Empujó una de las puertas, dejó el candado colgado del pestillo y me indicó que pasara.
Yo no quería entrar. Estaba muy oscuro. El edificio no tenía ventanas, y la única luz que había procedía de cuatro o cinco bombillas desnudas que colgaban del techo. Entre las bombillas había ventiladores que giraban lentamente, creando un efecto de lo más desorientador y convirtiendo aquel espacio en una especie de club nocturno de pesadilla. Olía mucho peor que fuera, peor que la laguna, peor que cien lagunas. Era un olor diferente, como a moho y almizcle, más denso y más vivo. Del interior me llegó una ráfaga de aire fresco… bueno, en realidad no era fresco, pero sí comparado con la temperatura abrasadora del exterior. Y estaba aquel ruido…
Era como un coro bajo de gemidos y gruñidos. No tenía ni idea de cuántos cerdos podía haber allí, pero tenían que ser muchos… docenas, cientos. No sé.
Y entonces Melford sacó su linterna de bolsillo y la enfocó hacia delante, igualito que Virgilio en una ilustración de Gustave Doré de El Infierno.
Seguía sin verse bien, pero lo que vi era más que suficiente. Docenas y docenas de pequeñas particiones, desde la entrada hasta el fondo del almacén. En cada espacio cabían cómodamente cuatro o cinco cerdos, pero había quince, seguramente veinte. No estaba del todo seguro porque estaban demasiado apretujados. Observé el cubículo al que Melford enfocaba su linterna. Un cerdo trataba de desplazarse de un extremo al otro y, al hacerlo, creaba un espacio que tenía que ser ocupado por otro cerdo. Era como un cubo de Rubik. Nada podía entrar ni salir, y si uno se movía, tenía que cambiar su espacio por el de otro. El suelo estaba surcado de ranuras para permitir que las heces y la orina pasaran directamente a un sistema de drenaje que las evacuaba a la laguna. Pero las ranuras eran demasiado grandes y los cerdos se enganchaban continuamente las pezuñas. Vi a uno que chillaba al soltarse la pata, y luego chillaba otra vez. Incluso con aquella luz tan débil, se veía claramente la sangre de su pezuña.
Le cogí la linterna a Melford y me acerqué a uno de los cubículos. Los cerdos, que hasta entonces habían permanecido en una especie de trance de laboriosa respiración, se despabilaron y empezaron a chillar. Trataban de retroceder, de apartarse de mí, pero no había ningún sitio adonde ir, así que chillaron y chillaron. No quería asustarlos, pero necesitaba ver.
Lo que me había parecido distinguir a la luz de los flashes esporádicos de los ventiladores estroboscópicos ahora estaba muy claro. Muchos de los cerdos -tal vez la mayoría- tenían excrecencias rojas que sobresalían de su pelo corto. Unos tumores feos, retorcidos y rojos que brotaban con la malévola fuerza de protuberancias deformes. Algunos de aquellos bultos les recorrían el costado o la espalda, y más o menos parecía que los cerdos no hacían caso. Otros los tenían en las patas, o cerca de las pezuñas, y les costaba moverse. Algunos los tenían en la cara, cerca de los ojos, del morro, y no podían cerrar o abrir la boca del todo.
Retrocedí.
– ¿Qué les pasa? -le pregunté a Melford-. Joder. Parece como si estuvieran experimentando con ellos o algo así.
– En cierto modo es verdad -comentó con la calma clínica que casi esperaba de él-. Pero ellos no son el objeto de estudio. Somos nosotros. Ningún animal ha sido concebido para vivir en un espacio tan reducido, excepto, tal vez, los insectos que viven en colonias. Los granjeros los tienen así porque cuanto más apretujados están, más animales pueden tener en un mismo espacio. Se trata de amortizar los costes. Pero los cerdos… y olvidémonos de su sufrimiento y su desdicha: a estas alturas la mayoría ya están locos, pero en un nivel puramente fisiológico, no pueden soportarlo, sus cuerpos no toleran un estrés físico tan grande y eso les hace vulnerables a la enfermedad. Así que los atiborran de medicamentos, no para que estén sanos, sino para que puedan sobrevivir a su encierro y alcancen el peso necesario para el matadero. Y te hablo de cantidades descomunales de antibióticos.
– No lo entiendo. ¿No hay ningún inspector o alguien que diga que están demasiado enfermos para el consumo humano?
– Eso correspondería al Departamento de Agricultura. El mismo departamento que vela para que no consumamos carne de animales enfermos se encarga también de fomentar el consumo de carne autóctona. Y asegurarse de que la carne está sana y los animales reciben un trato humano no interesa, porque cuesta dinero. Si la carne es muy cara, el votante no está contento. Así que, si en la práctica algún inspector trata de detener esta locura, los granjeros, a los que se supone que exigen unas garantías, se quejan y lo siguiente que sabes es que al inspector en cuestión lo han cambiado de departamento o, directamente, lo han echado. Resultado: nadie abre la boca, y los animales enfermos van al matadero, donde con frecuencia los descuartizan cuando aún están vivos; luego les cortan las partes que se ven enfermas y su carne, saturada de antibióticos y hormonas de crecimiento, llega a nuestra mesa.
– ¿Qué me estás diciendo? ¿Que nuestra comida está contaminada y nadie lo sabe excepto tú?
– Lo sabe mucha gente, pero no se preocupan porque les dicen que todo está bien. Pero las estadísticas son abrumadoras. El setenta por ciento de los antibióticos que se fabrican se utilizan con los animales de granja, los destinados al consumo y los productores de leche. La mayoría de la gente va por ahí con bajos niveles de antibióticos en su organismo, con lo que permiten que las bacterias desarrollen cepas resistentes. Incluso si no me importaran los animales, me preocuparía porque tarde o temprano habrá una epidemia que acabará con todos nosotros.
– No me lo creo -dije-. Si realmente fuera tan peligroso, ¿no harían algo?
– Las cosas no funcionan así. El dinero mueve los engranajes. Si hubiera una epidemia y pudiera relacionarse con la ganadería industrial, entonces se haría algo. Pero mientras tanto hay demasiada gente que está sacando tajada. Nuestros senadores y los representantes de las granjas dicen que no hay pruebas de que la ganadería industrial perjudique a nadie. Y mientras, consiguen millones y millones de dólares como contribuciones a sus campañas de estos agronegocios gigantes que destruyen la ganadería familiar para crear estos campos nazis de exterminio de animales.
– No creo que haya para tanto.
– Me sorprendes. Eres como un anuncio viviente de la ideología. ¿Cómo puedes decir que no hay para tanto? Lo estás viendo. Hay para tanto, y para mucho más. Si no eres capaz de convencerte cuando lo ves con tus propios ojos, ¿cómo vas a creer nunca nada que no quieras creer?
No tenía respuesta.
– Mira -siguió diciendo-, incluso si no te preocupa el sufrimiento de los animales, incluso si eres demasiado obtuso para pensar en las consecuencias que puede tener a largo plazo consumir carne enferma para la salud del humano, piensa en esto: es terrible, terrible, que se nos pida que no pensemos en algo tan básico como nuestra supervivencia porque las grandes empresas necesitan mantener sus niveles de producción.
Era un buen razonamiento, y yo no tenía respuesta.
– Salgamos de aquí.
Fuera, a pesar del olor, no podía moverme. Me quedé plantado en el claro, mirando el edificio, aturdido e incrédulo.
– Imagina lo que acabas de ver pero multiplicado por millones. Billones. Te hace cuestionarte muchas cosas, ¿verdad?
– ¿Cuestionarse qué? -pregunté yo. Mi voz sonaba hueca.
– Si en algún caso podría ser ético sacrificar al humano por el animal.
A pesar de lo que acababa de ver, no vacilé.
– No.
– ¿Estás seguro? Deja que te pregunte una cosa. Pongamos que te encuentras con una mujer a la que están violando. La única manera de salvarla es matar a su atacante. ¿Sería correcto matarle?