– Sí, es muy carismático.
– ¿Cuánto hace que le conoces?
– No mucho.
– Espero que más tiempo del que llevas siendo vegetariano.
– Un poco más, sí -dije, tratando de sonar divertido, pero detestándome a mí mismo por decirle aquella medio mentira.
– Es muy atractivo. Pero no acabó de gustarme. Me refiero a que… sí me gustó, pero no me fío de él. No quiero hablar mal de tus amigos ni nada por el estilo, pero si no le conoces muy bien, yo de ti tendría cuidado, porque tuve un presentimiento con él.
– Oh. -Mi «oh» despreocupado.
– Tuve el presentimiento de que él tampoco es bueno. Pero de una forma palpable. No como Todd, que lo mismo acaba en la cárcel que en la universidad local. O como tú, tan interesante y hecho polvo. No es bueno de verdad.
Había tantas cosas que decir, que no supe por dónde empezar. Su prácticamente ex novio podía acabar en la cárcel. ¿Le pregunté por qué? ¿En qué sentido exactamente era yo interesante y hecho polvo? Y por si fuera poco, había calado a Melford. ¿Había tenido una de esas vibraciones del estilo de «Oh, creo que puede haber matado a dos personas»?
– Y con eso de que «no es bueno de verdad», ¿qué quieres decir?
Ella levantó las manos.
– Siento haber dicho nada. No es asunto mío. Estoy preocupada, nada más.
No pude evitar sonreír. Estaba preocupada por mí.
Cogí un sobrecito de azúcar y me puse a tirar ligeramente de los extremos.
– Ya que hablamos con confianza -dije-, hay una cosa que quería comentarte.
– Oh. -Se inclinó hacia delante y sus grandes ojos se volvieron aún más grandes.
Yo le gustaba. Tenía que gustarle. Estaba coqueteando conmigo, ¿no?
– La cuestión es… -empecé a decir. Volví a tirar del azúcar, tan fuerte que podía haberlo roto y entonces el azúcar habría saltado por los aires. Y eso era malo-. La cuestión es que… que me da la impresión de que Ronny Neil está interesado en ti.
– Ronny Neil Cramer -dijo ella pensativa. Se puso una mano bajo el mentón y levantó los ojos con expresión complacida-. Chitra Cramer. Señora de Ronny Neil Cramer. ¿Qué colores crees que tendrían que usar mis damas de honor?
– Me tomas el pelo -comenté.
– ¿De verdad piensas que necesito que me prevengas sobre un tipo como ese?
– No lo sé. Pensé que…, no sé, como no eres americana, y él es el típico americano… Quizá tú no lo veas con la misma claridad que yo.
– Mmm.
– ¿Te he ofendido?
Por un momento Chitra no dijo nada. Luego, una sonrisa descomunal, deslumbrante, el blanco de los dientes contra el intenso rojo de los labios.
– No. Para nada. Solo quería torturarte un poquito.
Cuando volvíamos hacia el motel, Chitra no dejó de lanzarme miraditas y reírse con expresión perversa. Me estaba volviendo loco en todos los sentidos.
– ¿Qué te hace tanta gracia? -pregunté finalmente.
– Me he criado en una familia de hindúes no practicantes. Mis padres no son religiosos y comemos pescado y pollo, pero nunca hemos comido carne roja… por costumbre, supongo. Nunca he comido una hamburguesa.
– Bromeas.
– No, nunca. ¿Crees que debería?
– Bueno, están ricas, pero como nuevo vegetariano no puedo recomendarte que des ese paso.
– ¿Sabes una cosa? -Ahora jugueteaba con un mechón de pelo encima de su oreja derecha. Tenía las orejas inusualmente pequeñas-. Creo que tendríamos que salir a comer hamburguesas.
– Pero es que soy vegetariano. Te olvidas de ese detalle.
– Yo nunca he comido hamburguesas, y tú se supone que no debes comerlas. Eso es lo que lo hace divertido. ¿No te parece que lo prohibido es emocionante?
No supe cómo explicar que en las pasadas veinticuatro horas había probado tantas cosas prohibidas que tenía el cupo cubierto para bastante tiempo.
– Para mí las hamburguesas no están prohibidas. He renunciado a ellas voluntariamente.
– Vaya, me estás desafiando, ¿a que sí? Conseguiré que caigas.
– Tengo mucha fuerza de voluntad.
– Ya lo veremos.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Quiere decir que todo el mundo tiene un punto débil.
– Yo no. Cuando decido una cosa, no hay nada que hacer.
– Oh. ¿Y si me ofrezco a acostarme contigo si te comes una hamburguesa?
Me paré en seco.
Chitra lanzó una risotada, juguetona y extrañamente inocente.
– No estoy proponiéndote que nos acostemos -dijo sin detenerse, así que tuve que correr para alcanzarla-. Solo quería que entendieras mi posición. Crees que tienes una voluntad de hierro, pero eso ya se verá.
– Das por supuesto que quiero acostarme contigo. -No sé por qué dije aquello, pero me sentí descubierto.
– Supongo.
No tenía ninguna respuesta y por un momento caminamos en un silencio tenso aunque amistoso. Decidí que había llegado el momento de cambiar de tema y sacar la otra pregunta que quería hacerle. Tenía que parecer despreocupado, relajado.
– Bueno, ¿y cómo es estar en el equipo del Jugador?
Ella me estudió mientras seguía caminando.
– ¿Por qué? -Su voz sonó extrañamente neutra.
– Por nada en concreto. Solo es una pregunta. Yo trabajo para un tipo majo, pero tú estás con el gran jefe. Quería saber cómo es.
– Oh, supongo que es lo mismo que trabajar con cualquier otro. O a lo mejor es que no llevo aquí el tiempo suficiente para saberlo.
– ¿Siempre es como lo vemos en las reuniones? Ya sabes, tan enérgico.
– A veces.
– ¿Habla alguna vez de su jefe?
Entonces hubo una pausa. Una pausa muy larga. Antinaturalmente larga, como si estuviera tratando de pensar la mejor respuesta.
– ¿Por qué me preguntas eso?
– Soy muy curioso.
– Pues hay cosas mejores por las que sentir curiosidad.
– ¿Como qué?
– Como yo.
Y con eso cortó por completo aquella nueva línea de conversación.
19
Buscar un sitio donde reunirse era la parte difícil, porque el Jugador no quería que lo vieran con Jim Doe en público, y suponía que el sentimiento era mutuo. Eso significaba que la caravana policial y el restaurante quedaban descartados. Así que la mayor parte de las veces se encontraban en la habitación que el Jugador ocupaba en el motel. Doe se había quejado, porque aquello parecía demasiado gay, pero como no se le ocurrió nada mejor, tuvo que aguantarse.
Ahora estaba sentado en la habitación del Jugador bebiendo un café del Dunkin' Donuts con un chorrito de bourbon. Le ayudaba a mantener la cabeza despejada.
El Jugador le miraba con aquel aire de suficiencia: daban ganas de darle con el puño en la cara. Doe veía perfectamente el cariz que estaba tomando la situación. Todo su trabajo se estaba perdiendo en una bruma de avaricia, y encima ahora aquel gilipollas estaba empeñado en averiguar quién le había timado y cómo.
– Sigues caminando de esa forma -dijo el Jugador-. Tendrías que ir al médico.
– Me golpeé con algo cuando estaba moviendo los cuerpos.
– Ya caminabas raro antes de que fuéramos a buscar los cuerpos. Si te duele la pierna o tienes algún problema no tendrías que dejarlo. Que lo mire un médico.
A Doe no le hacía falta aquella mierda.
– No es nada, joder. Ya tengo bastantes problemas para aguantar que me hagas de madre.
– Bueno. Yo solo digo que tendrías que ir al médico. -Hizo una pausa para recuperar el impulso-. He hablado con el chico.
– ¿Sí? ¿Y qué dice?
– Nada. Que iban a comprar y se echaron atrás en el último minuto. Lo que no acabo de entender es por qué le dejaron entrar y lo tuvieron allí sentado tres horas e hicieron ver que tenían hijos.
– Karen tiene hijos -dijo Doe-. O los tenía. De su primer marido. Un listillo que se llama Fred George. ¿Te lo puedes creer? Tiene un nombre compuesto. Trabajaba para el banco y el tipo se creía que era una gran cosa, como si fuera un jugador profesional de rugby o algo así. Se largó con las niñas cuando Karen empezó con el speed.