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Pero la mujer no se lo tragó.

– Enséñeme una identificación.

– Estoy fuera de servicio, no la llevo encima.

– Bueno, si va a buscarla a lo mejor la tendrá lista para cuando lleguen sus compañeros.

– Bien -dijo él-. Vuelvo enseguida. Hasta ahora, chicos.

B. B. se alejó rápidamente en dirección a su habitación. No tendría más remedio que quedarse allí encerrado hasta que la foca se cansara de tomar el sol.

26

Melford conducía en silencio, y yo no le prestaba atención. Básicamente estaba ocupado tratando de convencerme a mí mismo de que mi encuentro fortuito con Bobby no acabaría en desastre. Hasta que no llegamos a Meadowbrook Grove no salí de mi ensimismamiento.

Miré las caravanas, los tramos descuidados de césped, las parcelas vacías.

– Pero ¿tú dónde tienes la cabeza? Lo que tenemos que hacer es alejarnos de aquí, no volver.

– Tu plan suena muy bonito, pero tenemos que descubrir qué está pasando. Y para eso hemos de averiguar a quién pertenecía el tercer cadáver. En mi opinión, nuestra única posibilidad son los vecinos. Así que te vas a poner en modo vendedor otra vez, solo que en vez de vender enciclopedias inútiles, preguntarás por Karen y Cabrón y averiguarás quién pudo ir a visitarlos anoche.

– ¿Les pregunto también si vieron a alguien que era exactamente igual que yo huir de la escena del crimen?

– Relájate, Lemuel, nadie te vio.

– Si es tan relajante, ¿por qué no lo haces tú?

Él meneó la cabeza.

– ¿Yo? Llamo demasiado la atención. Mira mi pelo. Tú has estado antes en esta zona, tú eres el vendedor, es tu territorio.

No habría sabido cómo expresar hasta qué punto no quería hacerlo.

– ¿Y si ese poli pasa por aquí y me ve? ¿Le explico que estoy en mi territorio mientras me apalea?

– Eso no pasará. Estaré alerta. Si algo va mal, te recojo y nos vamos. Estarás totalmente a salvo.

Eché mano de mi argumento más convincente. Al menos para mí lo era.

– No quiero hacerlo.

– Y yo no quiero que nos jodan, Lemuel, pero es probable que eso pase si no tomamos las riendas de la situación. Créeme, esto no me gusta más que a ti, pero ahora Jim Doe va tras tu pista. Y la persona que mandó a la mujer que vimos a la hora de comer también. Tenemos que movernos en lugar de quedarnos sentados tranquilamente esperando que la situación nos atrape.

Sabía que tenía razón. Odiaba tener que admitirlo, pero Melford tenía razón. No había forma de eludir aquello. No podía limitarme a retraerme y pensar que, bueno, a lo mejor las cosas habrían sido diferentes si no hubiera ido a la cárcel acusado de asesinato múltiple. Tenía que hacerlo.

– ¿Y qué le digo a la gente?

– No sé. Pero si eres capaz de convencerlos para que gasten un montón de dinero en unos libros que ni necesitan ni quieren, seguro que puedes sacarles algunos cotilleos.

No le faltaba razón.

– Una cosa más -me dijo-. No pasará, pero pongamos que la cosa se tuerce.

– Mierda.

– Digamos que la cosa se desmadra totalmente -siguió diciendo- y acabas otra vez en manos de Doe.

– Olvídalo. No pienso ir.

– Todo irá bien. Solo quería darte un consejo si se diera la peor de las situaciones posibles. Si acabas con él y estás en peligro, golpéale en las pelotas.

– ¿Crees que le dolerá?

– Confía en mí, listillo. Hace poco sufrió cierto apuro testicular, así que tendrá la zona extrasensible. Dale bien fuerte. Te aseguro que eso lo cambiará todo.

– ¿Y tú cómo sabes eso?

Él sonrió.

– Porque recientemente una amiga se vio en la necesidad de destrozarle las pelotas. Bueno, basta ya de preguntas.

Todo me resultaba demasiado familiar. El acaloramiento, el sudor, la sensación pastosa de la lengua, el estar plantado ante una puerta, a punto de llamar, con aquel espantoso olor a estiércol flotando en el aire. Solo que esta vez no estaba ahí para ganar dinero. Buscaba información… una información que quería el asesino, no yo.

Estaba ante la entrada de una caravana, varias caravanas antes de la de Cabrón y Karen. Ya había pasado por una en la que no contestaron, dos que me cerraron la puerta en las narices con expresión recelosa, y una amenaza velada de un hombre excepcionalmente bajo y obeso que me abrió en boxers y con una camiseta sin mangas. Aquel era mi quinto intento. El día anterior, cuando pasé por allí, la caravana estaba a oscuras, vacía. Ahora se veían luces en la salita, y oía el zumbido del aparato del aire acondicionado en la ventana. Una mujer de unos sesenta años salió a abrir, aunque dejó cerrada la puerta mosquitera, como si aquello pudiera protegerla. Llevaba el pelo teñido del color de la uva amarilla, corto y con una permanente de rizos apretados y tristes. Vestía con un fino pantalón de chándal de color verde mar y una camiseta de la Universidad de Florida en la que aparecía un cocodrilo que saltaba hacia delante.

– Hola. Me gustaría hacerle un par de preguntas sobre una vecina, Karen.

– No quiero comprar nada -me dijo ella.

– No vendo nada, señora -dije, y se me hizo extraño, porque esta vez lo decía de verdad-. Solo quería que me contestara un par de preguntas. No creo que sea un problema, ¿verdad?

– Ya te lo he dicho, no voy a comprarte nada -repitió, y se dispuso a cerrar la puerta.

Una parte de mí se alegró. Podía volver con Melford y decirle que nadie había querido hablar conmigo, y entonces me subiría a su Datsun y saldríamos de Meadowbrook Grove para siempre. Pero estaba la otra parte, la puntillosa, y esa parte sabía que Melford me haría volver a otra zona del parque de caravanas, puede que más cerca de donde Doe tenía su comisaría.

Así que dije:

– Espere. -Se me ocurrió una pequeña mentira. No tenía nada que perder-. Señora, no vendo nada, de verdad. Soy detective privado. -Después de mi conversación con Chris Denton, tenía muy presentes a los detectives privados. Así que, ¿por qué no?

La mujer me miró con gesto más amable.

– ¿En serio? -Sus ojos se abrieron asombrados.

– Sí, señora. -Increíble. Todo aquel cuento de ser positivo funcionaba.

– ¿Como Cannon? -me preguntó.

Yo asentí solemnemente.

– Exacto, como Cannon.

– Hombre, exacto, no. Vamos a tener que engordarte un poco. -Y me abrió la puerta mosquitera.

Se llamaba Vivian. Me invitó a sentarme ante una mesa de juego en la cocina y me trajo una lata de Coca-Cola baja en calorías y galletitas de avena de marca de supermercado que colocó con delicadeza sobre un papel de cocina.

Había fotografías de caniches por todas partes, en las paredes, en los marcos, sobre cualquier superficie. Conté por lo menos doce. No se veía ningún perro, pero la caravana olía a pelo húmedo de perro.

– Oh, esa chica siempre ha sido una guarra -dijo Vivian pensativa-. Como su madre. Unas putas, las dos son unas putas. Y está metida en drogas.

– ¿Qué clase de drogas?

– No lo sé -dijo ella chasqueando la lengua-. No entiendo esas cosas que toma la gente ahora. En mi época solo bebíamos. Lo otro, los porros y esas cosas, eran para los negratas.

– ¿Regatas?

Ella lanzó una risita y agitó una mano como si fuéramos viejos amigos contándonos anécdotas.

– Oh, no me hagas reír.

– ¿Qué me dice del hombre con el que salía? -aventuré. Me gustó cómo sonó aquello, como en la tele, muy profesional-. ¿Le conoce?

– ¿Se refiere a ese Cabrón? Oh, sí. No me gustaba nada. No es una buena persona. El nombre lo dice todo. No me parece un apodo precisamente bonito.

– Es verdad -concedí-. Las buenas personas tienen apodos como Scooter o Chip.

– Tienes razón. He oído que también estaba metido en drogas. Y que las vende.

Y entonces calló. Calló, miró alrededor y tiró de la anilla de metal de su lata.

– Siga -la apremié.

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