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Doe le dio la espalda, se oprimió con el dedo el orificio izquierdo de la nariz y expulsó un pegote de mucosidad al suelo.

– Vaya, así que queremos jugar, ¿eh?

– Yo solo quiero saber qué pasa. Así que ¿qué te parece si dejas de hacerme perder el tiempo?

– A lo mejor eres tú la que quiere hacerme perder el tiempo. -Antes de que la oficial pudiera contestar, Doe soltó un suspiro de exasperación y señaló el edificio-. Vine a comprobar mi propiedad y vi a este individuo de aspecto sospechoso merodeando. Creo que trataba de entrar. ¿Qué iba a hacer? ¿Llamar a la policía?

– Sí. -La mujer asintió-. Exactamente. Sácalo del coche.

– No me gusta cómo me estás hablando.

– Tampoco te va a gustar la prisión del condado. Que salga del coche.

Jim se puso las manos en las caderas.

– Pero ¿qué te ha dado? ¿Todo esto es porque me olvidé del cumpleaños de Jenny? ¿Es eso? Porque si Pam te ha dicho que me pongas las cosas difíciles por eso, entonces se trata de acoso, sí señor, acoso. Presentaré una queja.

– No creo que te interese llevar las cosas por ahí.

– No entiendo por qué los de la poli del condado no tenéis más respeto por vuestros compañeros de otras jurisdicciones.

– Tenemos bastante respeto por otros compañeros -le dijo ella-. Pero no por ti. Sácalo del coche ahora mismo si no quieres que llame pidiendo refuerzos. Porque si eso pasa te aseguro que las cosas se pondrán muy feas.

– Se pusieron feas en el momento en que asomaste tu sucia cara por aquí -musitó Doe.

El hombre abrió la puerta y me sacó de un tirón, provocándome una nueva oleada de dolor en los brazos.

– No hagas que me enfade -me susurró al oído-. No vayas a pensar ni por un momento que vas a salirte con la tuya. Sé quién eres, chico.

La otra poli me miró de arriba abajo con expresión apreciativa, casi comprensiva. Yo no tenía ni idea de por dónde tirar. Ya no consideraba a los policías como amigos, pero supuse que ella sería mejor que Jim Doe. Sinceramente, en aquellos momentos me habría enfrentado a los cargos que fueran y a un juicio y habría testificado contra Melford con tal de escapar de Jim Doe. A lo mejor no era muy leal, pero Melford no había acudido en mi rescate, y no me habría visto metido en todo aquello si él no hubiese matado a Karen y a Cabrón por motivos que no me había explicado.

– Joder -dijo la policía del condado al ver mi nariz ensangrentada.

– Ya estaba así cuando le he encontrado -dijo Doe.

Ella no le hizo caso.

– ¿Cómo te llamas, hijo? -preguntó, aunque tendría veintipocos y no tenía ninguna razón para llamarme «hijo».

– Lem Altick. -No tenía sentido mentir cuando era evidente que iba a pedirme la documentación.

– ¿Qué haces aquí?

Le conté la misma historia que a Doe, que buscaba una sombra y había ido a parar allí en ausencia de señales que prohibieran el paso. Me escuchó con expresión más comprensiva, por la sangre tal vez.

– ¿Te has resistido a este hombre en algún sentido? -Y señaló a Doe con la cabeza.

– No, señora, le expliqué lo sucedido igual que se lo acabo de explicar a usted.

– Date la vuelta -me dijo.

Obedecí.

– Ostias -susurró-. Quítale esas esposas ahora mismo.

– Tengo derecho a esposar a un sospechoso.

– Doe, voy a contar hasta tres, y si para entonces no le has quitado las esposas, el sospechoso vas a ser tú.

Él gruñó, pero sacó las llaves y abrió las esposas, aderezando la operación con unos cuantos tirones.

– Un acto bastante estúpido, ponerle las esposas demasiado apretadas. Y seguro que también le golpeaste la cabeza contra el marco de la puerta al hacerle subir al coche, ¿a que sí?

Era una pregunta retórica, pero yo contesté por él.

– Sí, señora, lo hizo. Y me golpeó en el estómago.

– El muy mamón está mintiendo -dijo Doe mientras retiraba las esposas.

Sentí un intenso dolor cuando la sangre empezó a circular. Me dolía mucho e hice una mueca porque sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas, pero no pensaba llorar. Mantuve las manos a la espalda, no quería mirarlas hasta que el dolor se disipara.

– Pues no es eso lo que parece, Jim. Voy a tener que arrestarte.

Pero no se movió. No hizo ademán de ponerle las esposas. En vez de eso, sonrió levemente, esperando a ver qué hacía él.

– ¿Todo esto es porque no he querido follar contigo? -preguntó-. ¿Es por eso? No me gustan las mujeres sin tetas, nada más.

– Si no se te ocurre algo más útil para aclarar todo esto, tendré que llevarte a comisaría.

Yo no sabía que iba a decir aquello hasta que lo dije.

– No quiero presentar cargos.

La mujer se volvió hacia mí tan deprisa que me sorprendió que no se le cayera el sombrero.

– ¿Por qué?

Me encogí de hombros.

– No quiero problemas. No vivo en la zona y no podría volver para el juicio. Y en realidad, aunque el hombre se ha puesto un poco desagradable, estaba en su propiedad. Prefiero olvidarme de todo esto cuanto antes.

Doe me sonrió como si fuéramos conspiradores. No, era otra cosa. Como si no le hubiera aplacado y aquel intento por ponerme de su lado solo pudiera perjudicarme.

Aun así, hice lo que debía. Mejor dejar que la cosa se calmara. Si se metían de por medio la poli, los tribunales y los medios de comunicación, es probable que acabara en la cárcel. Si las cosas se quedaban como estaban, a lo mejor todo acababa bien. Era una apuesta arriesgada, pero al menos me daba esperanza.

– ¿Estás seguro? -preguntó la policía.

Asentí.

La mujer se volvió hacia Doe.

– Es tu día de suerte. ¿Por qué no te largas de aquí?

– ¿Que por qué no me largo? -preguntó Doe rascándose la cabeza-. Deja que lo piense. ¿Qué tal esto? Porque son mis jodidas tierras. ¿Y por qué no te largas tú?

– Mira, haznos un favor y vete a dar una vuelta. Y deja que te diga una cosa. Si le pasa algo a este chico, Jim, lo que sea, te juro que iré a por ti, así que ándate con cuidado.

– Nunca he visto a una tía con las tetas tan pequeñas -fue la contestación de Doe, y entonces subió a su coche.

El motor se encendió con un rugido furioso y el coche salió disparado a unos ochenta kilómetros por hora.

La policía del condado lo vio alejarse.

– Tendría que ponerle una multa por exceso de velocidad -dijo-. A ver qué le parecía. -Y entonces se volvió a mirarme-. Bueno, ¿qué estabas haciendo aquí?

– Ya se lo he dicho. Estaba deambulando. Quiero dejar lo de las enciclopedias, y la verdad es que hoy no tengo fuerzas para trabajar. Así que me puse a caminar y he acabado aquí.

– Vamos, tiene que haber algo más. ¿Estabas fumándote un porro o algo así? No me importa. Solo quiero saberlo.

Meneé la cabeza.

– No, nada de eso. Estaba caminando.

Ella meneó la cabeza.

– Vale. Te llevaré.

Por un momento pensé en su ofrecimiento. Melford estaba por allí, en algún sitio, pero ¿qué había hecho por mí aparte de dejar que me pudriera yo solito? O no había visto lo que estaba pasando o había decidido no ayudarme. Tanto si era lo uno como lo otro, no me pareció que tuviera que sentirme culpable por lavarme las manos.

A falta de otro sitio, le dije a la policía que me llevara al motel y me subí al coche, aunque era el último sitio donde habría querido estar. Cuando pasábamos por el camino bordeado de pinos, vislumbré el coche de Jim Doe escondido entre unos árboles y supe que había hecho bien en aceptar que la agente me llevara.

La mujer, agente Toms, según decía su placa, decidió que lo mejor era guardar silencio. Me pasó un pañuelo de papel para la nariz y, aunque ya había dejado de sangrar, me di unos toquecitos porque me pareció lo más educado. Finalmente, sin volverse a mirarme -aunque es posible que me mirara de reojo a través de sus gafas de espejo- dijo:

– Estás metido en algún lío, ¿verdad?

– Ya no.

– Sí, sí lo estás.

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