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Me senté un momento, con la vista clavada en la pantalla vacía y gris del televisor. Quizá dirían algo de los asesinatos. Quizá debería encenderla. Seguí mirando, pensando con miedo en lo que podría ver o dejar de ver, y entonces, en un arrebato de valentía, me levanté y la encendí.

Las noticias de la noche ya habrían terminado, pero supuse que, si había un asesinato, las cadenas locales aprovecharían para utilizar su equipo normalmente inútil. Nada. Ni coches de policía ni helicópteros sobrevolando la caravana. Me senté en el borde de la cama, con las manos apretadas contra la colcha raída, que olía a ceniza y loción para el afeitado, y mis ojos desenfocados miraron a Johnny Carson, que se reía histéricamente ante Eddie Murphy. En realidad no tenía ni idea de qué o a quién estaría imitando Eddie Murphy, pero la risa de Johnny Carson me tranquilizó. ¿Es posible que hubiera presenciado un crimen en un mundo lleno de risas como la de Carson?

Ojalá hubiera podido dudarlo, pero había demasiados interrogantes. Así que abrí el cajón de la mesita de noche y saqué la guía telefónica para buscar Oldham Health Services. No había nada en las Páginas Amarillas, ni en las Páginas Blancas de empresas. Lo cual no demostraba nada. Podía estar razonablemente cerca pero pertenecer a otro condado, y si no sabía dónde estaba, difícilmente podía encontrar el número y llamar para preguntar quiénes eran y… ¿y qué? ¿Si conocían a un tipo que se llamaba Cabrón? No me apetecía nada tener una conversación como aquella.

Me levanté y miré por la ventana, apartando la gruesa cortina marrón a un lado y tratando de no toser por el polvo. Habría unas treinta personas allí afuera. El sonido de la música y las risas me llegaba a través de la ventana. Apagué un momento el aire acondicionado para poder oír algo. Lo único que reconocí fue el cascabeleo optimista de «Walking on Sunshine». Aquella canción sonaba por todas partes aquel verano y, aunque yo la detestaba, no se puede negar que era muy pegadiza. Anunciaba alegremente que en algún lugar la gente se estaba divirtiendo. Seguramente en todas partes. Y seguramente era una diversión estúpida y entumecedora, pero seguía siendo diversión. Y estar sentado en la habitación de un motel que olía a tabaco y tenía pegotes de semen seco en la moqueta, tratando de decidir si realmente había visto asesinar a dos personas aquella noche, era muchísimo menos divertido que caminar bajo el sol junto a la piscina, beber cerveza aguada y hasta puede que flirtear con Chitra.

Volví a mirar por la ventana y vi a Chitra, sentada en el borde de una silla reclinatoria, de las que utilizaban los bañistas de todo el país -y de todo el mundo, por lo que había oído- para ponerse morenos. Sus dedos largos, con anillos de plata y las uñas pintadas de rojo, sujetaban una cerveza. Al igual que los otros, Chitra aún llevaba puesta su ropa de trabajo, en su caso, unos pantalones anchos y negros y una blusa blanca. Parecía una camarera. Una bonita camarera.

El hecho es que en enero yo cumplía dieciocho y aquel asunto de la virginidad empezaba a preocuparme. No de esa forma que te empuja a visitar el puticlub, pero sí haciendo que me sintiera como si la vida pasara de largo. Era como si la gente que conocía estuviera invitada a una fiesta a la que a mí no se me permitía entrar. Oía la música, las risas y el tintineo de las copas de champán, pero no podía entrar.

Desde mi habitación veía el rostro sonriente de Chitra. Era una risa amplia, espontánea y desinhibida. Chitra era de esas chicas que no comprenden del todo el efecto que una chica guapa tiene en los hombres, y por eso creía que el mundo era mejor de lo que es. La brutalidad de gente como Ronny Neil era invisible para ella, no solo porque no habría reconocido a un redneck ni aunque lo hubiera visto derrapando con su cuatro por cuatro en su jardín, sino porque con ella no se portaban como gilipollas. No la insultaban, no la avasallaban ni le hacían sentir que estaba a punto de recibir una monumental patada en el culo. No, con ella tartamudeaban, le decían lo guapa que estaba, le cedían su asiento, le ofrecían un trozo de Kit Kat. Y, por un momento, sentí envidia… no de los que estaban cerca de Chitra, sino de Chitra y el bonito y fantástico y protegido universo en el que vivía.

En aquel momento echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa tintineante, tan estridente que pude oírla a pesar de la distancia, a través del cristal, por encima de la música. Estaba con un grupo de gente. Marie, de la oficina de Jacksonville, una pareja de Tampa, y Harold, de Gainesville, del que sospechaba era mi rival.

Al principio no reconocí al tipo que la había hecho reír. La sombrilla de la mesa estaba abierta en un ángulo extraño. Por la ropa vi que no se trataba de Ronny Neil y, de todos modos, Ronny Neil no era muy divertido. Podía contar algunos chistes guarros o racistas en el coche, pero eran bastante idiotas, y solo Scott se reía. No, sus chistes no harían que Chitra echara la cabeza hacia atrás y riera de aquella forma.

Y entonces vi al gracioso. Alto, delgado, vaqueros negros, camisa blanca abotonada hasta arriba, pelo más blanco que la camisa, de punta.

Era el asesino. Chitra estaba hablando con el asesino.

8

La escalera exterior estaba cubierta de latas vacías de Budweiser. El Jugador y Bobby y los otros jefes de equipo nos decían que no tiráramos cosas al suelo, pero no había forma humana de lograr que un puñado de vendedores de enciclopedias que después de un largo día estaban encantados de poder sentarse a tomar unas cervezas recogieran lo que ensuciaban. En realidad, mientras se vendieran libros a los jefes les daba lo mismo, y Sameen y Lajwati Lal, los propietarios del motel, se contentaban con que les pagaran la cuenta. Cada vez que íbamos a Jacksonville nos alojábamos allí, y no podían permitirse quejarse a un cliente habitual tan importante.

Rodeé las escaleras y estuve a punto de resbalar en un charco de cerveza, pero en el último momento salté en el aire y aterricé al pie de la escalera.

Para llegar a la piscina tenía que cruzar un pequeño patio, pasar por delante de recepción y salir por el otro extremo. No llegué tan lejos. Cuando aterricé, noté un olor dulzón y familiar, pero no lo reconocí hasta que sentí una mano en mi hombro.

Era maría. Y no es que para mí hubiera nada siniestro en la marihuana. La asociaba a mi padre, claro, pero mi padre también usaba pantalones y eso no significaba que tuviera que evitarlos. Había fumado maría en alguna ocasión y, aunque me daba dolor de cabeza y me entraba la paranoia, supongo que a veces hay que ser buen chico y pasar por el tubo para ser como los demás. Pero allí, en la carretera, con los otros vendedores de enciclopedias, la maría solo podía asociarse a una cosa: los rednecks.

– ¿Dónde eztá el fuego, judío? -dijo Scott ceceando con voz chillona. No bastaba con que tuviera un defecto de dicción, además hablaba como si llevara un zapato en la boca. Una de sus manazas se apoyaba en mi hombro, de forma muy poco amistosa, y apretaba con fuerza. Sé que si hubiera querido podría haberme soltado, pero habría tenido que forcejear un poco y eso me parecía humillante. No, pensé, lo mejor era hacer como si no me importara. Era una estrategia que había aprendido en el bachillerato. Nunca funcionaba, pero yo me aferraba a ella como un marinero que reza en mitad de la tormenta.

– Zí, ¿dónde eztá? -repitió Ronny Neil. Que se metiera conmigo no significaba que no siguiera despreciando a Scott.

Miré la mano de Scott.

– Tengo que ir a un sitio -dije. El olor rancio de su cuerpo sin asear empezó a notarse por encima del olor a marihuana.

– ¿Adónde tienez que ir? -preguntó Scott.

Tenía los ojos enrojecidos y medio cerrados, y no dejaba de moverse, inquieto. Traté de no mirar el cúmulo de granos que tenía en el mentón, grandes y con la punta blanca.

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