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Tal vez sí había un orden en el universo, pensó. Tal vez había una forma de convertir los pasivos en activos. Y, tal vez, pensó, había una forma de convertir la ira inapropiada de Scott en algo mucho más útil.

Después de la poco satisfactoria reunión con el Jugador, B. B. se fue a un McDonald's a tomar un batido de fresa y empaparse un poco del color local. Le gustaban los McDonald's. Siempre había montones de niños felices comiendo aquella porquería con la que tanto disfrutaban. En su trabajo en la Young Men's Foundation él solo veía a niños que no eran felices. Pero los otros también le gustaban.

Se había llevado un periódico, pero no pudo leer. Se quedó mirando la nada, tratando de evitar la mirada del chico negro de ojos grandes que estaba tras el mostrador y que actuaba como si nunca hubiera visto a un hombre bebiendo un batido de fresa. Pero seguro que no era la primera vez, allí debía de pasar con bastante frecuencia.

Después de casi una hora sin nadie interesante a quien mirar, B. B. volvió al hotel. Tendría que haber estado pensando en el dinero, pero eso era trabajo de Desiree. ¿Dónde estaría? No había sabido nada de ella en todo el día, salvo por aquella llamada apresurada en la que le dijo que el chico parecía inofensivo y limpio y que le seguiría un poco más. No era propio de ella no llamar con más frecuencia.

Cuando iba hacia su habitación desde el aparcamiento, vio que en la puerta había un papel sujeto con celo. Era una hoja de color amarillo y con líneas anchas, arrancada de una libreta. Cuando lo despegó, el celo se llevó un buen trozo de la pintura azul aqua de la puerta.

Sería del Jugador o de Doe, tal vez de Desiree. Pero la letra era torpe e infantil.

Señor, mi padre dice que volverá tarde y mi hermano se ha ido con su tía. ¿Puedo tomar ese helado ahora y hablarle de una cosa que me ha pasado con mi padre? Carl, habitación 232.

Dobló la nota y la sujetó con las dos manos. Y luego la desdobló y volvió a leerla. Sostuvo el papel en una mano, luego en la otra, como si pudiera evaluar su importancia por el peso.

¿Sería una broma? Pero ¿quién podía gastarle una broma así?

¿Y para qué? Por otro lado, ¿cómo sabía el niño el número de su habitación? Quizá había preguntado al indio de recepción. Se suponía que no tenía que dar ese tipo de información, pero sabe Dios la idea que tendrían de la privacidad en un país donde el ganado entraba y salía a sus anchas de las casas. Además, Carl no era más que un crío, y seguramente no pretendía nada malo. Carl, pensó. Carl.

Entró en su habitación y se lavó la cara, se peinó y se puso un poco de loción para después del afeitado. No mucha, a los niños no les gustaba, pero lo bastante para oler a hombre maduro y sofisticado. Eso es lo que a los niños de la edad de Carl les gustaba de un mentor. Les gustaba estar en presencia de un hombre que supiera cómo hablar con un niño.

Y no es que Carl valiera tanto esfuerzo. No había razón para pensarlo. Tenía a Chuck Finn esperándole en casa, y él sí lo valía. Aun así, pasar un rato con Carl podía resultar productivo. Desde luego, al chico le sería de ayuda, y al fin y al cabo ese era su trabajo. Lo hacía por los chavales, aunque también por sí mismo. Le gustaba sentirse útil. Y había otra cosa, algo que tenía en la periferia de su mirada, que quedaba justo fuera del alcance de su oído, un olor demasiado impreciso para identificarlo pero lo bastante intenso para que lo notara. Pero no, aún no había llegado el momento, quizá la semana siguiente, quizá con Chuck, pero no ahora.

B. B. se sentía como si se hubiera manchado el traje en la autopista, así que se sacudió la ropa, salió de la habitación, subió la escalera y fue hacia la parte de atrás, hasta que dio con la puerta. A lo lejos oía la música electrónica procedente de alguna habitación. Aquellos idiotas tendrían que aprender a ponerla más baja. Pero la habitación de Carl estaba en silencio. Las cortinas estaban echadas, pero había una luz encendida, y se oía el zumbido del televisor. Antes de llamar, sacó la nota y volvió a leerla, para asegurarse de que estaba en la habitación correcta y de que no había malinterpretado las intenciones del chico. No, no había error posible. Le había invitado.

Llamó con firmeza pero con suavidad. Al menos eso esperaba. Oyó una voz que le decía que entrara. B. B. probó el picaporte y vio que la puerta no estaba cerrada, así que empujó y abrió.

Sobre la cama había un tractor de juguete amarillo, y supo que estaba en la habitación correcta. Pero allí no había ni rastro de Carl e, inexplicablemente, unas láminas de plástico translúcido cubrían el suelo.

– Hola -llamó.

– Ya salgo -dijo la voz, estridente e infantil.

Por un momento B. B. sonrió. Dio otro paso y miró alrededor. Era como cualquier otra habitación de un motel, pero estaba demasiado ordenada para ser un sitio donde dos niños habían estado solos todo el día. La cama estaba hecha, no se veía ropa por ningún lado, y no había juguetes aparte del tractor. La mayoría de las luces estaban apagadas, y el televisor, donde había puesta una comedia, emitía una luz azulada en aquella penumbra. Se oyeron risas y B. B. se acercó un poco más para ver qué tenía tanta gracia.

Y entonces se dio cuenta. La voz que le había contestado no se parecía a la del niño de la piscina. La voz del niño de la piscina no sonaba tan joven ni tan infantil. De hecho, cuanto más lo pensaba, menos le parecía una voz de niño.

Y entonces oyó que la puerta se cerraba.

B. B. se volvió y vio a uno de aquellos idiotas que trabajaban para el Jugador allí sentado. El gordo. Despedía un olor como a meado. Los ojos de cerdo del chico estaban muy abiertos por la emoción y tenía la boca abierta en una especie de sonrisa, como si le acabara de dar el golpe de gracia a una piñata. En ese instante B. B. supo que aquel idiota era la menor de sus preocupaciones.

Se dio la vuelta y vio al otro, Ronny Neil. Ronny Neil también le miraba con una sonrisa. Y sostenía un bate de béisbol de madera con un montón de muescas que indicaban que se había utilizado para cosas muy distintas del béisbol.

– Jodido pervertido -dijo Ronny Neil.

El bate se levantó muy por encima de su cabeza. B. B. alzó las manos para protegerse, pero sabía que no le serviría de nada.

32

La caminata hasta el Kwick Stop a buen paso me llevó algo más de quince minutos. Estaba seguro de haber visto fuera un cartel que decía abierto las 24 horas. Cuando llegué, compré una linterna, pilas y un café para el camino.

Salí y me senté en el exterior a poner las pilas en la linterna. El café estaba tibio, quemado y demasiado espeso, pero me lo bebí deprisa. A los cinco minutos ya estaba otra vez listo para echar a andar.

La idea de merodear por Meadowbrook Grove de noche no me hacía mucha gracia. Estaría en el territorio de Jim Doe, y si el policía me veía no cabía duda de que tendría problemas. Graves problemas. La clase de problemas de los que no regresas.

De todos modos, ya tenía ese tipo de problemas. ¿No era eso lo que había aprendido de Melford, lo que había aprendido a poner en práctica aquella noche con Ronny Neil? Lo importante no era la cantidad de problemas que tenías, sino cómo tratabas de salir de ellos. No podía quedarme sentado en mi habitación del motel. Seguramente eso era lo que habría hecho una semana antes. Pero ya no.

Me mantuve apartado de la carretera. Trataba de avanzar por los patios traseros, sin preocuparme por los insectos y por los saltos, carreras y deslizamientos que provocaba a mi paso entre las criaturas nocturnas que despertaba o molestaba al pasar. Y tenía que ir con cuidado con las mascotas. Unos ladridos frenéticos habrían llamado demasiado la atención. A raíz de mis incursiones nocturnas con los libros durante las largas horas en que trataba desesperadamente de hacer alguna venta antes de volver a casa, sabía que los perros ladran y que los propietarios no hacen caso. Al menos a las nueve y media de la noche no. Pero casi a las dos de la mañana un ladrido furioso seguramente llamaría bastante más la atención.

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