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A Cabrón aquella parte le encantaba. Y ahora el desgraciado estaba muerto. Doe no sabía lo que eso significaba. Pero seguro que significaba algo.

18

Cada vez que salíamos a trabajar, acabábamos en un motel cerca de un restaurante de la cadena Waffle House. Tal vez en Florida las leyes obligaban a construir los moteles cerca de un Waffle House. Podía ser. No tenía mucha hambre, pero decidí comer algo, así que cuando salí de la habitación del Jugador fui hacia allí. Seguramente es donde estaría la mayoría de los vendedores del grupo… y con un poco de suerte también Chitra. No había olvidado que le parecía majo.

El Waffle House estaba al otro lado de la rampa de salida de la autopista, y para llegar allí había que cruzar un solar vacío cubierto de tierra seca, hierbas espinosas y montículos ondulados de hormigas rojas. Caminaba despacio, procurando no pisar nada que pudiera picarme, y a mi paso saltaban grillos y ranas del tamaño de la uña de mi pulgar. Había basura procedente de la autopista, montones de cristales de color verde y marrón de botellas de cerveza, y una chabola ruinosa de madera tan larga y ancha como tres retretes portátiles colocados uno al lado del otro. Preferí no acercarme mucho, por si algún indeseable se había instalado allí.

Casi había llegado al Waffle House cuando oí pasos a mi espalda. Ronny Neil y Scott.

Los dos vestían unos Levis 501 más o menos nuevos y camisa.

La de Scott era de un amarillo apagado y desvaído, de algodón, demasiado abrigada para aquel tiempo. La de Ronny Neil era blanca, pero tenía manchas de sudor bajo las axilas. Los dos llevaban corbatas de diseño anticuado que seguro que habían pertenecido a sus padres, aunque la de Ronny Neil, que era muy ancha y corta, quizá fue de su abuelo.

– ¿Adónde vas? -preguntó Scott.

– A desayunar -le dije.

– ¿Es la jodida verdad? -preguntó Ronny Neil.

Yo seguí andando.

– ¿No le has oído o qué? -dijo Scott-. Te está hablando.

– Qué descortesía por mi parte -repuse-. Sí, Ronny Neil, de hecho es la jodida verdad.

– Mucho cuidado con lo que dices -me advirtió Ronny Neil-. Y te diré otra cosa. No eres tan listo como crees.

– Mira, me voy a comer algo -dije, tratando de suavizar un poco las cosas.

– Nosotros también. -Scott me dedicó una sonrisa torcida-. ¿Por qué no nos invitas a desayunar?

– Os podéis invitar vosotros mismos.

– ¿No me digas que eres un judío usurero? -me preguntó Scott-. ¿Es eso? ¿Estás ahorrando hasta el último penique?

– No soy yo el que quiere desayunar gratis.

Ronny Neil me dio un golpe en la parte posterior de la cabeza. Sucedió tan deprisa que si alguien hubiera estado mirando no habría podido asegurar si había pasado realmente. Pero la punzada que sentí no dejaba lugar a dudas. Ronny Neil llevaba un anillo en el dedo y sabía muy bien cómo golpear para hacer daño. El anillo chocó contra mi cráneo con un crac que hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas.

Me puse rígido por la incredulidad y la rabia. No estábamos en el instituto. Se suponía que ese tipo de cosas ya no pasaban. A pesar de las largas y agotadoras jornadas de trabajo, y dejando aparte la cuestión del dinero, vender enciclopedias me encantaba porque era una demostración de que los tiempos del instituto habían pasado. Nadie sabía que había sido gordo y que siempre fui presa fácil de todos. Lo único que veían era al nuevo Lem, en forma, delgado, con facilidad para vender. Pero en aquellos momentos la sensación de impotencia me enfureció tanto que tuve que controlarme para no tirarme contra ellos. Los dos. Una acción inútil y desesperada, sin duda, pero aun así lo habría hecho.

– Tengo una navaja en el bolsillo -me dijo Ronny Neil-. Mi hermano está en la cárcel por robo a mano armada, y tengo otros dos primos que también están en el talego. Uno por robo de vehículos de lujo, y el otro por homicidio involuntario. En realidad fue asesinato, pero le rebajaron la pena. Es lo que pasa cuando cometes tu primer delito, y si te matara ahora, tú serías el mío. Si te crees que me da miedo pasar unos años en la cárcel, ven y ponme a prueba.

– Bueno, ¿creez que ahora puedez invitarnoz a dezayunar? -dijo Scott ceceando.

– Sí -dijo el otro-. ¿Creez que puedez invitarnoz?

Cuando entramos en el Waffle House ya había algunos grupitos de vendedores en los reservados. En determinadas circunstancias -básicamente, las veladas junto a la piscina después de la jornada de trabajo-, los vendedores podíamos ser gregarios, pero en general cada uno se limitaba a su grupo. Los del grupo de Fort Lauderdale se juntaban con los de Fort Lauderdale. Los del de Jacksonville, con Jacksonville. No era así por nada en concreto, ni tampoco era algo que los jefes fomentaran. Pero el caso es que había una competitividad inherente entre grupos, y nadie se acercaba mucho a ninguno que fuera de otro grupo.

Cuando entramos, la gente nos miró y algunos nos saludaron con un gesto, pero no hubo saludos con la mano, no hubo nadie que gritara «Eh, venid a sentaros con nosotros». Lo cual me pareció perfecto. Lo que menos me interesaba era que todos fueran testigos de mi humillación.

Me llevaron hasta uno de los reservados y me obligaron a sentarme. Scott se sentó a mi lado para que no pudiera salir, y Ronny Neil, frente a mí. Enseguida cogió uno de los menús plastificados y se puso a estudiarlo con interés.

– La comida más importante del día -dijo-. Hay mucha gente que no lo sabe.

La camarera, una rubia regordeta que rondaba los treinta, se acercó y empezó a colocar los cubiertos.

– ¿Cómo va esta mañana, cielo? -le preguntó Ronny Neil.

– Bien.

Otro de aquellos intercambios extraeducados y empalagosos. Por alguna razón, aquello me enfureció más que mi casi abducción.

– Solo dos -le dije-. Yo no me quedo.

– Claro que te quedas -dijo Scott.

– No, no me quedo. Levántate y déjame salir.

– No le hagas caso -le dijo Ronny Neil a la camarera-. Me parece que no se acuerda de lo que le ha dicho mi buen amigo el Navaja.

Yo meneé la cabeza.

– Scott, apártate.

– Tú ciéntate y calla -dijo él.

– Ciéntate y calla -repitió Ronny Neil.

Me volví hacia la camarera. Era una apuesta muy arriesgada, pero si me acobardaba no me lo perdonaría en la vida. Eso de echarse atrás se había acabado, al menos de momento.

– Llama a la policía, por favor. -No era lo que más me interesaba, pero no estábamos en Meadowbrook Grove, así que al menos valía la pena mencionar a las fuerzas de la ley.

La chica me miró entrecerrando los ojos.

– ¿Lo dices en serio?

Yo asentí. Ella asintió.

– Oh, vamos -dijo Ronny Neil. Levantó las manos en un gesto universal de buena voluntad-. No hace falta que amenaces. Solo nos estamos divirtiendo un poco.- Y ahora le habló a Scott-: ¡Levanta tu culo gordo! ¿Es que no ves que quiere salir?

Yo me levanté, evitando el contacto ocular con la camarera y con los otros vendedores. No sabía cómo habrían interpretado aquel intercambio, ni quería saberlo. Me volví hacia Ronny Neil.

– No juguéis conmigo -le dije despacio y en voz baja.

A lo mejor, si hubiera sido una película, su rostro se habría ensombrecido. Habría visto que se había excedido y habría hecho una mueca, habría vuelto a sentarse en el reservado. Ese era el mito: los matones son cobardes y si les plantas cara se echan atrás. Pero claro, eso es un cuento chino. Es la mentira que los padres cuentan a sus hijos porque se la cuentan también a sí mismos; es una excusa para evitar la desagradable situación de tener que implicarse, de tener que defender a sus hijos y plantar cara a los padres de los niños matones, que seguramente dan tanto miedo y están tan locos como su progenie.

Ronny Neil se volvió hacia Scott y los dos rieron con disimulo.

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