se encolerizó:
– ¿Por qué has venido aquí? ¿Por qué permaneces parado frente a mi lecho? ¿Qué quieres de mi?
El hijo de María avanzó un paso:
– María, acuérdate de cuando éramos niños.
– ¡No me acuerdo! ¿Qué clase de hombre eres no sigues babeando? ¿No tienes vergüenza? Jamás tuviste el valor de mantenerte erguido como un hombre, solo, sin valerte de nadie. ¡Tan pronto te cuelgas de las faldas de tu madre como de las mías o de las de Dios! No puedes valerte por ti mismo
porque tienes miedo. No osas mirar de frente mi cara, a mi cuerpo, qué para el caso es lo mismo, porque tienes miedo. ¡Y vas a sepultarte en el desierto, a hundir tu rostro en el desierto porque tienes miedo! ¡Tienes miedo, tienes miedo! Me repugnas, me das lástima y, cuando pienso en ti se me parte el corazón.