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Las dos lo veían. El deseo de B. B. empezaba a aflorar y tarde o temprano empezarían a pasar cosas feas bajo aquel techo. Quizá ella podría contenerlo, pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Para siempre? No era probable. Sin embargo, lo que la asustaba no era que B. B. cediera a sus peores instintos y se convirtiera en un monstruo; era que a ella le faltara la fuerza para resistirse. Acabaría convenciéndose a sí misma de que sería peor si ella no estaba, de que le ayudaba a no perjudicar a más niños. Y lo ayudaría, igual que le ayudaba con su negocio. ¿Durante cuánto tiempo podía una persona participar en cosas malas sin volverse mala? ¿O era culpable desde el momento en que aceptó la caridad de B. B…, desde el momento en que eligió quedarse aun sabiendo lo que B. B. era y lo que hacía?

Tenía que salir de allí. Tenía que seguir adelante. Aphrodite le susurraba estas palabras en un mantra tan perpetuo que era como el sonido de su respiración. Incluso el I Ching se lo decía continuamente.

Poco importaba que a B. B. le entrara el pánico sin ella. Poco importaba que ella no tuviera a donde ir. Tenía lo que necesitaba. Había estado ahorrando y contaba con dinero suficiente para vivir durante uno o dos años mientras decidía qué hacer con su vida. Y poseía información sobre las actividades de B. B. No es que quisiera extorsionarlo ni nada por el estilo, pero algo le decía que en cuanto B. B. comprendiera que no pensaba volver, se enfadaría mucho, mucho.

Y cuando un hombre está muy enfadado y tiene a gente como Jim Doe y el Jugador trabajando para él, las cosas pueden ponerse muy feas.

14

La llamada llegó en mitad de la noche. B. B. nunca contestaba al teléfono personalmente, ese no era su trabajo. Pero le gustaba tenerlo cerca de la cama. Era uno de esos teléfonos de oficina con diferentes botones para que pudieras ver qué línea se estaba utilizando. Solo tenían una línea, pero le gustaba la idea de tener varias.

Y le gustaba saber cuándo se utilizaba el teléfono. No porque no se fiara de Desiree. Por supuesto que se fiaba de ella. Se fiaba de ella más que de nadie, pero ¿por qué correr riesgos?

El televisor estaba encendido, pero solo se veía nieve. B. B. echó un vistazo al reloj digital: las 4.32. Una llamada a aquellas horas no presagiaba nada bueno. Se incorporó en la cama y encendió la lámpara de la mesita de noche, que tenía la forma de una jirafa estirando el cuello para llegar a las hojas de los árboles. La pantalla estaba sobre el árbol. B. B. permaneció sentado en silencio, mirando el rosa y el azul del papel rococó de la pared, hasta que llamaron suavemente a la puerta.

– ¿Sí?

La puerta se abrió una rendija.

– Es el Jugador.

– Mierda. -B. B. cogió el teléfono y apretó el botón para recibir la llamada. Siempre tenía el teléfono en una de las líneas falsas, le gustaba eso de apretar un botón cuando aceptaba una llamada. Le hacía sentirse como un ejecutivo. En realidad es lo que era, por mucho que fuera un ejecutivo poco convencional.

– Bueno, ¿cómo va? -le preguntó al Jugador-. ¿Todo bien?

Hubo una pausa. Una de esas que a B. B. no le gustaban.

– No mucho. -La voz sonaba seria-. De lo contrario, no te llamaría a estas horas.

– ¿Y eso qué significa? -Miró a Desiree, que estaba apoyada contra la puerta, con los brazos cruzados, estudiándolo. Iba vestida con un albornoz blanco y, seguramente, no llevaba nada debajo. Muchos hombres la hubieran encontrado muy sexy, con cicatriz o sin ella. Y por un momento el hecho de que pudiera ser sexy le pareció sexy. Pero la sensación pasó.

– Significa que tenemos un serio problema, de los que es posible que yo no pueda solucionar.

B. B. detestaba tener que hablar en clave por teléfono, pero aunque nada hiciera pensar que los federales se habían fijado en su negocio, era mejor actuar como si le estuvieran escuchando, lo que significaba que tenían que hablar dando rodeos. El problema es que, cuando no sabías exactamente de qué hablabas, era de lo más absurdo.

¿Quién necesitaba semejantes quebraderos de cabeza? ¿No se suponía que en aquel negocio no había problemas? En realidad, no, pero al menos se suponía que era fácil. B. B. había heredado la granja de cerdos que había en las afueras de Gainesville del padre de su padre, un viejo de cara colorada, con mechones de pelo blanco que sobresalían de su cabeza como si un enemigo vengativo se los hubiera metido a la fuerza. Era tan terco que parecía una parodia del viejo testarudo, siempre renegando y escupiendo tabaco, rechazando con un manotazo las manos amigas, los abrazos de los nietos, los sándwiches de carne… cualquier cosa que le ofrecieran. Para B. B. las visitas a la granja habían sido un castigo. El viejo le ponía a recoger con una pala los excrementos de los cerdos, a limpiar los pozos de los orines, a arrastrar los cadáveres por las patas.

Si alguna vez se le ocurría quejarse, el abuelo le decía que cerrara el pico y le daba con la mano en la cabeza, o con un saco casi vacío de pienso; una vez le pegó con una anticuada fiambrera de metal. Otras veces, cuando B. B. violaba el código del granjero -una lista de normas que se habían olvidado de incluir en el Almanaque del Poor Richard-, * se lo llevaba al viejo granero para castigarlo. B. B. nunca se aprendió ese código, ni entendió sus normas o parámetros, pero el caso era que unas pocas veces al año su abuelo se acercaba a él con aire especialmente amenazador y sucio. Escupía un pegote de tabaco en su dirección y le decía que había violado el código del granjero y que necesitaba un mentor que le enseñara. B. B. no tenía ni idea de lo que significaba aquella palabra, no sabía lo que era un mentor. Aquel hombre era un monstruo, y cuando tuvo edad suficiente para tomar sus propias decisiones, B. B. se prometió no ver nunca más al viejo.

Y entonces, diez años atrás, el viejo murió. Había llegado a los noventa y siete destilando una ira terrible, y un odio casi divino por los bienhechores, las mujeres, la televisión, los políticos, las modas y por un mundo que era cada vez más joven mientras que él era cada vez más viejo. El padre de B. B. había muerto hacía tiempo en un accidente de moto, borracho, hasta el tope de coca y sin casco, lo que prácticamente era un suicidio. Después de morir su abuelo, B. B. recibió una carta del abogado en la que le decía que había heredado la granja. Llegó en el momento oportuno, porque hasta entonces las cosas no le habían ido muy bien en las diferentes ocupaciones que probó, entre ellas las de vendedor de coches, agente inmobiliario sin licencia, paisajista, guarda de seguridad y una temporada en Las Vegas como jugador de póquer.

Esto último incluyó largos y delirantes maratones, bajo las luces de los casinos, en los que no distinguía si era de día o de noche, si estaba sobrio o borracho, si ganaba o perdía. Ahora recordaba las risas exageradas, los montones de fichas que acumulaba, y recordaba que al día siguiente, misteriosamente, nunca tenía dinero. Pero aquellos no eran los recuerdos más frecuentes. Cuando pensaba en Las Vegas, invariablemente le venía a la cabeza el griego sin camisa al que debía (y seguía debiendo) dieciséis mil dólares y que mandó a un matón que le golpeó tan fuerte con el mango de una escoba que, diez años más tarde, aún le dolían las costillas cuando estornudaba. Pensaba en su bochornosa huida en un autobús, disfrazado de sacerdote de la Iglesia ortodoxa oriental, el único disfraz razonable que pudo conseguir en tan poco tiempo. Era eso o huir disfrazado de pirata o de momia.

No tenía alternativa, así que se hizo cargo de la granja de cerdos. Le permitía pagar las facturas, aunque a duras penas, pero apestaba y le hacía sentir una profunda aversión por aquellos animales, que apestaban y cagaban y pedían comida y bramaban de dolor y desdicha y merecían morir como castigo por estar vivos. Y por la tierra, esa espantosa granja que tanto le recordaba a su abuelo. Solo por él deseaba fervientemente que existiera el infierno. La simple proximidad del granero donde su abuelo le pegaba de pequeño le alteraba tanto el sueño que convenció a tres lugareños barrigones y de antebrazos muy gruesos para que lo echaran abajo por él. Les pagó con cerveza y un cerdo asado.

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* Almanaque con información para campesinos, acompañado de misceláneas, que sale cada año y fue creado por Franklin. (N. del E.)

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