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– Pero eso no tiene sentido.

Melford iba a decir algo, pero se detuvo porque oímos el sonido de unas ruedas sobre la tierra del exterior y el zumbido de un motor que se detuvo.

Cerró enseguida el bolígrafo linterna y se acercó a la ventana.

– Mierda -susurró. Se volvió hacia mí-. Muy bien, ahora escucha. La mala noticia es que ahí fuera hay dos tipos, y uno es el poli. Sin uniforme, pero es él. No nos pongamos nerviosos. Han venido en una camioneta, con las luces apagadas, así que dudo que esto sea oficial. Nos esconderemos y todo irá bien.

Mis cuatro cervezas giraron violentamente en mi estómago y subieron de vuelta a mi garganta con unos toques de ácido.

Dejé que Melford me cogiera del brazo y me arrastrara a la habitación pequeña y luego al armarito que había al fondo, de esos con puertas correderas de tablillas. Daba a la cocina, así que tendríamos una buena panorámica de lo que pasaba. Pero eso no es lo que me llamó la atención del cuartito. Lo que me llamó la atención es que allí solo había cajas. En algunas había viejas camisetas y vaqueros rojos, y en otras archivos, pero la mayoría estaban selladas. En una ponía Oldham Health en un lado, en letras negras. Las paredes estaban desnudas, salvo por un calendario de niño con gatitos y perritos que estaba abierto por la página de octubre.

Aquello no era el cuarto de un niño. Ni siquiera era un cuarto que alguna vez fue de un niño y ahora era otra cosa. Allí no vivía ningún niño. ¿Por qué me habían mentido Karen y Cabrón?

La puerta de atrás se abrió de golpe y por entre las tablillas vi que entraban dos figuras, una de ellas con una pequeña linterna. Estaba demasiado oscuro para ver nada más.

Por un momento sentí pánico. ¿Y si venían a buscar algo y ese algo estaba en el armarito? La idea me dio unas ganas irresistibles de mear, y tuve que apretar la mandíbula con fuerza para no vaciar la vejiga.

Al menos Melford estaba conmigo. Y aún tenía la pistola. Melford no dejaría que nos cogieran. Cuánto había cambiado mi vida en las últimas veinticuatro horas… Ahora confiaba en que otro matara a mis enemigos por mí.

– Maldita sea -dijo uno de los tipos-. Tienes un montón de fiambres aquí dentro, Jim.

– Ya lo sé.

– Joder, míralos. El que se los ha cargado no tenía sangre en las venas.

– Sí, eso parece.

– ¿Y no sabes por qué ha sido?

– Ni puta idea. Joder, tiene que ser por la pasta. Pero ¿quién? Nadie sabía nada, solo los que estamos metidos. Cabrón ha hablado más de la cuenta, no se me ocurre otra cosa.

– Supongo, pero… joder.

– Sí, joder.

– Mierda. El muy cabrón. Frank se largó el mes pasado, y después de esto te van a faltar químicos. A B. B. no le va a gustar.

– Sí, estoy en ello. Pero no querrás que ponga un anuncio en el periódico.

– Oye, Jim, de todas formas, ¿qué coño hacía Cabrón aquí?

– Yo qué sé. -Había algo duro en el tono.

– No pensarás que se estaba tirando a esa fulana, ¿eh? Joder, hace un par de años a lo mejor, pero con tanto speed parecía un puto cadáver. Antes me tiro a una vieja.

Una pausa, y luego:

– Cierra el pico y ayúdame con esta mierda.

– Uau. -Una risa-. ¿No te la estarías cepillando tú también, eh? Si quieres, yo te podría presentar a un par de vejestorios que conozco.

– ¿Te piensas pasar toda la noche dándole al pico o quieres que acabemos con esto?

Yo había estado mirando a través de las tablillas, totalmente absorto, como si no estuviera en un armarito de una caravana, sino en una sala de cine viendo la película más interesante del mundo. Me sentía extrañamente tranquilo, como si estuviera fuera de mi cuerpo. Y entonces, de pronto, dejé de sentirme tranquilo y la sala de cine desapareció. Me sentía acalorado, ahogado y más asustado de lo que lo había estado en mi vida.

Y eso es porque conocía a aquellos dos hombres. El poli, Jim, era el tipo que había visto en la tienda de comestibles, el que me lo había hecho pasar tan mal por el dichoso ginger ale, el mismo tipo con los dientes torcidos del Ford que se había metido conmigo delante de la caravana. Ahora, aparte de la posibilidad de que me arrestaran por asesinato, resulta que también había hecho enfadar al jefe de policía corrupto.

El otro… no le veía, pero conocía su voz. Estaba seguro de que la conocía. Conocía a ese hombre de algo.

Vi cómo extendían una lámina de plástico en el suelo y luego cogían el cuerpo de la mujer de más edad y la envolvían en el plástico. El poli cogió el bulto por un extremo y el hombre de la voz familiar por el otro, y lo sacaron de la caravana.

Aguzamos el oído. El silencio era casi total, y solo oímos algún gruñido o algún reniego ocasional, y luego el golpe sordo de algo pesado al caer sobre una superficie plana. A los pocos minutos ya volvían a estar dentro.

– Mierda -dijo el policía-. Con los otros dos nos costará más. Ojalá me hubiese traído guantes.

– Hay que joderse -dijo el de la voz familiar-. Mira que disparos más limpios. Parece una ejecución.

– ¿Y tú desde cuándo eres experto en crímenes? -preguntó el poli-. Ves demasiada televisión.

– ¿Seguro que no te has hecho daño en la pierna? -dijo el otro-. Parece que te cuesta caminar.

– Ya te lo he dicho, estoy bien. -La voz era cortante y seria.

– Hace un momento te he oído quejarte como si te doliera algo.

– Olvídalo, ¿quieres?

Pusieron otra lámina de plástico en el suelo y levantaron el cuerpo de Karen. El policía se quejó porque se había manchado las manos con los sesos de la puta y se limpió en la rodilla, y luego envolvieron también el cuerpo y lo sacaron.

Cuando volvieron estaban resollando.

– Jodido Cabrón -dijo el poli. Le dio una patada al cuerpo, no muy fuerte. Y luego otra. Sonaba como si estuviera golpeando un saco de arena-. No sé qué coño habrá hecho ni quién le disparó, pero seguro que se lo merecía.

– Sí, bueno -contestó el otro. Hizo una pausa-. ¿Crees que quien lo ha hecho se ha llevado la pasta?

– Vaya, si no lo dices no se me habría ocurrido. Imbécil. -Y soltó un bufido despectivo-. ¿Te crees que me importa que la hayan diñado? A mí lo que me importa es el dinero. He registrado la caravana, y también he ido a su casa, pero no he encontrado nada. Ni siquiera una pista para saber en qué andaba metido.

– ¿Sigues pensando que tenía algún negocio por su cuenta? -preguntó.

Y entonces se volvió de espaldas a mí y no entendí qué decía, pero estoy seguro de que pronunció la palabra «Oldham».

– Tiene que haber algo -dijo el poli-. Yo sé cuánto sacaba, y tenía demasiado dinero, siempre iba con la cartera llena de billetes. No puede ser que sacara tanto con esta mierda. Me imagino que quería dejarme tirado y largarse con la pasta. Ya he buscado en todas partes, así que supongo que lo tenía escondido en la laguna de desechos.

– No lo dirás en serio -dijo el otro-. Me tomas el pelo. ¿Cómo lo vamos a encontrar ahí?

– No sé. Tiene que haber una forma de drenarla, por Dios. Ojalá no tuviéramos que sacar de aquí a este capullo. No se merece ni que lo eche al basurero.

– Pues hagámoslo de una vez -dijo el otro-. Este no es sitio para fallar.

Y debió de ser lo de fallar, porque de pronto lo reconocí. Era el Jugador, que dirigía el negocio de la venta puerta a puerta de las Enciclopedias Champion en el estado de Florida. El gurú de las enciclopedias en persona estaba en la caravana retirando los cuerpos de una gente que Melford había asesinado. Al menos, en su mayoría.

Melford me empujó. Debía de estar haciendo ruido, porque a pesar de la oscuridad, vi que me lanzaba una mirada fulminante. Procuré controlarme.

Cogieron a Cabrón y lo sacaron, y cuando volvieron respiraban a boqueadas. Se oyó el gluglú de alguien que bebía de una botella. Habían traído un cubo, bayetas, papel de cocina y una botella de jabón. No encendieron las luces, instalaron un par de linternas y se pusieron a borrar las huellas del crimen de Melford. Tardaron más de media hora en terminar.

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