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Vale, tenía razón, le dije, aquello era una comisaría. Pregunté si podía darme el número de un servicio de taxis.

– Esto no es una guía de teléfonos.

– Por favor, ¿puede decirme cómo conseguir un taxi?

El tipo se encogió de hombros, miró detrás de su mesa, me pasó unas páginas amarillas y luego me señaló un teléfono de pago. Al menos llevaba monedas, y no tuve que oírle decir que aquello no era una máquina de cambio.

Devolví las páginas amarillas y salí fuera a esperar el taxi. Llegó cinco minutos después. Le dije al taxista que me llevara a la estación de autobuses. Esperaba llegar a tiempo para encontrar a Chitra. Me instalé en el asiento de atrás, me recosté contra el cuero roto y cerré los ojos, casi pensando en dormir.

Cuando noté que el coche aminoraba la marcha, abrí los ojos y vi que aún estábamos lejos de la estación. No, estábamos en el arcén cubierto de hierba, un tramo de unos tres o cuatro metros de pata de gallina y maleza que separaba la carretera del canal de algas verdes. Vi el destello rojo y azul de las luces de policía. El coche que venía detrás era azul marino y blanco, y reconocí aquel tramo de carretera. Meadowbrook Grove. Doe se apeó del coche y se acercó.

36

Doe se acercó al taxi lentamente, relamiéndose. Se lo estaba pasando en grande. Durante un momento miró fijamente al taxista.

– ¿Sabe que conducía demasiado rápido?

– No, señor, no es verdad. Estoy en una zona de setenta y circulaba a setenta.

– Iba a setenta y tres.

El taxista se rió.

– Tres kilómetros. ¿Me va a multar por eso?

– Mire -dijo Doe-. Ese es el límite. El límite no es una indicación aproximada, es el límite. La velocidad que no debe superar y que preferiblemente no debe alcanzar.

– Eso no es verdad -dijo el taxista.

– Vaya a los tribunales. -Y le sonrió.

Doe volvió a su coche y escribió la multa. Volvió y se la entregó.

– Le aconsejo que no vuelva a conducir a esa velocidad en este municipio.

El taxista no dijo nada.

– Ah, por cierto, ¿sabía que lleva a un criminal buscado en el asiento de atrás? -Dio unos toquecitos en el cristal con los nudillos-. Eh, amigo. Estás arrestado.

Al menos esta vez no me esposó. Se limitó a hacerme subir a la parte de atrás de su coche. Todo había salido fatal. Yo no dejaba de decirle al taxista que llamara a la policía y él me decía que aquel hombre ya era la policía.

– La policía del condado -dije yo-. Llame a la agente Toms del departamento del sheriff y dígale que este individuo me ha detenido.

– Mira, no sé qué quieres, chico -dijo el taxista cuando Doe se me llevaba.

– Ya se lo he dicho -grité, pero Doe me dejó encerrado en su coche, volvió a cruzar unas palabras con el taxista, y me dio la impresión de que mi mensaje no llegaría a su destino.

Y ahí estaba yo otra vez, en la parte de atrás del coche de Doe, que olía a patatas fritas rancias, Yoo-hoo y sudor, mirando por la ventanilla, observando la maleza de las parcelas vacías. El aire acondicionado casi ni se notaba, y el sudor me caía a chorros por los costados.

Tampoco es que importara gran cosa, seguramente no tardaría en estar muerto. Consideré esta idea con serenidad, aunque quizá «serenidad» no sea la palabra. Resignación, más bien. Consideré las diferentes posibilidades -que Doe me arrestara, me interrogara, me entregara al Jugador, me torturara, me dejara marchar, todas-, pero siempre llegaba a la misma conclusión inevitable: lo más probable es que me matara. Evidentemente, había razones que lo desaconsejaban -que Aimee Toms estaba pendiente de la situación y demás-, pero si Doe me mataba y se deshacía del cuerpo parecería que había huido. Y eso era lo que quería hacer. Mientras no encontraran el cuerpo, Doe estaría a salvo.

Así que no intenté convencerme de que todo iría bien. No lo creía. Es más, me parecía altamente improbable que todo fuera bien. Sin embargo, sentía una especie de calma, como la que debe de experimentar un soldado antes de lanzarse a una batalla desesperada, o un piloto cuando sabe que le han dado y que se estrellará sin remedio. Sí, allí estaba. Y me iba a estrellar.

Doe me llevó a la granja de cerdos. No fue ninguna sorpresa. Aparcó en la parte de atrás, para que nadie viera el coche, y entonces me hizo salir y me empujó hacia el edificio, sin esposar.

Quizá tendría que correr, pensé. Ya le había dejado atrás una vez, y el hombre caminaba con dificultad, con las piernas muy separadas, muy lento. Pero había demasiado espacio abierto y estábamos demasiado lejos para que nadie pudiera verme ni oírme. Sería un blanco fácil para Doe si decidía dispararme. Una persona más lanzada habría tratado de reducirle, pero yo sabía que eso solo podía acabar mal. Así que dejé que me empujara, esperando una oportunidad, rezando para poder escapar o al menos para conservar mi dignidad.

Doe sacó unas llaves y metió una en el candado. Cuando la puerta se abrió, un golpe de calor y hedor nos saltó a la cara. Yo pestañeé, pero Doe no. Él ya estaba acostumbrado, pensé. O le daba igual.

Me empujó y siguió empujándome por los estrechos pasillos que separaban los cubículos. Yo ya había estado allí, claro, pero esta vez, bajo la escasa luz de la granja, oyendo aquellos gruñidos débiles y desesperados, sentí una compasión distinta y más aguda. Quizá me identificaba con los cerdos. Los animales reculaban a nuestro paso, y el lento movimiento de los ventiladores creaba un efecto estroboscópico sobre sus cuerpos.

Hacia la parte central de la nave, en uno de los cubículos había una silla de madera de las que podías encontrar en las viejas escuelas desde los años cincuenta o antes. Yo las había visto en mi instituto: una aberración entre plástico y metal que destacaba como un neardental entre cromañones.

Doe abrió la puerta, me hizo entrar de un empujón y echó de nuevo el cerrojo conmigo dentro. Había algo cómico en aquello. La puerta no tendría ni metro y medio de altura, no me habría costado gran cosa saltarla, pero, claro, es que era para los cerdos. Me pareció una indignidad que Doe no creyera que necesitara más barreras que los cerdos.

– Muy bien -dijo-. Parece que de momento no vas a ningún sitio, así que he pensado que podíamos tener una charla.

– Buena idea -concedí. Mi voz vaciló, pero en aquellas circunstancias me pareció que me hacía el duro bastante bien. Hasta notaba cierto placer, cierta satisfacción, al hacerme el gallito. Ahora entendía por qué la gente hacía esas cosas.

Doe me estudió un momento.

– Lo que seguramente ya sabes es que quiero saber dónde está mi dinero.

– Lo imaginaba -dije yo.

– Lo supongo. Bueno, ¿dónde está?

– No lo sé. -Meneé la cabeza.

– Lo curioso de los cerdos es que se lo comen todo. Y les encanta el sabor de la sangre. Les encanta. Y estos no comen muy bien últimamente, así que estarán hambrientos. Si te ato la pierna a la pata de esa silla y te hago un corte, se tirarán sobre ti como una manada de tiburones. Meterán sus morros en la herida, y la abrirán más y más. Y cuando quieras darte cuenta, la pierna ya no estará. Pero ellos seguirán comiendo. Son como pirañas terrestres. ¿Te has preguntado si notarías cómo los cerdos se te comen las tripas si consigues sobrevivir a lo de la pierna?

– Pues no, no lo había pensado.

– Yo sí, siempre me pregunto cómo sería verlo. Si no recupero mi dinero, a lo mejor tengo esa oportunidad.

Respiré hondo.

– Escuche, no sé qué pasa aquí. Sé que usted y el Jugador tienen algún negocio, y que seguramente Cabrón y el del traje de lino también estaban metidos…

– Pues a mí me parece que sabes bastante.

– Solo sé lo que le he dicho. Mire. Sé que Cabrón está muerto y el tipo de Corrupción en Miami también. En mi opinión, su dinero o se ha perdido o solo puede tenerlo una persona: el Jugador.

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