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– Es difícil asegurarlo solo con la luz de las linternas -dijo el policía-, pero creo que ya está. Por la mañana volveré y daré un repaso rápido.

– Si ese hijo de puta nos estaba jodiendo y el dinero ha desaparecido, estaremos con la mierda al cuello. B. B. se pondrá hecho una furia.

– Que se joda. Que se joda Cabrón. ¡Ay, mierda! -y esto último lo gritó como si sintiera un fuerte dolor.

– Oye, si te duele la pierna es mejor que te vea un médico. ¿Por qué lo dejas?

– Deja de hablar del jodido médico. Estoy bien.

– Yo solo digo que es mejor asegurarse. ¡Eh! Mira esto -dijo el Jugador-. El talonario de Karen.

Melford me dio un suave toquecito en la espalda. Debía de haber empezado a hacer ruido otra vez.

– ¿Crees que tenía algo en su cuenta? -preguntó el poli.

– Aquí dice que el balance es de casi tres mil. ¿Cómo puede ser que una tía fea y apestosa como esa tuviera tres mil dólares? No estaría de más que nos hiciéramos un cheque para compensar parte de las pérdidas. A lo mejor consigo que ese idiota de Pakken lo vaya a cobrar. Como no se entera, ni siquiera se pondrá nervioso, aunque tampoco creo que haya problemas si cruza la frontera del estado.

Y se fueron.

Nos quedamos en el armarito unos quince minutos más. Habían hecho una buena limpieza. Al menos a la luz del bolígrafo linterna de Melford no se veía ni rastro de la sangre. Me imagino que el FBI habría podido sacar algo. Tenían laboratorios para ese tipo de cosas. Pero para eso tienes que buscar sangre y, si no había cadáveres, ¿para qué iban a buscar sangre?

– Muy bien -dijo Melford-. Larguémonos de aquí.

Hasta que no estuvimos de nuevo en su Datsun no nos atrevimos a hablar.

– Estoy jodido -dije.

Y me sentía jodido. Me sentía como si estuviera a punto de caer al abismo. Como si hubiera caído desde el cielo y solo estuviera esperando el momento del impacto contra la tierra.

– Yo creo que no.

– ¿Ah, no? ¿Por qué no? -Mi voz empezaba a sonar chillona-. ¿Por qué no estoy jodido? Dime, ¿por qué no estoy jodido?

– Porque los tipos que tienen las pruebas que te incriminan son villanos poderosos, por eso. Y los villanos no tratan de hacer justicia, Lemuel. La evitan. No van a investigar. Ni siquiera tratarán de averiguar a quién están extendidos los cheques.

Salvo que el Jugador vería el cheque a nombre de Educational Advantage Media. Lo vería y enseguida sabría quién había estado allí. Pero ¿lo consideraría una simple coincidencia? Apenas me conocía de vista, y difícilmente podría pensar que yo tenía algo que ver con aquello. Aun así, estaba muerto de miedo. Y no me atreví a decirle nada a Melford. A lo mejor le daba por pensar que era débil por mi relación con aquellos villanos poderosos. A lo mejor le daba por matarme para salvar su pellejo.

Y había otra cosa, algo que no tenía sentido.

– No estaban casados -dije en voz alta.

– ¿Qué?

– Los dos a los que has matado. Cabrón y Karen. No estaban casados. Y no tenían hijos.

– Sí, bueno, eso te lo podía haber dicho yo.

– Pero ¿por qué me mintieron?

– No sé. Aquí está pasando algo raro. Algo mucho más importante de lo que yo pensaba.

– ¿Por qué iba un policía a esconder los cuerpos de las personas a las que tú has matado? ¿De qué estaban hablando? ¿Un negocio que Cabrón tenía por su cuenta? ¿Qué es eso? ¿Y el dinero desaparecido?

– No sé -dijo Melford.

– ¿Y qué hay de Oldham Health? Tenían algunos tazones y otras cosas. Cabrón me dijo que no sabía qué era, pero me pareció que mentía.

Melford meneó la cabeza.

– No sé nada de eso.

Le miré. Melford también mentía. No sabría decir exactamente por qué lo sabía, pero lo sabía. Habíamos estado hablando toda la noche, pero había algo en su voz que no le había notado hasta aquel momento, una especie de tensión. Fuera lo que fuese lo que Cabrón tenía entre manos, Melford lo sabía perfectamente.

– El que estaba con el policía -dijo Melford-, ¿quién será?

No dije nada. El corazón me iba a cien y la cabeza me palpitaba. Sentí la necesidad de confesar, como si de alguna forma todo aquello fuera culpa mía, pero no dije nada.

– Seguramente será algún matón. -Melford me salvó contestando su propia pregunta-. Te diré lo que haremos. Tenemos que averiguar quién era la otra mujer.

– ¿Por qué?

– Porque si las cosas se ponen feas y deciden meter a la justicia en todo esto y el poli nos encuentra y trata de arrestarnos, tendremos algo con lo que presionar. Si tenemos algo contra ellos, quizá podamos entendernos.

– ¿Quieres averiguar quién era esa mujer para que podamos hacer chantaje al policía chiflado?

– Muy astuto, ¿a que sí?

12

Esa misma noche, un rato antes, Jim Doe se encontraba en la caravana de la policía, sin esperar nada en concreto, pero sí algo malo.

– ¿Cómo van tus gónadas?

Pakken estaba sentado delante de Doe, con los pies sobre la mesa y una mastodóntica taza de plástico llena de café de gasolinera. Ya llevaba dos o tres horas con aquello, así que el café debía de estar helado.

La pregunta no venía a cuento de nada, ya que los dos llevaban horas sin hacer nada. Pakken estaba concentrado en una de sus revistas de crucigramas, con el bolígrafo suspendido sobre las páginas. Doe estaba hojeando el Sports Illustrated, y no prestó atención a un artículo sobre los Dolphins. Seguía vestido de paisano, con vaqueros y una camiseta negra. A veces le apetecía relajarse en la caravana de la policía.

Doe sabía que Pakken acababa de encontrar una palabra difícil. Siempre que le pasaba, empezaba una conversación. Se ponía a hablar de lo que fuera y, tarde o temprano, lo sacaba a colación. «Acabo de encontrar "insustancial"», decía con orgullo infantil. En las mejores circunstancias, estas interrupciones eran de lo más molestas, pero aquel día lo eran mucho más porque el tema favorito de Pakken eran los testículos de Doe.

Fue Pakken quien lo encontró después de su desafortunada aventura con aquella puta de Miami: fue a buscarlo cuando vio que Doe no aparecía al día siguiente. Fue él quien dedujo lo que podía haber pasado, porque sabía dónde le gustaba buscar a sus chicas al jefe de policía… Para un imbécil como él, no estaba mal. Cuando lo encontró por la mañana temprano, Doe aún estaba inconsciente. Pakken se agachó a mirar por la ventanilla del coche con una sonrisa en sujeta ancha y plana, coronada por una única y espesa ceja y una cavidad craneal propia de un hombre de las cavernas. Doe agitó los párpados y dijo:

– Los huevos, me ha destrozado los huevos.

– ¿Qué ha pasado, jefe?

Tenía las pelotas hinchadas y doloridas. Le dolía hasta mover las piernas.

– Una zorra me ha atacado -musitó él.

Pakken lanzó una risotada.

– Sí, esa sí que es buena. Ella te atacó.

Doe se incorporó trabajosamente y un fuerte dolor le atravesó las pelotas, pero se mordió el labio y se apeó del coche. Y entonces le dio un tortazo a Pakken. De los fuertes.

– ¿Tú de qué coño te ríes?

Con la punta de un dedo Pakken se tocó con cautela la mejilla.

– Eh, ¿por qué has hecho eso?

– Fue una mujer que iba a toda velocidad, pedazo de idiota -dijo Doe-. Estaba poniendo en peligro su vida y la de los demás, y encima ha agredido a un policía. ¿Te parece divertido?

Pakken seguía tocándose la mejilla, que se le estaba poniendo muy roja.

– Mierda. Yo pensaba que querías que te la chupara.

Ahora, casi una semana más tarde, los dos estaban sentados en la caravana, Pakken con su café frío y Doe recostado en su silla, dando tragos de su botella de Yoo-hoo aderezado con bourbon.

Era como una especie de ritual, los dos allí, ociosamente, hablando o sin hablar, pero Doe no quería mirar la cara de idiota de Pakken. Aún tenía las pelotas hinchadas y sensibles. Aunque estaban algo mejor. Estaba casi seguro de que estaban mejor que el día antes. Con mucho cuidado se metió la mano por los pantalones; la presión sobre el escroto dolía, le dolió muchísimo, pero puede que un pelín menos que la última vez que lo había comprobado. Pakken se había reído de él. Reírse de un oficial herido en acto de servicio era una falta de respeto. ¿Qué clase de cabrón enfermo se reiría?

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