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Siguió sujetándolo por la muñeca, sin mover la mano.

– Quiero que dejes ese bastoncito -le dijo- y vayas a lavarte las manos antes de comer. Restriégate bien esas uñas. Cuando vuelvas quiero verlas bien limpias.

Chuck se miró las uñas, y luego lo miró a él. No tenía padre, y su madre era un tapón de mujer, e impaciente. El hermano mayor estaba en una silla de ruedas por culpa de un accidente de tráfico. La enana impaciente de la madre había estrellado su Chevy Nova contra una palma cana hacía unos años, y B. B. estaba seguro de que la bebida tuvo mucho que ver. Probablemente Chuck dormía en un ruinoso sofá cama con muelles, tan flexible y acogedor como un tenedor doblado. Iba muy mal en la escuela porque no hacía caso a los profesores y durante las clases leía lo que le apetecía. No era el más débil, pero recibía su dosis de golpes, y también repartía.

Chuck tenía mucho orgullo, el orgullo frágil y amargo de un niño desesperado. B. B. lo había visto otras veces, niños desposeídos cuyos rostros enrojecían y enseñaban los dientes como lémures acorralados, tomándola con su mentor porque su orgullo exigía que se revolvieran contra alguien, incluso si ese alguien era la única persona en el mundo que realmente se preocupaba por ellos. B. B. lo entendía, lo esperaba, y sabía cómo manejar la situación.

Sin embargo, nada de eso pasó esta vez.

Chuck se miró las uñas y luego lo miró a él con otra de esas sonrisas de autodesprecio que hacían que B. B. sintiera que se derretía.

– Están muy sucias -concedió-. Iré a lavármelas.

B. B. le soltó la muñeca.

– Eres un buen muchacho -le dijo. Y entonces lo vio alejarse. Tenía buen aspecto, eso no se podía negar. Había hecho un esfuerzo por adecentar sus mejores ropas: un par de chinos verdes y una camisa blanca. Un cinturón de tela y calcetines a juego con los zapatos marrones. Y se había limpiado los zapatos. Todo eso significaba una cosa: quería que fuera su mentor.

Volvió en menos de dos minutos. Se limpió las uñas y volvió. Ni siquiera se había parado a hacer un pis. Se sentó, dio otro sorbo al vino y le hizo un gesto de asentimiento a B. B., como si acabaran de firmar un contrato.

– Gracias por traerme a comer, señor Gunn. Le estoy muy agradecido.

– Es un placer, Chuck. Eres un chico excepcional, y me alegra poder ayudarte.

– Es muy amable. -Chuck le mantuvo la mirada con una seguridad muy adulta.

El hormigueo astronómico volvía a estar ahí, convertido en el acontecimiento cósmico privado de B. B. Era casi como si Chuck estuviera tratando de decirle algo, de hacerle saber que se sentía cómodo con la amistad que había entre ellos. B. B. miró al jovencito, tan delgado, con una cara demasiado redonda, el pelo castaño y revuelto, los ojos marrones extrañamente brillantes. Sí, estaba tratando de decirle algo: que estaba listo para que fuera su mentor, fuera cual fuese la clase de mentor que B. B. quería ser. Había electricidad en el aire.

Chuck se terminó su vino y B. B. le sirvió más. Luego el chico mordió la barrita de pan con fiereza. Las migas saltaron por toda la mesa y el sonido resonó en el restaurante. Chuck miró a su mentor casi con expresión de alarma. Pero vio su sonrisa divertida y dejó escapar una pequeña risa. Los dos rieron. Varios de aquellos zombies jubilados miraron con gesto de desaprobación. B. B. estableció contacto visual con ellos, desafiándolos a que dijeran algo.

Cuando el hombre negro se acercó a la mesa, B. B. pensó que se trataría del director, que iba a quejarse. Quizá alguno de los jubilados les había convencido para que iniciaran una política de no admisión de menores con efecto inmediato. Pero aquel hombre no trabajaba para el restaurante. Fue la oscuridad lo que le impidió reconocerlo enseguida. Era Otto Rose.

Llevaba un traje azul e, incluso con aquella luz tan escasa, B. B. se dio cuenta de que era casi azul eléctrico. El resto del atuendo era conservador y profesional: zapatos con cordones abrillantados, camisa blanca, corbata con un nudo grande y artístico. Otto se acercó a la mesa con esa elegancia imperial que tanto le gustaba exudar. Era como una mezcla de actor y dictador de un país del tercer mundo. Aunque apenas pasaba de los treinta, lo cual ya era bastante irritante, aparentaba poco más de veinte, incluso con la cabeza afeitada. B. B. tenía que ver con impotencia cómo su pelo clareaba más cada año que pasaba, tal vez incluso cada mes, y en cambio Otto se afeitaba la cabeza y le quedaba bien. La calva se veía reluciente a la luz de las velas.

La aparición súbita e inexplicable de Otto Rose era una mala noticia para B. B. Mala noticia porque se suponía que solo Desiree sabía dónde estaba. Mala noticia porque Otto Rose estaba allí plantado, viendo cómo ejercía de mentor, viendo cómo comía con un niño de once años en una brasería cara, con una botella de Saint-Estèphe y dos vasos en la mesa, uno de ellos para un menor. Mala noticia porque, sí, Otto podía ser un colega en el negocio, pero era la clase de colega que a B. B. le habría gustado quitarse de encima. Mala noticia porque no había ninguna razón en el mundo para que Rose fuera a buscarle allí a menos que tuviera una mala noticia.

– Hola, muchacho -le dijo Rose a Chuck. Su pastoso acento antillano brotó cuajado de hospitalidad y humor isleño, como siempre que se hacía el simpático. Puso la mano sobre la botella de burdeos-. ¿Me dejas que te sirva un poco más de vino o ya se ha ocupado de eso el señor Gunn?

Chuck se aferró a su palito, miró a Rose sin acabar de establecer contacto visual, pero no dijo nada. B. B. ya lo esperaba. Hay mucha diversidad en el sur de Florida: cubanos y judíos, blancos, haitianos, antillanos, negros y toda clase de sudamericanos y orientales y sabe Dios qué más. Pero lo cierto es que ninguno de esos grupos quería tener nada que ver con los otros. Los niños blancos no abrían la boca cuando había negros cerca. Los niños negros no abrían la boca cuando había blancos cerca. B. B. lo había visto montones de veces cuando hacía de mentor, y cuando uno quiere hacer de mentor conviene tener claro este tipo de cosas.

Sin embargo, Rose no se amilanó.

– Soy Otto Rose. ¿Cómo te llamas, señorito? -Le ofreció la mano.

Chuck sabía que estaba atrapado y, como no tenía escapatoria, decidió responder.

– Soy Chuck -dijo con voz decidida. El apretón de manos pareció firme, seguro.

– ¿Y el señor Gunn es tu amigo? Está bien tenerlo como amigo.

– Es mi mentor -dijo Chuck-. Ha sido muy amable conmigo.

– Y este es un buen sitio para venir con un mentor -dijo Rose, con un deje de humor que se insinuaba apenas en la voz-. Y cuando uno está con su mentor, no hay como un buen vaso de vino. -Cogió el vaso de Chuck y aspiró su aroma con los ojos cerrados-. ¿Un Saint-Estèphe? -preguntó mientras dejaba el vaso en su sitio.

– Uau. -Los ojos de Chuck se abrieron mucho-. ¿Lo sabe solo por el olor?

– Lo he leído en la botella.

B. B. vio que los jubilados del restaurante los miraban. No les gustaba tener a aquel negro grande y calvo por allí. Los camareros también los miraban, no tardaría en presentarse alguno para preguntar si el caballero deseaba acompañarles en la mesa. Si decía que sí, Rose le fastidiaría sus planes, así que decidió cortar por lo sano.

B. B. se levantó de la silla y se apartó de la mesa con un aire muy a lo Corrupción en Miami. Pues sí, a lo mejor era quince centímetros más bajo que Rose, pero no se le veía poca cosa a su lado. B. B. tenía muy claro quién era, sabía la imagen que daba, sabía que por todo el estado había gente que se habría cagado en los pantalones de haber pensado que B. B. Gunn estaba enfadado. Había llegado el momento de asegurarse de que Otto sabía lo bastante como para cagarse en los pantalones.

– Disculpa un momento -le dijo a Chuck-.Tengo que resolver un asunto de adultos.

– Vale -dijo Chuck. Su voz tenía un dejo triste.

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