El negrito se deslizó sin ruido desde la terraza, pegado a la pared, y se detuvo ante ellos. María se levantó y abandonó el patio. No le agradaba aquel extraño criado, que no crecía ni envejecía. No era un hombre, sino un espíritu, un espíritu maligno que había entrado en aquella casa y ya no quería irse. Tampoco le agradaban sus ojos burlones y truhanescos, ni las muchas conversaciones en voz baja que sostenía de noche con Jesús.
El negrito se acercó y miró a Jesús con ojos llenos de zumba; brillaban sus dientes blancos y puntiagudos.
– Jesús de Nazaret -dijo en voz queda-, se acerca el fin.
– ¿Qué fin?
El negrito se llevó un dedo a los labios y repitió:
– Se acerca el fin -se sentó en cuclillas frente a Jesús y lo miró, riendo.
– ¿Nos vas a abandonar?
Jesús sintió súbitamente una alegría y un alivio extraños.
– Sí, es el fin. ¿Por qué sonríes, Jesús de Nazaret?
– Buen viaje, negrito. Conseguí lo que quería y ya no te necesito.
– ¿Así te separas de mí, ingrato? ¿Así pagas todos mis afanes para proporcionarte durante tantos años las alegrías que ambicionabas?
– Si tenías la intención de ahogarme, como a una abeja, en la miel, has perdido el tiempo, negrito. Comí miel hasta hartarme, pero no hundí en ella mis alas.
– ¿Qué alas, iluminado?
– Mi alma.
El negrito soltó una risa malévola y preguntó:
– ¿Crees que tienes un alma, desdichado?
– Sí. Y no necesita de ningún ángel de la guarda ni de ningún negrito. Es libre.
El Ángel de la guarda crispó el rostro y aulló:
– ¡Rebelde! -arrancó una piedra del suelo y la trituró entre sus manos, reduciéndola a partículas de polvo, que esparció al viento.
– Muy bien -dijo-, ya veremos -y se encaminó hacia la puerta lanzando juramentos.
Resonaron gritos salvajes, gemidos y lamentaciones, oyóse un relincho de caballos y el camino real quedó cubierto de rebaños humanos que corrían y gritaban:
– Jerusalén está en llamas! ¡Entraron en Jerusalén! ¡Estamos perdidos!
Los romanos la sitiaban desde hacía meses, pero Israel colocaba sus esperanzas en Jehová. Israel confiaba en su Dios: la ciudad santa no podía arder, la ciudad santa nada tenía que temer. En cada una de sus puertas había un ángel empuñando una espada.
Las mujeres salieron a la calle aullando y arrancándose los cabellos. Los hombres se rasgaban las vestiduras y clamaban a Dios, conjurándole a que apareciera. Jesús se levantó, tomó a Marta y María de la mano, las hizo entrar en la casa y echó el cerrojo de la puerta.
– ¿Por qué lloráis? -les preguntó compasivamente-. ¿Por qué oponéis resistencia a la voluntad de Dios? Escuchad lo que os diré y no os asustéis: el Tiempo es una llama, amadas mujeres; el Tiempo es una llama. Dios tiene unas parrillas en las que cada año pone a asar un cordero pascual. Este año el cordero pascual es Jerusalén. El año próximo será Roma, el año siguiente…
– Calla, maestro -aulló María-. Olvidas que somos mujeres y que no tenemos fuerzas para soportar…
– Perdóname, María -dijo Jesús-; lo había olvidado. El corazón olvida, el corazón es implacable cuando va cuesta arriba…
Cuando así hablaban, oyóse un ruido de pasos en la calle, de respiraciones jadeantes y de bastones que golpeaban violentamente a la puerta.
El negrito se precipitó hacia ella, cogió el cerrojo y miró a Jesús con una sonrisa burlona:
– ¿Abro? -preguntó, conteniendo apenas la risa-. Son tus antiguos compañeros, Jesús de Nazaret.
– ¿Mis antiguos compañeros?
– ¡Mira! -dijo el negrito y abrió la puerta de par en par.
Jesús vio aparecer en el umbral un montón de viejitos que parecían soldados entre sí de tan juntos que estaban; se arrastraron hasta el patio, informes, irreconocibles y apoyándose unos en otros.
Jesús avanzó un paso y se detuvo. Iba a tenderles la mano para darles la bienvenida, pero de pronto una amargura intolerable ahogó su alma; una amargura, una exasperación y una piedad intolerable. Apretó los puños y esperó. Hasta él llegaba una espesa hediondez, un olor de carbón, de cabellos quemados y de heridas abiertas. El negrito se subió al banco de piedra y se puso a mirarlos riendo.
Jesús avanzó otro paso y se volvió hacia el anciano que se arrastraba a la cabeza del grupo.
– Ven aquí tú, que conduces a los otros -le dijo-. El tiempo te ha transformado en ruinas y no te reconozco. Mi corazón late aceleradamente, pero no reconozco esas carnes flácidas ni esos ojos legañosos.
– ¿No me reconoces, maestro?
– ¡Pedro! ¿Eres tú la piedra sobre la que antaño, en la locura de mi juventud, quería construir mi Iglesia? ¡En qué estado te hallas, hijo de Jonás! ¡Ya no eres una piedra, sino una esponja agujereada!
– Los años, maestro…
– ¿Cómo los años? La culpa no la tienen los años. Mientras el alma está en pie, mantiene derecho al cuerpo y no permite que los años lo quebranten. ¡Lo que cayó es tu alma, Pedro; es tu alma!
– He sufrido mucho en la vida, maestro… Me casé, tuve hijos, padecí, vi arder Jerusalén, soy un hombre…, y eso me quebrantó…
– Eres un hombre, y eso te quebrantó… -murmuró Jesús, desbordante de piedad-. Querido Pedro, según está el mundo hay que ser a la vez Dios y demonio para resistir.
Se volvió hacia el siguiente, cuyo rostro asomaba tras el hombro de Pedro:
– ¿Y tú? -dijo-. Te han cortado la nariz, no tienes ni un pelo en ese rostro lleno de agujeros. ¿Cómo quieres que te reconozca? Habla, pues, viejo compañero; exclama: «¡Rabí!» Acaso recuerde quién eres.
Aquel guiñapo humano gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Rabí! -luego bajó la cabeza y calló.
– ¡Santiago! ¡El hijo mayor de Zebedeo, el varón aguerrido y robusto!
– Esto es lo que queda de él, maestro -dijo Santiago, resoplando-. Una tempestad terrible me dejó tal como me ves; el fondo de la barca se hendió, la quilla se abrió y el mástil se rompió. Soy un náufrago que vuelve al puerto.
– ¿A qué puerto?
– Tú eres el puerto, maestro.
– ¿Qué quieres que te haga? No soy un astillero y no puedo calafatearte. Lo que te diré es duro, pero justo: ahora no te queda otro puerto, Santiago, que el fondo del mar. Dos y dos son cuatro, como decía tu padre, Zebedeo.
Sintió pena y exasperación. Se volvió hacia otro viejo achaparrado.
– ¿Y tú? ¿No fuiste Natanael en otra época? Estás ahora gordo como una vaca, tienes muslos, vientre y carrillos fofos… ¿Qué se ha hecho de tus carnes firmes, Natanael? Eras un edificio de tres pisos, pero ahora de él sólo quedan los andamios. Sin embargo, no te quejes; eso es suficiente para entrar en el cielo.
Natanael se enfadó:
– ¿Qué cielo? No te guardo rencor porque haya perdido las orejas, los dedos y un ojo; te guardo rencor porque las cantilenas que nos deslizabas a los oídos, porque el boato y las coronas, los esplendores y los reinos de los cielos no eran más que vapores de una borrachera; nos hemos desembriagado. ¿Qué piensas tú, Felipe? ¿Acaso no tengo razón?
– ¿Qué quieres que te diga, Natanael? -respondió suspirando un viejito perdido entre los otros-. ¿Qué quieres que te diga, hermano? ¡Yo te arrastré a seguir al maestro!
Jesús meneó la cabeza compasivamente y tomó de la mano al viejito Felipe.
– Me inspirabas una gran ternura, Felipe, príncipe de los pastores, porque no poseías ovejas. Sólo poseías el cayado y empujabas el vacío delante de ti. De noche sacabas los rediles a los cuatro vientos y los llevabas a pacer. Encendías grandes hogueras en tu espíritu, ponías en ellas grandes calderos, hacías hervir la leche y la hacías deslizar desde lo alto de la montaña hasta la llanura para dar alimento a los menesterosos. Todas las riquezas las tenías en tu corazón; pero afuera te rodeaban la pobreza, la soledad, los gritos y el hambre. ¡Eso es ser discípulo mío! Y ahora…, Felipe, Felipe, príncipe de los pastores, ¡qué bajo has caído! Deseaste, ¡ay!, verdaderas ovejas con lana tangible, con carne tangible…, ¡y te perdiste!