Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Pilatos acababa de bañarse y frotarse con aceites aromáticos. Irritado, recorría de uno a otro extremo la alta terraza de la torre. Nunca le había gustado aquel día de Pascua. Los judíos, enfurecidos y poseídos por su Dios, iban sin duda a batirse una vez más con los soldados romanos. Aquel año podía tener lugar otra carnicería, cosa que a Roma le interesaba evitar. Además, esta vez se presentaban problemas suplementarios. Los judíos querían crucificar a toda costa al desdichado nazareno. ¡Sucia raza!

Pilatos apretó los puños. Se le había puesto entre ceja y ceja salvar a aquel imbécil, no porque fuera inocente -puesto que ser inocente nada significaba- ni porque le inspirara compasión -no le faltaba más que compadecerse de los judíos-, sino para hacer rabiar a aquella sucia raza judía.

Un gran clamor se alzó bajo las ventanas de la torre. Pilatos se inclinó y vio que la judiada invadía su patio y que los pórticos y las terrazas del Templo estaban poblados por una multitud enfurecida que empuñaba bastones y hondas, daba a Jesús puñetazos y puntapiés y lo escarnecía. Los soldados romanos le escoltaban y lo empujaban hacia la gran puerta de la torre.

Pilatos fue a sentarse en su trono toscamente esculpido. Abrióse la puerta y los dos negros gigantescos hicieron entrar a Jesús. Sus vestiduras estaban hechas jirones y su rostro cubierto de sangre, pero mantenía erguida la cabeza y en sus ojos no cesaba de brillar una luz serena y remota. Pilatos sonrió y dijo:

– Otra vez estás ante mí, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Parece que quieren matarte.

Jesús miraba el cielo por la ventana. Su espíritu y su cuerpo ya se habían marchado. No dijo nada. Pilatos se encolerizó y exclamó:

– Olvida el cielo; debes mirarme a mí. ¿No sabes que en mi mano está liberarte o crucificarte?

– No tienes sobre mí ningún poder -respondió con calma Jesús-. Sólo Dios tiene poder sobre mí.

Del patio de la torre llegaron gritos furiosos: «¡Muera! ¡Muera!»

– ¿Por qué están tan enfurecidos? -preguntó Pilaros-. ¿Qué les has hecho?

– Proclamé la verdad -respondió Jesús.

Pilatos sonrió:

– ¿Qué verdad? ¿Qué quiere decir «verdad»?

El corazón de Jesús se oprimió. ¿Así era entonces el mundo, así eran los señores del mundo? Pilaros preguntaba qué era la verdad y reía.

Pilatos se asomó a la ventana. Acababa de recordar que la víspera habían capturado a Barrabás, culpable del asesinato de Lázaro.

Una antigua costumbre ordenaba que el día de Pascua los romanos liberaran a un condenado a muerte.

– ¿A quién queréis que libere -gritó-, a Jesús, el rey de los judíos, o a Barrabás, el bandido?

– ¡A Barrabás! ¡A Barrabás! -aulló el populacho.

Pilatos llamó a los guardias y les ordenó, señalándoles a Jesús:

– Flageladlo, colocadle una corona de espinas, envolvedlo en un trapo rojo y ponedle en la mano una larga caña para que la empuñe a modo de cetro. Es rey, ¡vestidlo como un rey!

Pensó que presentándole ante la multitud en aquel estado lastimoso, se compadecerían de él.

Los guardias lo cogieron, lo ataron a una columna y se pusieron a azotarle y a lanzarle escupitajos al rostro. Le tejieron una corona de espinas y se la colocaron en la cabeza; manó sangre de la frente y las sienes de Jesús. Le echaron sobre los hombros un pedazo de trapo rojo, le pusieron en la mano una larga caña y así lo llevaron a presencia de Pilatos. Al verlo, éste no pudo contener la risa.

– Te doy la bienvenida, majestad -dijo-. Ven que he de mostrarte a tu pueblo.

Lo cogió de la mano y salió a la terraza:

– ¡He aquí a vuestro hombre! -exclamó.

– ¡Que lo crucifiquen! ¡Que lo crucifiquen! -aulló la multitud.

Pilatos ordenó que le llevaran una jofaina y una jarra de agua. Se levantó y, según su costumbre, se lavó las manos ante la muchedumbre.

– Me lavo las manos -dijo-. No soy yo quien derrama su sangre. Soy inocente. ¡Que la culpa caiga sobre vosotros!

– ¡Que su sangre caiga sobre nuestras cabezas y sobre las cabezas de nuestros hijos! -rugió la turba.

– ¡Lleváoslo! -dijo Pilatos-. ¡Y no me molestéis más!…

Lo cogieron y cargaron la cruz sobre sus hombros. La multitud le escupía a la cara, lo golpeaba, lo empujaba a puntapiés hacia el Gólgota. Jesús se tambaleaba; la cruz era pesada y Jesús miraba a su alrededor con la esperanza de descubrir, en la muchedumbre, un discípulo que se compadeciera de él. Miraba y miraba, pero no vio a nadie. Dijo en un suspiro:

¡Bendita sea la muerte! ¡Gloria a ti, Dios mío!

Entretanto los discípulos, refugiados en la taberna de Simón el cirenaico, esperaban que finalizara la crucifixión y cayera la noche para huir sin ser vistos por nadie. Agazapados tras los toneles, aguzaban el oído y escuchaban los gritos de la multitud, que desfilaba, gozosa. Todos, hombres y mujeres, corrían hacia el Gólgota. Habían festejado debidamente la Pascua, se habían atracado de carne y vino y ahora se distraerían presenciando la crucifixión.

Los discípulos escuchaban el rumor de la calle y temblaban de miedo. Oíanse de cuando en cuando los sollozos ahogados de Juan y a veces Andrés se levantaba, iba y venía por la taberna y profería amenazas. Pedro maldecía y blasfemaba porque era cobarde y no tenía valor para salir y dejarse matar con el maestro… ¡Cuántas veces le había prometido solemnemente!: «¡Te seguiré hasta la muerte, maestro!» Y ahora que llegaba el momento de morir estaba acurrucado tras los toneles.

Santiago estalló:

– Deja de llorar, Juan. Eres un hombre. Y en cuanto a ti, aguerrido Andrés, no te retuerzas los bigotes y siéntate. ¡Venid todos aquí! Hemos de tomar una decisión. ¿Y si fuera verdaderamente el Mesías? Si resucita al cabo de tres días, ¿con qué cara nos presentaremos ante él? ¿Habéis pensado en eso? ¿Qué dices tú, Pedro?

– Si es el Mesías estamos perdidos -respondió Pedro, desesperado-. Ya os he dicho que renegué de él tres veces.

– Y si no es el Mesías estamos igualmente perdidos -dijo Santiago-. ¿Qué piensas tú, Natanael?

– Yo digo que nos escapemos lo antes posible. Sea o no el Mesías, estamos perdidos.

– ¿Y lo abandonaremos sin defenderlo? ¿Cómo podrá soportar eso nuestro corazón? -dijo Andrés, que quiso precipitarse hacia la puerta. Pero Pedro lo cogió de las ropas y dijo:

– Tranquilízate. Te despedazarán, desdichado. Busquemos otra solución.

– ¿Qué solución, hipócritas y fariseos? -dijo Tomás con voz entrecortada-. Hablemos francamente, sin hipocresías. Hemos participado en un negocio en el cual invertimos la totalidad de nuestro capital. Sí, fue un pacto comercial y no tenéis por qué lanzarme esas miradas furiosas. Hemos hecho una transacción comercial y cada cual ha contribuido con lo que tenía. Yo di mis mercancías, los peines, los carretes de hilo y los espejitos a cambio del reino de los cielos. Y vosotros habéis hecho otro tanto. Uno dio su barca, otro sus carneros, otro abandonó su vida cómoda para seguir al maestro. Y el negocio fracasó; hemos quebrado y nuestro capital se esfumó. ¡Vayamos con cuidado, no sea que perdamos también la vida! Por lo tanto, éste es mi consejo: ¡sálvese quien pueda!

– ¡De acuerdo! -exclamaron Felipe y Natanael-. ¡Sálvese quien pueda!

Inquieto, Pedro se volvió hacia Mateo, que, sentado aparte del grupo, había aguzado el oído y escuchaba en silencio.

– ¡En nombre del cielo, Mateo -dijo-, no escribas todo esto! ¡No nos dejes en ridículo hasta el fin de los tiempos!

– No te preocupes -respondió Mateo-. Conozco mi oficio; veo y oigo muchas cosas pero selecciono entre ellas. Sólo os doy un buen consejo: ¡mostraos valientes y tomad una decisión viril de modo que pueda dejarla registrada para gloria vuestra, pobres amigos míos! ¡Sois apóstoles y esto no es cosa de broma!

En aquel instante Simón el cirenaico empujó la puerta de la taberna y entró. Sus ropas estaban hechas jirones, su rostro y su pecho cubiertos de sangre y el ojo derecho hinchado. Juraba y gruñía. Se arrancó algunas hilachas, sumergió la cabeza en el cubo donde lavaba los vasos de vino y cogió una toalla. Mientras se secaba el torso, no dejaba de gruñir ni escupir. Luego puso los labios en la espita del tonel y bebió. Oyó ruido tras los toneles, se agachó y vio a los discípulos acurrucados allí. La cólera se apoderó de él:

115
{"b":"121511","o":1}