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– No hace que me sienta mal.

– Te lo está poniendo difícil, ¿verdad? -Y entonces miró a Melford-. ¿Eres un matón?

– No es ningún matón -tercié yo, sin saber muy bien por qué defendía a Melford ante aquella mujer, fuera quien fuese.

– A veces la gente está tan dominada que ni siquiera es consciente de que la avasallan -me dijo, y volvió a mirar a Melford-. Cada persona es libre de decidir lo que come, ¿no te parece?

– No -dijo Melford con voz absolutamente afable. Cuando yo decía «no», me salía un tono brusco, hostil, defensivo. En cambio en sus labios casi sonaba como una invitación-. Llevar prendas que dejen ver la ropa interior es algo en lo que puedes decidir. Como ponerte lápiz de labios, ir al cine o participar en el torneo de minigolf. Pero hacer algo que causa el sufrimiento de otros es una cuestión moral.

La mujer lo miró de una forma que parecía solapada y apreciativa a la vez.

– ¿Sabes? A lo mejor eres más interesante de lo que pensaba. ¿Puedo sentarme con vosotros?

– Será un placer -dijo Melford.

Ella se sentó, ladeó la silla ligeramente hacia Melford y se guardó las gafas de sol en el bolsillo del pecho de su blusa diáfana.

– Soy Desiree.

Cuando se estaban dando la mano, Melford reparó en las líneas que tenía dibujadas en el dorso. Le sostuvo los dedos con suavidad unos momentos, casi como si pensara besarle la mano.

– Hsieh? -preguntó.

Ella asintió, sin molestarse en disimular la sorpresa.

– Eso es.

Él la soltó.

– ¿Te estás planteando una ruptura con el pasado?

Ella trató de parecer indiferente.

– Más o menos.

– Yo también. -Cruzó las manos-. ¿Así que quieres hacerte vegetariana?

– No -contestó ella-. Me gusta lo que como, lo que quiero es saber por qué te preocupa tanto.

– Me preocupa -dijo Melford- porque cuando vemos algo que está mal, tendríamos que tratar de arreglarlo. No es suficiente con condenar en silencio las cosas malas y felicitarnos a nosotros mismos porque no participamos. Creo que nuestra obligación es oponernos a ello activamente.

El rostro de la mujer pareció ensombrecerse. Al principio pensé que Melford la había hecho enfadar, pero entonces me di cuenta de que lo que veía en su cara era tristeza, puede que incluso confusión y duda.

– ¿Y qué tiene que ver todo eso con la ética? Los animales están aquí para nuestro disfrute, ¿no? ¿Por qué no los vamos a usar?

Melford cogió una taza vacía.

– Esto está aquí para nuestro uso, ¿verdad? Ha sido diseñado para hacer nuestra vida más fácil. ¿Y si ahora lo cojo y lo arrojo al otro lado de la habitación? En el mejor de los casos se consideraría un acto poco educado, pero también violento, antisocial, desagradable y derrochista. La taza está aquí para mi disfrute, pero no para que yo haga lo que quiera con ella.

Ella encogió los hombros.

– Suena razonable.

– ¿Pero no lo bastante para que dejes de comer carne? -preguntó Melford.

– No, no tanto.

Se volvió hacia mí.

– Interesante, ¿verdad? Convences a alguien de que lo que dices es lo correcto, te dice que entiende que comer carne animal está mal, pero sigue sin cambiar.

– ¿Ideología? -apunté yo.

– Eso es.

– Bueno, ¿y qué os traéis entre manos? -preguntó Desiree.

– Oh, bueno, ya sabes, esto y aquello.

Ella se inclinó un poco más cerca.

– ¿Podías concretar un poco?

Él se acercó también, y por un momento pareció que se iban a besar.

– ¿Puedes decirme una razón por la que deba concretar?

– Porque -dijo ella- soy una mujer muy, muy curiosa.

– ¿Lo bastante para preguntarte cómo sería dejar de comer carne?

– No tanto.

Melford se echó unos centímetros hacia atrás, estiró el brazo y tocó las líneas oscuras que Desiree llevaba marcadas en la mano.

– Si quieres puedes decirme que, en el conjunto del universo, tus acciones no importan, pero tú sabes que no es así. ¿Durante cuánto tiempo se puede guiñar un ojo al mal porque es lo más fácil y gratificante? Tú vales más que eso.

Ella apartó la mano, pero no con brusquedad. Pareció más bien que sentía vergüenza… o sorpresa.

– No me conoces. No sabes nada de mí.

Melford le dedicó una sonrisa fugaz.

– Puede. Pero tengo un presentimiento.

Por unos momentos ella no dijo nada. Desenvolvió un tubito de palillos, los separó y empezó a juntarlos dándoles toquecitos.

– ¿Te hace feliz tu cruzada por los animales?

Él meneó la cabeza.

– ¿Ayudar al enfermo o al desesperado hace feliz a alguien? ¿Me haría feliz ofrecer consuelo a los leprosos de Sudán? No lo creo. No se trata de ser feliz. Este tipo de cosas nos hacen sentirnos en equilibrio con el mundo que nos rodea, y eso es mucho más importante que la felicidad.

Ella asintió durante unos momentos, ocupada todavía con sus palillos. Y entonces los soltó, como si de pronto le quemaran. Se puso en pie.

– Tengo que irme.

Melford le ofreció la mano. Ella pareció sorprendida, pero se la estrechó.

– ¿Puedes decirme para quién trabajas? ¿Por qué nos seguías?

– No, no puedo. -Aunque eso parecía entristecerla bastante.

– Vale. -Le soltó la mano y ella se volvió para irse, pero Melford no había acabado-. ¿Sabes?, eres demasiado lista para trabajar para ellos. No eres como ellos.

Ella se ruborizó ligeramente.

– Ya lo sé.

– Hsieh -dijo Melford.

Ella se miró la mano y asintió.

21

– ¿Quién era?

– No sé. Alguien que trabaja para ellos. Sean quienes sean.

Yo iba en el asiento del pasajero del Datsun de Melford. Me había comido el lo mein y me había tomado cinco o seis tacitas de té. A mí la pequeña visita de Desiree me había dejado perplejo, pero Melford parecía impertérrito. Se había comido sus budines verdes pinchados en palillos y estuvo hablando un rato sobre un filósofo llamado Althusser y una cosa que se llama «aparato estatal ideológico». Hasta que no estuvimos en el coche no traté de sacar a Desiree en la conversación.

– ¿Y no te preocupa que una desconocida, vestida con transparencias, nos esté siguiendo?

– Las transparencias no carecen de interés. ¿No crees? Me di cuenta de que estudiabas el encaje de su sujetador. A lo mejor estabas pensando en comprarle un regalo a Chitra.

Detestaba esa sensación de que me habían pillado.

– Lo confieso. Me parecía poco amenazadora y muy… -dejé que mi voz se perdiera.

– ¿Sexy?

– Sí -concedí con cautela. No creía que Melford fuera el más indicado para decidir si una mujer era sexy o no-. Aun así, el caso es que alguien nos sigue. ¿Qué vamos a hacer?

– Nada -dijo él-. Ya no nos está siguiendo y dudo que quiera hacernos daño.

– Hay muertos por todas partes. Sé que tú has matado a algunos, pero ¿no es un poco ingenuo suponer que no quiere hacernos daño?

– No puedo hablar por los otros. Estoy seguro de que nos desean todo el daño del mundo, pero Desiree no. Se le ve en los ojos. No quiere hacernos daño, ni siquiera informará de lo que ha visto. Tengo un presentimiento.

– Bien, tienes un presentimiento. Estupendo.

– Mientras no sepamos quiénes son los otros, es lo único que tenemos.

Pensé en decirle lo que sabía, que el Jugador estaba implicado, pero seguramente le parecería raro que no se lo hubiera dicho antes y pensaría que no soy de fiar. Si era necesario, encontraría la forma de llevarlo en aquella dirección, o de descubrir algo que apuntara al Jugador. Entretanto, me sentía más seguro sabiendo que él no lo sabía, incluso si eso significaba ocultarle un secreto importantísimo a un tipo que, de vez en cuando, resolvía sus problemas con una pistola con silenciador.

– Bueno ¿adónde vamos?

– Recordarás que tenemos una misión -dijo Melford-. Hay que averiguar quién es la tercera persona, el tercer cuerpo de la caravana.

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