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No, Pakken no estaba enfermo, era joven, nada más. Su tío, Floyd Pakken, era la mente prodigiosa que había detrás de Meadowbrook Grove. Y a quien se le había ocurrido el nombre, a pesar de que no tenían prado, ni arroyo ni arboledas, * porque sonaba mucho mejor que Parque de Caravanas que Huele a Mierda de Cerdo. Fue idea de Floyd convertir el parque de caravanas en un municipio independiente y bajar el límite de velocidad permitido para hacer que entrara dinero. Y lo hizo. Todos los ciudadanos tenían gas y electricidad gratis, lo cual no era poca cosa durante los sofocantes meses de verano. Tenían el agua y los servicios básicos del teléfono gratis. Celebraban tres o cuatro grandes barbacoas al año, el Carnaval en primavera, una fiesta de Halloween para los niños, y el 4 de Julio con una o dos futuras promesas del country. Eran más felices que los cerdos revolcándose en la mierda que, irónicamente, es el precio que tenían que pagar para tener todo aquello. O, para ser más exactos, el olor de los cerdos revolcándose en la mierda, ya que el municipio también incluía la granja de cerdos de los terrenos próximos de la familia de Doe.

Cada año la oficina del alcalde, que en la práctica estaba formada solo por el alcalde, redactaba un informe donde se detallaban los ingresos por infracciones de tráfico y los gastos por impuestos, servicios y salarios, y el balance siempre quedaba perfectamente nivelado. Como mucho sobraban unos pocos dólares para el ejercicio siguiente. ¿Por qué no? Nadie se fijaba en ese informe, nadie se molestaba en comprobar si todo aquello no eran más que patrañas. Pero lo eran, desde luego.

Floyd había sido muy listo al idear aquel fraude. Doe siempre había sospechado que tenía alguna otra cosa entre manos además de su más que generoso sueldo, del que todos estaban al corriente ya que había hecho tantísimo por la comunidad. Sí, lo sospechaba, y cuando Floyd murió en un accidente de coche, junto con un par de putas cubanas de catorce años, él se convirtió en el candidato perfecto para jefe de policía y alcalde. Cuando llevaba dos semanas en el cargo, después de haber revisado los registros y haber rastreado el destino del dinero, Doe no dejaba de felicitarse por el ingenio de Floyd. Dos meses después, ya se reía de él por pensar a tan pequeña escala. Todos los años Floyd desviaba veinte o treinta mil. Bravo por él. Que Dios bendijera su pequeño corazón. Tres años después, Doe sacaba el triple. Era fácil. Y la cantidad no dejaba de aumentar.

Si jugaba bien, tenía paciencia y no hacía tonterías, Doe podía desviar cien mil en un año. Cuando hubiera reunido un millón, anunciaría que quería retirarse. Se iría a las islas Caimán, donde tenía una cuenta de ciento treinta mil dólares. Se compraría una casa enorme y viviría el resto de sus días tomando daiquiris de fresa y tirándose a turistas. No estaba mal.

Todo iba sobre ruedas. El timo de las multas, el acuerdo con B. B… todo. Hasta ahora. No soportaba aquella espera, no saber si la periodista de Miami aparecería. Por experiencia, Doe sabía que la mayoría no explicaban lo que les había pasado. Era como si estuvieran programadas para eso, como robots o algo así: cuanto peor las tratabas, menos se defendían ellas. Y podías aprovecharlo, como había hecho él con su ex. Pero, sobre todo, se aguantaban porque sabían lo que pasaría si no lo hacían.

¿Cuántas querrían llevar realmente algo así ante un tribunal? Sabían muy bien lo que pasaría.

– Sea sincera. Su señoría, el alcalde Doe, le pareció bastante atractivo, ¿no es así?

– Sí, al principio, pero…

– Y al menos hasta cierto punto le halagó que quisiera practicar el sexo con usted, ¿verdad?

– Sí, me halagó, pero…

– Y, durante sus interacciones, ¿disfrutó en algún momento de la sensación de tener el pene inusualmente grande de él en su boca? Recuerde que está bajo juramento.

– Yo no se lo pedí.

– ¿Disfrutó usted? ¡Responda a la pregunta!

– ¡Sí! ¡Sí! Me avergüenza, pero sí, me gustó.

¿Qué mujer pasaría por algo así voluntariamente? Y sin embargo, Doe tenía un mal presentimiento con aquella periodista. Había conseguido escapar antes de que entraran realmente en materia. Y el hecho de que le hubiera golpeado en las pelotas podía hacer pensar que de verdad no quería hacerlo. Además, era periodista, y nada la haría más feliz que una historia sobre aquellos catetos con la trampa para conductores de su parque de caravanas.

La mañana después del incidente, tras volver a casa y ducharse -doblando el cuerpo para que el agua no le tocara sus partes y manteniendo la cabeza levantada para no tener que mirar aquella cosa hinchada y púrpura tan espantosa- se vistió, aunque los calzoncillos y los pantalones le dieron algunos problemas, volvió a la caravana policial y llamó a la patrulla de carreteras de Florida.

– Soy Jim Doe. Jefe de la policía y alcalde de Meadowbrook Grove.

– Ah, ¿sí? -dijo la voz del otro lado de la línea. Luego se oyó una risita, medio disimulada. Todos conocían Meadowbrook Grove.

– Sí. Mire, esto es un poco embarazoso, pero anoche estaba poniéndole una multa a una mujer…

– Avisaré a la prensa… -dijo aquel gracioso.

– Anoche estaba poniéndole una multa a una mujer -siguió diciendo Doe- y puede que bajara la guardia, no sé. Era joven, y parecía inofensiva y… bueno, digamos que me cogió por sorpresa. Me golpeó con la puerta del coche y huyó antes de que yo pudiera volver a mi vehículo para seguirla. Pero aún tengo su permiso de conducir y la documentación del coche.

– ¿De verdad?

– Sí, de verdad. No sé por qué huyó de aquella forma, si no es que ocultaba algo.

– ¿Y eso lo ha deducido usted solo?

– Y me agredió. Agredió a un oficial de policía.

– ¿Le agredió a usted y a un oficial de policía?

– Oiga. No tengo nada contra usted y estoy seguro de que si le hubiera pasado a un agente de autopistas ya tendrían un helicóptero barriendo la zona.

– A un oficial de autopistas no le habrían dejado fuera de combate.

– Solo estoy tratando de informar sobre una persona peligrosa. La mujer me agredió, quién sabe si no le sacará una pistola a alguno de los suyos. No sé. ¿Me está diciendo que no tendría que haber informado del caso?

El otro dejó escapar un largo suspiro.

– De acuerdo. Deme los datos.

Doe le leyó los datos y colgó. Él dice que la mujer trató de huir. Ella dice que él trató de atacarla. Si es necesario, él reconocerá que, por el motivo que sea, quizá la mujer pensó que él iba a atacarla y se contentaría con que la amonestaran. Pero de momento lo había arreglado para que fuera su palabra contra la de él. Aquello debía de haber hecho su efecto porque, días después, seguía sin saber nada de ella.

Media hora después de la última pregunta.

– ¿Cómo están las joyas de la familia? -preguntó Pakken.

– ¿Por qué no te largas a detener a infractores? -contestó Doe.

– Porque no estoy de servicio.

– No tienes iniciativa.

– Puede, pero estoy «iniciado» -dijo él volviendo el libro para que Doe pudiera ver la palabra que había rodeado con bolígrafo rojo.

– Vete a poner unas multas o vete a casa.

Pakken supuso que Doe quería estar solo, así que refunfuñó un poco y se tomó su tiempo para recoger sus trastos. Diez minutos más tarde salía por la puerta. Doe se levantó y fue renqueando, con las piernas muy separadas, hasta la barra, donde cogió lo que él consideraba su embudo de las fuerzas de la ley para añadir más bourbon a su Yoo-hoo. Volvió a su sitio -ahora que no había nadie no tenía por qué intentar andar como si no pasara nada- y puso los pies sobre la mesa, extendió las piernas y dio espacio para respirar a sus partes heridas.

Sonó el teléfono. Seguramente era Pam otra vez; todos los días le llamaba un par de veces para pincharle por haberse olvidado del cumpleaños de Jenny. Ya se lo había explicado: que no se había olvidado, que estaba ocupado con un caso importante y no había podido ir. Pero no la había convencido.

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* Meadowbrook Grove significa, literalmente, «bosquecillo del arroyo del prado».

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