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– Estoy tratando de reunir el dinero. Me aceptaron, pero no puedo pagarla, así que he tenido que posponerlo.

El hombre me señaló.

– ¡Deprisa! Tu obra favorita de Shakespeare.

No podía creer que estuviera teniendo aquella conversación.

– No estoy seguro. Tal vez Noche de reyes.

Él arqueó una ceja.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– No sé. Se supone que es una comedia, pero en realidad es cruel y espeluznante. El malo de la obra es el único que en realidad está intentando restablecer el orden.

– Interesante. -Asintió con aire pensativo y agitó una mano en el aire-. Bueno, de todas formas, ¿a quién le importa? A Shakespeare se le da demasiada importancia. Venga, ahora Milton. Ese sí es un poeta.

El miedo, que más o menos había conseguido dominar durante un rato, era tan fuerte que brillaba a mi alrededor como la electricidad de una Tesla Ball. Ese era el tipo de cosas que hacían los chiflados antes de matarte, ¿no? Lo había visto en las películas. Pero, incluso si no era así, acababa de ver cómo mataba a dos personas. Cada vez que mi atención se desviaba a otra cosa, que trataba de tranquilizarme pensando que el asesino no me mataría, aquella realidad me sacudía con violencia. Dos personas habían muerto. Para siempre. No sé lo que habrían hecho Cabrón y Karen, pero no merecían que les dispararan como a animales.

Sin embargo, a pesar de la tristeza que me producía la crueldad indeleble de la muerte, empecé a sentir otra cosa por el asesino, admiración tal vez, aunque no era eso exactamente. Su presencia me aterraba, pero también necesitaba su aprobación. Sé que era absurdo, pero tenía que ganarme su confianza, y esa fue la razón por la que hablé.

– Hay otra cosa -dije deliberadamente despacio, en un esfuerzo desesperado por controlar el temblor de mi voz-. Aparte de Shakespeare, quiero decir. Un hombre me vio entrar.

El arqueó una ceja.

– ¿Qué clase de hombre?

– Un hombre. Un redneck muy desagradable.

– ¿Cuándo?

– Hará unas tres horas.

El asesino agitó la mano quitándole importancia.

– Olvídalo. No recordará quién eras ni qué hacías aquí. No te causará ningún problema. Y si mete a la poli en esto, tú solo tienes que decir que intentaste venderles unos libros, pero no funcionó y te fuiste. No hay nada que pueda relacionarte con ellos, nada que indique que tenías un móvil. Nada de nada.

– No sé.

– Si la policía va a verte, les dices que entraste y te fuiste, que no viste nada extraño… excepto al redneck, y que no tienes nada más que decir. Te dejarán en paz enseguida, y empezarán a investigarle a él. Confía en mí.

¿Confiaba en él? Había entrado a la fuerza en mi vida, había matado a dos clientes potenciales delante de mis narices y lo había dispuesto todo para que yo pareciera el culpable. Asentí.

– Estupendo. Ahora creo que tendrías que irte.

Sí, parecía una buena idea. Era más de lo que habría podido desear. Me levanté sobre mis piernas inestables, me sujeté a la mesa hasta que conseguí mantenerme mínimamente y empecé a dirigirme de lado hacia la puerta, sin quitarle ojo al asesino.

– Lemuel -dijo-. Espero que hagas lo correcto y mantengas la boca cerrada.

Sintiéndome algo humillado, pasé a la sala y abrí la puerta de atrás. Salí al patio y, por un momento, el calor, la humedad y aquel olor tan malsano consiguieron que olvidara el miedo. Había visto cómo mataban a dos personas a unos metros de mí, había estado sentado junto al asesino y había salido con vida. No iba a morir.

Lo único que quería era salir de allí antes de que apareciera la poli.

Sí, podía pasar fácilmente a la parcela de los vecinos, así que cerré la puerta a mi espalda y salí a aquella oscuridad enfermiza. Una luna espectral brillaba tras un pesado manto de nubes. Un coro de grillos cantaba y, muy cerca, la insondable rana tropical entonaba su canto ecuatorial. Un mosquito se lanzó en picado contra mi oído, pero no hice caso de aquel zumbido explosivo. Avancé con dificultad, vagamente consciente de que las luces de la caravana de Cabrón y Karen se habían apagado metafóricamente.

Cabrón y Karen. Él tan irritante y siniestro. Ella, consumida y estropeada. Muertos. Los dos muertos. Sus hijas, dondequiera que estuvieran, no sabían que se habían convertido en huérfanas. Las jóvenes vidas que habían conocido hasta entonces habían terminado. Y yo había estado presente, había presenciado el horror innombrable de sus muertes, había estado sentado junto al asesino, y me había parecido extrañamente encantador. No es que hubiera podido hacer nada para salvar a Karen y a Cabrón, pero ahora sí podía hacer algo. Podía acudir a la policía lo antes posible. A lo mejor atrapaban al asesino mientras aún estaba en la caravana. Pero incluso si no llegaban a tiempo, nadie creería que yo los había matado.

¿O sí?

El asesino, cuando no estaba asesinando, parecía un tipo razonable. Quizá creía de verdad que Cabrón y Karen merecían aquello. ¿Vivía en un mundo en el que la mala gente moría a manos de asesinos justicieros? Nada en mi vida apuntaba en aquella dirección… hasta esa noche.

Las dos primeras caravanas ante las que pasé estaban a oscuras, aunque oí el ladrido de un perro furioso. Salí a otra calle y por alguna razón me sentí mejor. Estaba casi a kilómetro y medio del Kwick Stop y solo pasaron un par de coches a toda velocidad. No dejaba de repetirme a mí mismo que quizá conseguiría salir airoso de aquello, que podría recuperar mi vida.

5

En el Cutting Board no había música. Era un restaurante grande, con un nombre moderadamente desafortunado, compuesto por una serie de reservados con paneles de madera, mesas de manteles blancos y pesadas sillas. Pero no había música y eso fue una decepción para B. B. Le gustaba la música, la música tranquila, tan baja que apenas pudiera oírse. Música de ambiente, tan distante como una autopista, y sin embargo evanescentemente presente, dando mayor textura a la comida, un poco de sustancia cuando la conversación flaqueaba, un toque de la banda sonora de las películas. La música clásica estaba bien, pero la tranquila, no esa tan escandalosa, con cuernos y timbales. Aunque la verdad es que a B. B. lo que le gustaba era la música de ambiente. Sabía que a todo el mundo le reventaba, y él dejaba que se rieran, pero al final siempre tenían que darle la razón: había algo tranquilizador en aquellas canciones que todo el mundo conocía, pero en una versión más dócil y sentimental, predigerida, tan suave que ni siquiera te dabas cuenta de que estaba ahí.

Aquel restaurante no tenía música. Ni acuario. A B. B. le gustaban los acuarios. No era de los que se divierten eligiendo el pez que va a morir -bastantes decisiones crueles tenía que tomar en su trabajo-, pero le gustaba mirar a los peces, verlos nadar, sobre todo los grandes y de colores, con ojos saltones. Y le gustaba ver las burbujitas.

En cambio, en el Cutting Board había palmeras… unos pocos grupitos de palmeras de plástico plantadas aquí y allá para darle al lugar un toque de distinción. Las palmeras eran muy importantes para pasar inadvertido. B. B. no quería ver ni que le vieran. Lo mejor de un restaurante era que te permitiera cierta intimidad. A veces las columnas también servían, pero a B. B. le gustaban las palmeras, porque la espesura le proporcionaba mayor protección. Además, el restaurante tenía una iluminación baja, de ambiente, así que en conjunto la penumbra y los árboles de plástico lo hacían aceptable, a pesar de sus carencias. B. B. volvería. Nunca estaría en su lista de los mejores, pero volvería. En cualquier caso, no le gustaba ir al mismo sitio más de una vez cada seis meses. Lo último que quería es que los camareros empezaran a reconocerle y recordaran que la vez anterior había ido con un niño distinto y la anterior también.

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