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– Espera; te ayudaré, estás fatigado -le dijo.

El hijo de María se volvió, lo miró, pero no lo reconoció. Toda aquella marcha le parecía un sueño, sus hombros habían quedado de pronto aliviados y ahora volaba por los aires, como se vuela en los ensueños. «No debía ser una cruz -pensó-, no debía ser una cruz; debía ser un par de alas.» Se enjugó el sudor y la sangre de su rostro y, con andar firme, ajustó su paso al de Pedro.

El aire era como fuego que lamía las piedras; los vigorosos perros de pastor que los gitanos llevaban consigo para beber a lengüetadas la sangre se habían acostado al pie de un peñasco, alrededor del foso que sus amos habían cavado; resoplaban y de su lengua colgante caía baba. En aquel brasero se oían crujir las cabezas y bullir los cerebros; en semejante horno todas las fronteras entre las cosas se movían, se desplazaban: sabiduría y locura, cruz y alas, Dios y hombre.

Algunas mujeres compasivas reanimaron a María; ésta abrió los ojos, vio a su hijo con los pies descalzos, esquelético; estaba a punto de llegar a la cima y delante de él marchaba un hombre cargado con la cruz. Suspiró y miró a su alrededor como para buscar socorro; vio a los hombres de su aldea, los pescadores; iba a acercarse, iba a apoyarse en ellos, pero no tuvo tiempo de hacerlo pues la trompeta sonó allá lejos, en el cuartel; aparecieron nuevos jinetes, se levantó una polvareda, el pueblo se apartó y antes de que María tuviera tiempo de subirse a una piedra para ver, los jinetes habían invadido el lugar con sus cascos de bronce, sus mantos rojos y sus soberbios caballos que pisoteaban al pueblo.

El zelote rebelde avanzaba mirando fijamente hacia adelante, con las manos atadas a la espalda, las vestiduras rasgadas y manchadas de sangre, una gran barba gris y enmarañada y largos cabellos pegados a la espalda por el sudor y la sangre.

Al verlo, el pueblo se sintió poseído por el terror. ¿Era un hombre o aquellos harapos ocultaban a un ángel o a un demonio que guardaba en sus labios apretados un secreto terrible e inconfesable? El viejo rabino y el pueblo se habían puesto de acuerdo para entonar todos al unísono, con voz fuerte, el salmo guerrero apenas apareciera el zelote: «¡Que mis enemigos sean dispersados!», con el fin de infundir valor al rebelde. Pero ahora había un nudo en todas las gargantas. Sentían que aquel hombre no necesitaba valor, que estaba por encima del valor, inconmovible, invulnerable, y tenía en sus manos atadas la libertad. Lo miraban aterrorizados y callaban.

Con la piel curtida por el sol de oriente, el centurión marchaba delante; arrastraba tras él al rebelde mediante una cuerda atada a la silla de montar. Estaba asqueado de los hebreos. Hacía diez años que levantaba cruces y crucificaba, diez años que les cerraba la boca con tierra y piedras para impedirles gritar… ¡pero todo era en vano! Crucificaba a uno, pero había millares de hebreos que formaban cola esperando febrilmente su turno y cantando salmos desvergonzados de uno de sus sucios reyes. Aquellos hebreos no temían a la muerte. Tenían un Dios sanguinario, que se bebía la sangre de sus primogénitos. Poseían una ley propia, que era como una bestia de diez cuernos, devoradora de hombres. ¿Por dónde golpearlos? ¿Cómo subyugarlos? No temían a la muerte. Y quien no teme a la muerte -el centurión había reflexionado sobre esto a menudo, allí en Oriente-, quien no teme a la muerte es inmortal.

Tiró de las riendas y el caballo se detuvo. Paseó la mirada a su alrededor; lo rodeaba la judiada; rostros corroídos, ojos astutos y ardientes, barbas untadas con aceite, cabellos desgreñados y mugrientos… Escupió con asco. ¿Cuándo volvería a Roma, a Roma con sus baños, sus teatros, sus circos y sus mujeres que se lavaban? Le dio asco Oriente, aquellos olores, aquella suciedad, los hebreos.

La cruz ya estaba clavada en la cima de la colina; el sudor de los gitanos caía sobre las piedras. El hijo de María se había sentado en un peñasco y miraba a los gitanos, la cruz, el pueblo y al centurión que se apeaba del caballo ante él; miraba, miraba pero no veía más que una marea de cráneos y, arriba, el cielo abrasado. Pedro se acercó a él, se inclinó para hablarle y le habló, pero en los oídos del hijo de María resonaba un mar espumoso y no oyó.

El centurión hizo una señal con la cabeza y desataron al zelote. Este se apartó a un lado para desentumecerse y comenzó a desvestirse. Magdalena se deslizó entre las patas de los caballos, abrió los brazos y ya iba a acercarse al zelote cuando éste la rechazó con un ademán. Una anciana mujer, muy erguida y silenciosa, se abrió camino entre la multitud, y fue a abrazarlo. El zelote le besó las dos manos por largo tiempo y la mantuvo estrechada contra su cuerpo, para apartar luego la cabeza. La vieja permaneció allí un momento sin hablar, sin llorar. Miraba.

– Te bendigo -murmuró, y fue a apoyarse en el peñasco de enfrente, junto a los perros de los gitanos que resoplaban, echados a la sombra.

El centurión tomó impulso y volvió a montar a caballo, para que todo el mundo le viera y oyera. Levantó el látigo sobre la muchedumbre para acallar los gritos y dijo:

– ¡Hebreos, escuchad mis palabras! ¡Habla Roma! ¡Silencio!

Señaló con el dedo al zelote, que se había despojado de sus harapos y se mantenía de pie bajo el sol, esperando.

– Este hombre que ahora está de pie y desnudo ante el Imperio Romano se ha atrevido a desafiar a Roma. Abatió en su juventud las águilas imperiales, huyó a la montaña, invitó al pueblo a huir también a la montaña y a rebelarse… ¡al parecer ha llegado la hora de que de vuestras entrañas salga el Mesías que debe destruir Roma! Callad, no gritéis. Es culpable de rebeldía, de asesinato y de traición. Y ahora, hebreos, escuchad. Juzgad vosotros mismos: ¿qué suplicio merece?

Calló; paseó la mirada por la multitud extendida debajo de él y esperó. El pueblo, agitado, rugía. Los hebreos se empujaban unos a otros, cambiaban de lugar, se precipitaban hacia el centurión, llegaban hasta las patas de su caballo para volver a retroceder aterrorizados y tornar de nuevo a avanzar, al modo de una marea.

El centurión se enfureció. Clavó las espuelas en el caballo y avanzó, abriéndose paso entre la multitud.

– Pregunto -bramó-. Es rebelde, asesino y traidor. ¿Qué suplicio merece?

El pelirrojo dio un salto, poseído por la cólera. No podía contenerse. Quería gritar: «¡Viva la libertad!» Ya estaba a punto de hacerlo cuando su camarada Barrabás le tapó la boca con la mano.

Durante un largo rato no se escuchó más que un rumor, semejante al del mar. Nadie se atrevía a hablar, pero todo el mundo gemía sordamente, jadeaba, suspiraba. Y de repente, por encima de aquel rumor confuso, oyóse una voz cascada, llena de valor. Todos se volvieron, llenos de alegría y de terror. El anciano rabino había vuelto a encaramarse en los hombros del pelirrojo y alzaba sus manos esqueléticas como si orara o maldijera. Gritaba:

– ¿Qué suplicio? ¡La corona real!

El pueblo rugió para cubrir su voz. Les inspiraba lástima el rabino. Sin embargo, el centurión no había oído; con la mano formó una cornetilla junto a su oído:

– ¿Qué dijiste, viejo rabino? -gritó. Clavó las espuelas al caballo.

– ¡La corona real! -repitió el rabino con todas sus fuerzas. Su rostro irradiaba luces; toda su persona ardía, se agitaba sobre los hombros del herrero, saltaba, bailaba y hasta hubiérase dicho que quería echarse a volar.

– ¡La corona real! -volvió a gritar una vez más, feliz de encarnar la voz de su pueblo y de su Dios. Extendió los brazos, como si lo crucificaran en el aire.

El centurión se encolerizó. Se apeó de un salto del caballo, quitó el látigo del arzón y avanzó hacia la muchedumbre. Marchaba pesadamente, apartando las piedras a puntapiés, avanzaba en silencio como un enorme animal, como un búfalo o un jabalí. El pueblo permaneció inmóvil y contuvo la respiración. Volvían a oírse las cigarras a lo lejos, en los olivares, y los cuervos impacientes.

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