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Doe lo había visto otras veces y no lo soportaba. Aquella manía de parlotear y decir idioteces.

– La llamé esta mañana. Le pregunté si podía venir a recogerlo y ella dijo que sí. Quería venir antes pero tenía que ir a la peluquería y salí más tarde de lo que pensaba.

– Ajá… -Doe dio unos toquecitos con la punta del pie contra una piedra.

– Le dije que vendría antes, pero el caso es que he venido más tarde. Había pensado entrar y coger el molde, para no molestarla. No creí que le importara, pero cuando entré en la caravana…

Doe tendría que averiguar por sí mismo lo que había pasado en la caravana, porque lo único que le sacó a la mujer fue un largo lamento, seguido de más lágrimas y sollozos. Qué lío.

– Mi niña -estaba diciendo Laurel-. Mi pequeña.

«Mi pequeña», y un huevo. Karen era una puta muy crecidita. Y tampoco podía decirse que fueran uña y carne. La mayor parte de las veces no se aguantaban. Hacía unos meses se enteró de que se habían peleado porque Laurel la pilló cogiéndole dinero del monedero. Y ahora le venía con el cuento de «mi pequeña».

La puerta de la caravana estaba abierta, así que Doe se apartó de la puta llorona y subió los escalones. Dentro estaba oscuro, pero enseguida vio lo que necesitaba.

Estaban muertos, más muertos que un muerto. Cabrón. Y Karen la zorra. Qué lío. Más que un lío, porque no sabía quién lo había hecho, y eso convertía todo aquel asunto en algo muy desagradable. Lo bueno de aquel negocio es que ese tipo de cosas no pasaban.

Salió y vio a Laurel con un cigarrillo en su mano paralizada. Con los ojos muy abiertos, esperando su diagnóstico profesional. A lo mejor pensaba que él lo haría desaparecer todo. Que como agente de la ley le diría que en realidad no estaban muertos. Que aquello eran maniquís, actores, que todo había sido una ilusión óptica.

Y qué más. No pensaba tranquilizarla. Sabía muy bien lo que iba a pasar, aunque no lo hubiera planeado. No era momento de planear nada, era momento de actuar.

– ¿Has llamado a alguien más? -le preguntó.

Ella meneó la cabeza.

– ¿Lo sabe alguien más?

Volvió a menear la cabeza.

– ¿Cuánto hace que Cabrón veía a Karen?

Laurel lo miraba. No contestó.

– ¿Cuánto? -repitió alzando la voz.

– ¿Había algo entre Karen y tú, Jim? -preguntó ella en voz baja.

Joder, joder. Quería convertir aquello en algo personal.

– Laurel, esto es una investigación policial. Tengo que saberlo. ¿Cuánto hace que se veían?

Laurel se encogió de hombros.

– Dos o tres meses, creo. Esta vez. Pero ya habían estado juntos antes.

– Pedazo de mierda -dijo. Estuvo a punto de golpearla. Se lo merecía, la verdad.

Doe sabía que ella lo sabía. Lo sabía por la forma en que lo miraba. Sabía que se había estado tirando a su hija, y estaba celosa. Joder, no tenía tiempo para esa mierda.

Doe volvió a entrar en la caravana. Se acercó al cuerpo de Cabrón y le dio una patada en el culo, porque sí. Parecía un cuerpo muy pesado para un tipo tan flacucho. Miró a Karen. Tenía la cabeza hecha un estropicio. Aunque antes ya la tenía así, pensó, y tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse. Bueno, cuando una puta engaña a su hombre, pasa lo que pasa. Eso lo sabe todo el mundo.

Doe dejó escapar un suspiro. Hizo un gesto de asentimiento para sí mismo, como diciendo que estaba bien, y se volvió hacia la puerta.

– ¡Laurel! ¡Por Dios! Ven, corre, ¡Karen aún respira! Está viva. Virgen santa, creo que se recuperará.

Laurel entró corriendo y fue derecha a los cuerpos. Doe se había apartado, y se parapetó a la sombra de la pared que separaba la cocina del salón. Laurel corrió hasta su hija, se arrodilló -cosa que sabía hacer muy bien-, y apoyó una mano en la mejilla de Karen.

Pero no encontró lo que esperaba: calidez, color, movimiento. La mejilla ya debía de estar fría, como goma, e incluso en la oscuridad Doe veía los ojos de Karen, muy abiertos, mirando a la nada que viene después de la muerte.

Laurel empezó a girarse.

– Pero… si no está…

No le dio tiempo a decir más: Doe la golpeó con la pistola en la sien y cayó sobre el cadáver de su hija. Su mano quedó sobre un charco de sangre coagulada.

Pero Doe no volvió a golpearla. Normalmente la gente se moría enseguida, o eso había oído decir, pero no es lo que él había visto. A veces tenías que golpear con fuerza a la persona cinco o seis veces antes de que cerrara el jodido pico. No, prefirió aprovechar que estaba aturdida para cogerla por su cuello de pavo, y apretó con fuerza. Clavó los pulgares en su garganta.

Ella se resistió. Lógico, aunque no tanto como Doe esperaba. Era como si se hubiera rendido, como si supiera que era demasiado tarde. Es más, Doe sabía lo que estaría pensando, y por alguna razón le preocupaba. Quería limpiar su nombre.

– Yo no los maté -le dijo mirando a sus ojos desorbitados-. No sé quién ha sido, pero no he sido yo. La única persona a la que voy a matar eres tú.

Apretó más fuerte, tanto que las manos le dolieron, y de alguna forma le gustó el tacto caliente y palpitante de aquella garganta contra sus manos. Por un momento se preguntó si tendría que haber parado, dejar que se levantara, decir que había sido una broma. No había encendido las luces, pero puede que alguien los hubiera visto juntos, que hubiera visto que ella lloraba. Bueno, ¿y qué? Otra madre llorando en el exterior de la caravana de su hija. Pasaba a diario. Nadie se pararía a pensarlo dos veces, se dijo, y bajo las manos notó como si acabara de partir un hueso de pollo.

13

Desiree estaba sentada en su cama, con las piernas cruzadas, vestida solo con las bragas y el top del biquini, con un ejemplar viejo de I Ching en el regazo. Las últimas tres semanas no había dejado de llegar al mismo símbolo una y otra vez. No importaba cómo planteara la pregunta, cómo buscara la respuesta, siempre acababa volviendo al hsieh.

El asesino ético - pic_2.jpg

Se lo dibujó en el dorso de la mano izquierda para tenerlo presente en todo momento. Meditar sobre él. Cuando la tinta se desvaneciera, volvería a dibujarlo. La semana anterior había pasado por delante de un local donde hacían tatuajes en la Federal Highway, y pensó en tatuárselo para tenerlo de forma permanente en la mano, pero no, no tenía sentido buscar la permanencia con un símbolo de cambio.

B. B. se lo vio en la mano y dijo que a él le parecían un montón de líneas. Seguramente tenía razón, pero Desiree sabía que aquel pictograma derivaba de la imagen de dos manos cogidas a los cuernos de un buey. Simbolizaba la transformación, la necesidad de afrontar y solucionar un problema. Era su símbolo. Tenía que solucionar un problema, y el problema era su vida con B. B.

Tenía veinticuatro años, y llevaba tres con B. B.: preparándole la comida, conduciendo su coche, organizando su agenda, reservándole mesa en los restaurantes. Le hacía la compra, llevaba al día sus facturas, abría la puerta en su casa, le mezclaba las bebidas… B. B. la necesitaba, y ella lo sabía y le encantaba. Y le estaba agradecida. Cuando la encontró, estaba perdida. B. B. la ayudó por sus propios motivos, para exorcizar sus propios demonios, pero la ayudó.

Los primeros días, semanas, incluso meses, Desiree había dormido mal, siempre pendiente de la puerta, esperando que una noche B. B. se colara en su cama en la oscuridad y reclamara sus derechos. Puede que no el primer día, porque olía tan mal que hasta ella tenía que respirar por la boca para que no le dieran arcadas… Pero una vez que se aseó y dejó el speed, cuando tuvo ropa nueva… entonces ya era otra cosa. Empezó a reconocer su antiguo rostro en el espejo. La carne creció sobre el hueso, las mejillas se sonrojaron y se llenaron, la nariz se hizo menos afilada, el pelo menos quebradizo. Volvía a ser ella.

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