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– Si no tuviera más remedio, sí.

– ¿Por qué? ¿Por qué crees que eso es aceptable moralmente?

– Porque valoro más el derecho de la mujer a escapar a la violación que el derecho del violador a vivir.

– Buena respuesta. Pero ¿y el derecho del animal a escapar a la tortura? ¿No crees que eso es más importante que el derecho del torturador a lograr un placer o unos beneficios?

– No. Mira, lo que está pasando ahí dentro es terrible, Melford, no digo que no. Pero sigue habiendo una diferencia básica entre las personas y los animales.

– ¿Porque los animales no son conscientes de su existencia?

– Exacto.

– Entonces, ¿qué hay de las personas con una importante discapacidad psíquica, una persona que en realidad no es más consciente que un mono? ¿Solo tiene los derechos de un mono?

– Desde luego que no. Sigue siendo una persona.

– Y por tanto tiene unos derechos. El abanico en el que se incluyen los humanos abarca incluso a los más limitados de nosotros. ¿Es eso?

– Sí. Eso es.

– Pero ese abanico ¿es algo natural y justo, o solo es lo que nos decimos a nosotros mismos por conveniencia? ¿Por qué no debería abarcar el abanico a todas las criaturas capaces de sentir? Si está mal torturar a un cerdo, está mal y punto. Decir que no está mal porque resulta lucrativo, porque queremos unas exportaciones competitivas y carne barata en el supermercado, es un desvarío. La ética no puede condicionarse al lucro. Es como permitir los asesinatos a sueldo pero ilegalizar los crímenes pasionales. ¿La crueldad motivada por el capital es menos mala que otros tipos de crueldad?

– Entiendo lo que dices, pero no conseguirás convencerme de que no hay una jerarquía. Es posible que los animales sientan, pero no escriben libros, no componen música. Nosotros tenemos imaginación y creatividad, y eso significa que la vida humana siempre vale más que la del animal.

– ¿Siempre? Pongamos que hay un perro heroico. Un perro que ha salvado la vida de muchas personas en diferentes actos de valor. Un perro bombero, tal vez, que rescata a bebés de entre el fuego. Y digamos que hay un condenado en el corredor de la muerte, autor de crímenes terribles. La víspera de su ejecución el hombre se escapa y coge al perro como rehén. A la mañana siguiente las autoridades descubren su escondite. Saben que pueden capturarlo, pero al hacerlo seguramente el perro morirá. O pueden intentar que un francotirador mate al condenado y salve la vida del perro. ¿Quién es más importante, el preso que ha matado a numerosas personas y que ya habría muerto de no ser porque se ha escapado, o el perro, que solo ha hecho cosas buenas?

– Oh, venga, planteas un caso muy extremo.

– Tienes razón. Es el caso más extremo que se me ha ocurrido. Y ahora contesta.

– Salvaría al hombre -le dije, no del todo convencido-. Si sigues por ese camino te puedes encontrar en terreno resbaladizo.

– Entonces, ¿según tú, la vida humana siempre tiene preferencia por delante de la de los animales, por muy mala que sea?

Me encogí de hombros, demostrando una apatía que no sentía, ni mucho menos. La verdad es que no tenía respuestas para lo que me estaba preguntando, y eso me preocupaba. Si Melford tenía razón, entonces no había verdades absolutas, no como las que yo siempre había creído, y eso me situaba ante un precipicio ético. El ejemplo era muy extremado, pero entendía lo que quería decirme. Y aun así no estaba dispuesto a admitir que seguramente salvaría al perro, porque eso significaba que las cosas ya no eran blancas o negras, sino que se trataba de una cuestión de matiz. No se trataba de si valía más la vida del humano que la del animal. Sino de cuándo y en qué condiciones.

– No lo sé. ¿Podemos irnos ya?

– Sí, sí. Ve para el coche. Aún no sé cómo voy a salvar a esos cerdos, pero mientras tengo que alimentarlos y darles de beber. Solo serán unos minutos.

– ¿Necesitas ayuda?

– No, no te preocupes.

Me preocupaba, pero le obedecí, porque con Melford siempre obedecía. Así que agaché la cabeza y fui arrastrando los pies hacia el coche, tratando de dejar la mente en blanco, de no pensar en nada, de no pensar en aquellos cerdos con sus tumores rojos y espantosos y la mirada vacía de sus ojos. Pero no logré dejar la mente en blanco. No, me puse a pensar en Karen y en Cabrón, fríos y muertos, con los ojos muy abiertos.

Cuando estaba a mitad de camino del coche, levanté la mirada de aquel ensueño tan triste. Algo debió de llamar mi atención, y cuando miré a la deslumbrante tarde, donde todo quedaba desdibujado por aquel sol ardiente que azotaba la tierra, vi algo que me dejó helado. Un coche patrulla estaba entrando en la propiedad y venía directo hacia mí, como si quisiera atropellarme. No había duda. Fuera quien fuese me había visto.

Estiré el cuello para ver si localizaba a Melford, pero no se le veía por ningún lado. Seguramente el policía tampoco le había visto y pensaría que estaba allí solo.

Le reconocí enseguida. Era el tipo del Ford que había visto delante de la caravana de Karen y Cabrón, el que había ayudado al Jugador a trasladar los cuerpos. El jefe de policía de Meadowbrook Grove.

22

El poli se apeó del coche, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Si hubiera sido fumador, habría encendido un pitillo. El coche estaba limpio, me di cuenta enseguida. Parecía recién lavado, justo la clase de coche contra el que no te importa apoyarte.

Me hizo un gesto con la mano, como si fuéramos viejos amigos, y yo acudí a la orden. Quería huir, seguramente era lo mejor, pero no estaba preparado para metamorfosearme de adolescente trabajador en forajido. Además, Melford estaba allí, y supuse que estaría más seguro con él cerca que corriendo entre los árboles con un policía de ética cuestionable pisándome los talones.

Caminé muy despacio, tratando de mantener la cabeza alta, de sonreír, de poner cara de no haber hecho nada malo. Eso lo había aprendido de Melford. Actúa como si todo fuera bien y a lo mejor va bien. Evidentemente, Melford también estaba dispuesto a dispararle a la gente en la cabeza si las cosas acababan torciéndose.

– Buenas tardes, agente -dije.

– Vaya, pero si es el vendedor de enciclopedias. ¿Les has vendido alguna a los cerdos? -Y sonrió enseñando sus dientes torcidos.

No recordaba haberle dicho lo que vendía.

– No se me había ocurrido -dije-. Me he metido entre estos árboles para escapar del calor y he venido a parar aquí. Tenía curiosidad por ver qué era este sitio, por el olor, ya sabe, así que he echado un vistazo. ¿Estoy en una propiedad privada?

El policía, Jim Doe según me había dicho Melford, me miró entrecerrando los ojos. Se frotó la nariz y, durante un instante, su uña se clavó inconscientemente en un moco endurecido que tenía en la punta de la nariz.

– ¿Y qué coño hacías entre los árboles si se supone que tienes que estar vendiendo libros? A tu jefe no le va a gustar.

– El día se hace muy largo -dije-. Quería distraerme un poco antes de volver a la calle. Seguro que entiende lo importante que es descansar antes de una jornada de duro trabajo, agente.

– Pues meterse en una granja de cerdos no parece una gran distracción. En realidad, lo que yo creo es que estabas violando la ley. Ni más ni menos.

– Lo siento, pero no he visto ninguna señal que prohibiera el paso.

– Oh, vaya, no has visto la señal grande y amarilla que ponía no pasar, ¿verdad? Ni la verja que impide la entrada, ¿eh?

– He llegado hasta aquí por entre los árboles -dije sin saber si eso podía ser-. De todas formas, ya me iba. Seguro que comprende mi equivocación ¿verdad?

Mi técnica de ventas no estaba funcionando.

– Será mejor que eche un vistazo para asegurarme de que no has fastidiado nada. Y luego te meteré en la cárcel por violar una propiedad privada. -Se acercó a mí-. Y ahora date la vuelta, de cara al coche. Las manos a la espalda.

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