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Era un pequeño local donde cocinaban carne y marisco cerca del aeropuerto de Fort Lauderdale -lo bastante lejos de Miami para que no se topara casualmente con ningún conocido-, la clientela estaba formada mayoritariamente por viejos y jubilados, así que era imposible que ninguno de los de su grupo social -los no marchitados, los quirúrgicamente no marchitados, los jugadores de golf, los propietarios de descapotables, los portadores de Rolex- fuera visto jamás en semejante antro. B. B. era un firme partidario de los lugares que atraían a viejos y jubilados. Allí a los ojos del camarero eras un príncipe solo por el hecho de no devolver el agua de la bebida porque no estaba a la temperatura correcta.

Frente a él, en la mesa iluminada con una vela, Chuck Finn untaba un palito de pan con una escurridiza porción individual de mantequilla. Durante un par de segundos conseguía dominarla, pero enseguida se le escurría bajo el cuchillo y él trataba de sujetarla con una serie de movimientos torpes. Y cada vez le sonreía a B. B., le enseñaba esos dientes ligeramente torcidos en una complicada muestra de autodesprecio, y volvía a lo suyo. La tercera vez, B. B. tuvo que estirar el brazo para evitar que derramara su vaso de Saint-Estèphe sobre el mantel. Costaba cuarenta y cinco dólares la botella, así que no pensaba dejar que se derramara ni una gota, y menos ahora que el chico había tomado su primer sorbito, seguramente el primero que tomaba en su vida, y había asentido con un gesto de aprecio. Lo normal en una brasería es tomar un buen burdeos. No tiene mayor complicación. La mayoría de los chicos, o puede que todos, daban un sorbito, hacían una mueca, y pedían Coca-Cola. En cambio Chuck entrecerró los ojos con placer y dejó que la punta de su lengua, muy roja, se deslizara sobre el labio superior. Sí, B. B. empezaba a sospechar que tenía en sus manos a un muchacho que no solo deseaba tener un mentor, sino que estaba listo para tener un mentor.

Solo había dado un sorbo, pero el vaso acabó cubierto de grasientas huellas de niño. B. B. lo entendía, eso es lo que pasa cuando eres niño. Los niños hacen esas cosas. Están a punto de tirar el vino. O lo tiran y, a menos que estés deseando atraer la atención sobre ti mismo, no le das importancia, porque no puedes evitar que un niño sea un niño. Esa no es la función de un mentor. El mentor debe llevar al muchacho en la dirección adecuada para que en una fecha futura, cuando llegue el momento, se convierta en un hombre. Ese es el trabajo del mentor.

– Con un poquito de delicadeza, Chuck -dijo B. B. con lo que esperaba que fuera su mejor tono de mentor-. La delicadeza es compostura y la compostura es poder. Mírame a mí. Seguro que de mayor te gustaría ser como yo.

B. B. se señaló a sí mismo mientras hablaba, como si fuera la prueba número 1. Cuando uno se señala a sí mismo, la gente le mira, y a B. B. no le importaba que le miraran. Ese año había cumplido los cincuenta y cinco -ya estaba en el lado de los maduros, aunque seguía estando en su mejor momento-, pero la gente le echaba cuarenta, cuarenta y cinco como mucho. En parte era la fórmula griega, que él había elevado a arte, y en parte era por su estilo de vida. Una hora con las máquinas Nautilus tres veces por semana no era tanto a cambio de la juventud. Y también contaba la ropa.

B. B. se vestía -y no había otra manera de describirlo- al estilo Corrupción en Miami. Antes de que saliera la serie ya pensaba en los trajes de lino y las camisetas, pero en cuanto vio a aquellos dos yendo arriba y abajo con aquella ropa supo que esa era la imagen que él quería dar. Era la imagen ideal para un hombre con poder pero discreto. Y aquella serie por sí sola -bendita sea- estaba haciendo que Miami pasara de ser una necrópolis de jubilados con vetas de pobreza negra o cubana a ser un lugar casi moderno, casi fabuloso, casi glamuroso. El olor a naftalina y a pomada para el dolor de las articulaciones fue reemplazado por el aroma a loción para el sol y el titilante aftershave.

B. B. observó a Chuck, que seguía con la mantequilla. La barrita de pan estaba reluciente, embadurnada y, aunque quizá fuera efecto de la luz, parecía que empezaba a pandearse.

– Creo que ya has puesto bastante mantequilla -dijo con tono de mentor… comprensivo pero firme.

– Me gusta poner mucha -dijo el niño con una alegría ingenua.

– Ya lo veo, pero hay una cosa que se llama disciplina, Chuck. La disciplina te convertirá en un hombre.

– No se lo discuto. -Chuck dejó el cuchillo sobre el mantel, con la porción a medio usar de mantequilla pegada.

– Jovencito, deja el cuchillo de la mantequilla en el plato del pan, que es donde debe estar.

– Buena observación -comentó Chuck, y también dejó en el plato el palito de pan, luego se limpió las manos con la gruesa servilleta de lino que tenía en el regazo y dio otro sorbo de Saint-Estèphe-. Esto está muy bueno. ¿Dónde ha aprendido tanto sobre el vino?

«Trabajando de camarero en Las Vegas, tratando de aguantar hasta que acabara mi turno para poder ir y perder más dinero del que tenía y endeudarme más con un usurero griego musculoso y sin camisa» no habría sido una respuesta muy apropiada, así que B. B. encogió los hombros con expresión de entendido, esperando impresionarle.

Ya había elegido a niños otras veces, niños de su casa de caridad, la Young Men's Foundation. Niños especiales que pensaba que podían comer con él, pasar unas horas en su compañía y madurar con la experiencia. En aquellos chicos, B. B. buscaba serenidad y firmeza, pero también la capacidad de mantener un secreto. Aquellas comidas eran especiales, no eran asunto de nadie. Y solo escogía a los más excepcionales. Pero, en los tres años que hacía que se dedicaba a llevar niños a comer, siempre le había inquietado un pensamiento: elegía a sus acompañantes sobre todo por su capacidad de mantener un secreto, no por su predisposición a tener un mentor.

Y ahora allí estaba Chuck, un niño tranquilo, ligeramente introvertido, cuando no directamente antisocial, lector de novelas malas, redactor de un diario, con un corte de pelo espantoso, que sabía mantener un secreto pero tenía sentido del humor, sabía apreciar de forma intuitiva los buenos vinos, era obediente y maleable pero tenía una picara tendencia a la resistencia. B. B. sintió un hormigueo que se extendía desde el centro de su cuerpo como una supernova en miniatura. Ante él, se atrevió a imaginar, quizá tenía al jovencito al que había estado buscando, su protegido especial, la razón que le había movido a ayudar a todos aquellos niños.

¿Y si Chuck era todo lo que aparentaba? ¿Listo, con inquietudes, con un gran potencial de adaptación? ¿Podría pasar más tiempo con él? ¿Qué diría la inútil de la madre? ¿Qué diría Desiree? No podría hacer nada sin Desiree, y B. B. sabía, no del todo conscientemente, que no lo vería con buenos ojos.

Chuck volvió a concentrarse en el palito de pan. Lo cogió y estaba a punto de darle un bocado cuando B. B. estiró el brazo y lo sujetó con suavidad por la muñeca. Normalmente B. B. no tocaba a los chicos. No quería que ni ellos ni nadie se hicieran una idea equivocada. Aun así, a veces, cuando dos personas están juntas, es inevitable cierto contacto físico. La vida es así. Quizá se rozaban accidentalmente. B. B. le ponía la mano en el hombro con afecto, o le revolvía el pelo, le ponía la mano en la espalda, le daba una palmada en el culo para que se diera prisa. O algo como lo que acababa de hacer.

Chuck estaba a punto de meterse el palito en la boca cuando B. B. le vio las uñas. Mugre negra, compactada en discretos pegotes geológicos, hibernando al amparo de unas uñas que tendrían que haberse cortado hacía semanas. Algunas cosas podían perdonarse, incluirse en la categoría de «los niños son niños» y mirar para otro lado. Pero otras no. Algunas cosas eran demasiado graves para no hacer caso. Si B. B. iba a ser su mentor, tenía que hacer su trabajo.

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