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– Si crees que tienes que hacerlo… -Su expresión se distendió un poco.

Otto dio un paso hacia ella.

– Eres demasiado… demasiado buena para trabajar para alguien como B. B. Y no me refiero solo a tu trabajo, aunque sé que eres muy competente. Lo que quiero decir es que eres una buena persona.

– Pues no parece que tú tengas ningún problema para tratar con él.

El se rió.

– Soy político, querida mía. Es demasiado tarde para que yo sea bueno. Pero no lo es para ti. Tú eres joven y adorable y tienes talento. ¿Por qué no le dejas?

Desiree no podía contestar a aquella pregunta, y tuvo que reprimir la necesidad física de agacharse. En aquellos momentos no quería preguntas.

– Estoy en deuda con él, ¿de acuerdo? Es todo lo que puedo decirte.

– Lo sé. Pero ¿hasta qué punto lo estás? ¿Estás tan en deuda con él como para ayudarle a hacer las cosas que hace? ¿O para ayudarle con esos chicos?

– Solo es su mentor, Otto. Nadie puede decir nada malo sobre B. B. y sus chicos. Vivo en la misma casa que él, ¿lo recuerdas? Soy su asistenta interina.

– Sí, claro. Es mejor que todos crean que sois amantes. Mira, Desiree, a lo mejor no hace nada con esos chicos, pero sabes igual que yo que quiere hacerlo. ¿Cuánto crees que tardará en ceder a la tentación?

– No quiero escucharte. No te escucharé.

– No quiero presionarte. Solo quería ayudar, lo que pasa es que me entusiasmo demasiado. No hablemos de B. B. Hablemos de ti, querida mía.

– ¿Qué? ¿No irás a pedirme una cita? -preguntó, pero lo dijo con voz juguetona, procurando no sonar amarga o sarcástica.

– No me atrevería a soñar con tener tanta suerte -dijo él-. Había pensado en algo un poco más formal. Sé que dependes de la protección de B. B., quizá sentirías que tienes otras opciones si otra persona te ofreciera su protección.

– ¿Tú?

– Puedo ofrecerte un trabajo en mi oficina. Sé lo que vales, y te prometo que sería un trabajo de categoría. Claro que, en política, no hay trabajos bien pagados, pero sería una buena oportunidad para una joven con talento como tú.

– ¿Qué clase de protección me puedes ofrecer si cada vez que hay elecciones existe el riesgo de que te echen?

Él se rió.

– ¿Quién puede hacerme sombra? Al menos tendrías que pensarlo, cielo.

Ella asintió.

– ¿Por qué no nos sentamos unos minutos en mi coche?

– ¿Seguro que no estás pidiéndome una cita? -preguntó ella otra vez.

– Estoy casi seguro.

Otto la acompañó hasta su inmenso Oldsmobile, pintado de un amarillo sol. Le abrió la puerta del lado del acompañante y ella se sentó en el asiento de cuero. Luego dio la vuelta, ocupó su sitio, metió la llave en el contacto y puso el motor en funcionamiento. Al momento el aire acondicionado se puso en marcha y les llegó el murmullo apagado de la música dance por la radio.

Otto colocó una mano sobre la mano de ella. Quizá la idea era ofrecerle un trabajo, pero no estaba muy seguro de que ella no quisiera darle algo más.

– ¿Te digo lo que estoy pensando?

– Primero deja que te diga una cosa -dijo ella. Y entonces, con la rapidez de una cobra, su mano salió disparada al cuello del hombre y se colocó a horcajadas sobre él, como si estuvieran pegando un polvo. Desiree notaba el bulto bajo los pantalones, cada vez más pequeño. Ahora lo tenía cogido con las dos manos y hacía presión con todo su cuerpo, que no pasaría de los cuarenta y cinco kilos.

Le gustaba el calor de su piel, la sensación de tener su cuello entre las manos, su cuerpo entre los muslos. Era sexy, pero no exactamente sexual. Hacía que se sintiera poderosa, y eso le gustaba.

Desiree sabía muy bien que tenía las manos pequeñas, que no tenía fuerza. La sorpresa y las limitaciones del coche jugaban a su favor, pero Otto podía soltarse si lo intentaba, si realmente lo intentaba. Aun así, la desorientación de Otto le daba unos segundos cruciales de ventaja, y tenía intención de estar muy lejos de allí antes de que el hombre tuviera tiempo de pensar en revolverse.

– Otto, llevamos mucho tiempo haciendo negocios -le dijo-, y ha sido beneficioso para todos, pero si vuelves a hacer algo así, te mataré. Si tratas de humillar a B. B., si haces insinuaciones sobre él o lo utilizas, te mato. Te crees más listo que él, y crees que yo soy maja, y a lo mejor tienes razón. Pero no te olvides de que los dos somos otras cosas. -Le soltó la garganta-. No te conviene tenerlo como enemigo.

Otto tosió y se llevó una mano a la nuez, pero por lo demás se mantuvo tranquilo.

Una pareja de ancianos pasó por el aparcamiento mirando descaradamente a la mujer menuda y blanca que estaba sentada sobre el hombre grande y negro en el coche.

– Tengo que hacer unas llamadas -dijo Desiree. Le dio un beso rápido, un pico, pero directamente sobre los labios secos, y entonces se bajó y abrió la puerta del lado del acompañante. El anciano apartó la mirada, pero la mujer siguió mirándola-. ¿Quiere decirme algo? -le preguntó Desiree, y la mujer apartó sus ojos vacíos y críticos.

Otto aún se estaba recuperando de la sorpresa. Estiró el brazo para cerrar la puerta de su lado pero su mirada se cruzó con la de Desiree y, de todas las respuestas posibles, se limitó a dedicarle otra de sus sonrisas.

– ¿Significa eso que no quieres el trabajo, querida?

– De momento no. -Desiree fue hasta el Mercedes de B. B. y meneó la cabeza lentamente. El caso es que, sí, quizá Otto jugaba y maquinaba, y a su manera quizá era tan malo como B. B., pero tenía sentido del humor, y solo por eso deseó no tener que volver a echarle las manos al cuello nunca más.

6

Allí estaba yo, superviviente de un doble homicidio, en los retretes públicos del Kwick Stop. Cuando me dirigía hacia la tienda me di cuenta de que me estaba meando. Tenía tantas ganas que me sorprendió no haberme meado encima durante el tiroteo. Tuve que hacer un esfuerzo para no correr a un árbol y echar una meada bajo el cielo estrellado. Pero orinar en un retrete público tampoco me pareció buena idea. ¿Y si me cogían? ¿Y si la policía me atrapaba y encontraba pruebas? Pelo, fibras, ese tipo de cosas. Mis conocimientos sobre las técnicas de investigación policial procedían de una mezcla de películas y series, así que en realidad no tenía ni idea de cómo funcionaba aquello.

Cuando entré en la tienda, localicé los aseos enseguida -cuando trabajas vendiendo puerta por puerta aprendes a localizar rápidamente los servicios de las tiendas- y me fui corriendo hacia allí, sin molestarme en fingir serenidad. Normalmente no me gustaba que la gente viera que necesitaba ir al retrete; el que los demás fueran tan conscientes de mis funciones corporales hacía que me sintiera muy incómodo.

Sin embargo, en aquella ocasión no estaba de humor para fingir que tenía intención de comprar, hacer la pantomima de que me interesaba la cecina de ternera y luego frotarme las manos, como diciendo «Oh, creo que tendría que lavarme las manos», para dirigirme seguidamente con paso tranquilo hacia el retrete.

Cuando vi que ya no salía nada y la sensación de presión de mi vejiga había derivado en una fatiga relajada, levanté la vista del orinal. Me subí la cremallera, me lavé y me miré en el espejo buscando rastros de sangre. Nada, no había sangre en mi pelo, ni en mis manos ni en mi ropa. Parecía que todo estaba bien. Me eché agua en la cara otra vez porque pensé que eso es lo que hace uno cuando tiene una crisis. Lavarse la cara. ¿Ayudaba de verdad o no era más que un mito que había hecho circular la industria del jabón? Desde luego, no es que la industria del jabón fuera a hacer una fortuna allí. El dispensador solo contenía unos grumitos viejos, rosados e incrustados. No había nada que se pareciera a una toalla… solo una de esas máquinas con un trapo giratorio donde la porquería de cada usuario queda aplastada o lavada, o simplemente fijada de forma permanente antes de volver a salir por el otro lado. Cogí un poco de papel de váter de un rollo que había colocado sobre el dispensador y me sequé la cara con toquecitos suaves.

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