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– Cierto.

– Aun en el caso de que estés de acuerdo con la experimentación animal, tú, que eres una persona con ética, ¿no crees que tendría que haber algún parámetro para determinar la necesidad de esos experimentos? ¿Que los investigadores tuvieran que demostrar por qué es necesario sacrificar a un mono o un perro por una causa determinada? En estos momentos pueden torturar y masacrar tantos miles como quieran sin que nadie les pida explicaciones.

»Y, como ya sabrás, hay infinidad de pruebas que se hacen con animales y no tienen nada que ver con la salud. Las empresas de cosméticos torturan cada año a millones de animales para ver si su nuevo esmalte de uñas daña más el ojo de un conejo que la versión anterior. Lo lógico es pensar que cuando uno se pone un material corrosivo en los ojos no es bueno, pero ellos tienen que probarlo.

– ¿Por qué? -pregunté yo.

– Quién sabe. Seguro de responsabilidad civil o alguna tontería por el estilo. Lo hacen y punto.

– Vamos -dijo Desiree-. ¿Me estás diciendo que las grandes empresas pagan sabe Dios cuánto para torturar a los animales innecesariamente? No me lo creo.

– ¿En serio? -Una sonrisa extraña apareció en el rostro de Melford-. ¿No lo crees? Lemuel, ¿a qué hora tienes que estar en el punto de recogida? A las diez y media o a las once, ¿verdad?

– Sí -dije lentamente.

– No tienes que ir a ningún otro sitio antes, ¿verdad?

– Bueno, no me importaría ir al cine -comenté.

– Buen intento.

– No sé lo que estás pensando -dije-, pero no me gusta.

– No, no te va a gustar. No te gustará nada.

Debíamos de ir en la dirección correcta, porque Melford pisó el acelerador.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Desiree.

– En realidad pensaba hacer esto dentro de poco, pero ya tengo solucionada la cuestión logística, así que ¿por qué no? -Y le sonrió-. Vamos a visitar un laboratorio de investigación.

28

Melford condujo durante una hora aproximadamente, más allá de Jacksonville, y entonces tomó un desvío y nos llevó a través de un paisaje desolador de restaurantes de comida rápida, bares de topless y casas de empeño. Finalmente, giró de nuevo y seguimos unos quince kilómetros por carreteras arboladas, hasta que se detuvo y aparcó en una modesta zona comercial con una joyería y una tintorería. Nos apeamos del coche y él fue a la parte de atrás y cogió una bolsa negra de la basura llena de ropa deportiva negra.

– A ver si encontráis algo que os vaya bien -dijo-, pero no os lo pongáis todavía, os daría demasiado calor. -Se echó al hombro una bolsa negra de gimnasio y luego cogió unos trapos de una caja de cartón y nos pasó uno a cada uno-. También necesitaréis esto.

Eran pasamontañas.

Yo ya tenía más problemas de los que quería con la ley, y no me apetecía colarme en un centro de experimentación animal, pero sabía que no debía ni mencionarlo ni preguntar si podía esperar en el coche. Estaba metido en aquello y no iba a salir.

Melford abrió su bolsa de gimnasio y nos pasó un bote de loción contra los insectos. Nos la aplicamos y luego echamos a andar entre un grupo bastante tupido de pinos. Aún había luz, pero los mosquitos ya zumbaban a mi alrededor, ligeramente disuadidos por el repelente. La arboleda olía a hojas en descomposición, y de tanto en tanto nos llegaba el olor acre de una zarigüeya muerta.

Desiree no decía nada. Tenía una expresión divertida y decidida. Pero, claro, ¿por qué se iba a preocupar? Ella hacía cosas ilegales todos los días. Una más no podía importarle.

Finalmente, llegamos al límite de la arboleda y Melford alzó la mano, como el comandante del pelotón que ordena a sus hombres que se detengan.

– De momento nos quedaremos aquí -dijo-. Es sábado y no habrá nadie, pero de todos modos esperaremos a que oscurezca. No creo que tarde más de hora y media. Entretanto, os pondré al día sobre lo que he averiguado. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó varias hojas de papel, que desplegó en el suelo. Eran planos del interior de un edificio hechos a mano.

– ¿Qué planeas exactamente? -preguntó Desiree.

– Nada especial -dijo él-: entrar y salir corriendo. Querías saber lo que hacen los activistas que luchan por los animales, ¿no? Pues ahora lo verás. Entraremos, tomaremos fotografías, recogeremos pruebas y saldremos. Eso es todo. Luego pasaré la información a alguien de una organización de derechos de los animales y ellos se encargarán de hacer públicas las imágenes y de crear polémica. Muy elemental, ¿verdad?

– Desde luego. Es pan comido.

Pan comido. Miré el edificio que quedaba más allá del bosquecillo. Entre el límite del bosque y el edificio blanco y chato y sin ventanas había una extensión de unos treinta metros de césped bien cuidado. Alrededor del edificio había una hilera de arbustos, pero esa era la única concesión a la jardinería. Parecía un lugar inofensivo, salvo por aquella tranquilidad amenazadora. En el extremo más alejado, justo antes del parking de proporciones oceánicas, vi una placa de hormigón que se elevaba sobre la hierba con el nombre de la empresa grabado.

Oldham Health Services.

Como las cajas y las tazas de café de la caravana de Karen y Cabrón. Melford había dicho que no sabía qué era. Y estábamos a punto de entrar.

Hasta casi las nueve no estuvo lo bastante oscuro para que pudiéramos movernos. Melford me sonrió.

– No te preocupes -me dijo-. Volveremos a tiempo para que no te despidan.

Los tres estábamos allí sentados, escuchando a las cigarras y las ranitas y los pájaros nocturnos, viendo cómo caía la noche sobre los terrenos mal iluminados de Oldham Health Services.

– Esta gente está tan anticuada… -nos explicó Melford-. En el norte nunca dejarían un laboratorio como este tan desprotegido. Pero los defensores de los animales no son muy conocidos por aquí, por eso se sienten seguros. -Miró alrededor-. Bueno, poneos la ropa.

Desiree empezó a desabrocharse los vaqueros, pero Melford meneó la cabeza.

– Encima de la ropa, cielo. Queremos ser invisibles para poder entrar, pero una vez estemos dentro tenemos que parecer normales. -Miró el top de su biquini-. Aunque mejor luego te dejas puesto el jersey.

Cuando estuvimos vestidos de negro y con los pasamontañas puestos, Melford nos dio la señal y avanzamos hacia el césped como un trío de comandos, con la cabeza gacha, al encuentro con lo desconocido.

Yo ya estaba sudando, pero también sentía la adrenalina. Por un instante comprendí por qué Melford era Melford, entendí la emoción de hacer algo prohibido, de saltarse las barreras, de rechazar lo mundano y lo estable. Y no éramos ladrones movidos por la codicia. Estábamos desafiando a la autoridad por una causa moral. Que creyera o no en esa causa parecía irrelevante. El hecho de estar allí hacía que me sintiera vivo.

El exterior estaba muy mal iluminado; Melford nos hizo seguir por uno de los lados del edificio hasta unos escalones de hormigón que subían a una puerta lateral metálica. Abrió su bolsa y sacó la ganzúa, la que había utilizado en la caravana de Karen, y en un par de minutos la puerta se abrió. Entramos.

Dentro estaba muy oscuro, no había luces ni ventanas. Melford sacó una linterna y nos dijo que nos quitáramos los pasamontañas y la ropa… menos el jersey de Desiree.

– La seguridad es mínima -dijo en un susurro-. Hay algunos guardas, pero casi no hay cámaras. Si aparece algún guarda, dejad que hable yo.

Después de meter la ropa en su bolsa, se la echó al hombro y seguimos avanzando. Estábamos en una especie de almacén… había estantes de metal llenos de cajas, la mayoría con la etiqueta de Suministros Médicos. Había tarros de cristal con líquidos de aspecto peligroso, bolsas de comida para perro, para gato, para conejo, rata y mono. Cada una de estas cosas despedía su propio olor, pero por debajo se percibían olores de hospital, a productos químicos y antiséptico.

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