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– ¿Por qué piensa eso? -Traté de hablar con voz uniforme.

– Porque has sido víctima de la brutalidad de ese policía y ahora te conformas con olvidarlo. Por lo que he visto, solo la gente que tiene miedo de la ley se conforma con mirar hacia otro lado cuando un policía sobrepasa la línea.

Me encogí de hombros y las mentiras empezaron a afluir. Nunca había sido un santo, pero tampoco era un mentiroso compulsivo. Aun así, mentir se estaba convirtiendo en algo espontáneo.

– Ese hombre me da miedo. Prefiero no volver a verle. No gano nada enfrentándome a él en una contienda legal. Yo lo único que quería era alejarme, y le estoy muy agradecido por su ayuda.

– Y él ¿qué se lleva entre manos?

Hablaba con tono distante. Supe que su cabeza ya estaba en otro sitio, así que no le contesté que lo que se llevaba entre manos eran unos cadáveres y un montón de pasta desaparecida.

– Hace meses que estamos tratando de conseguir una orden de registro para esa granja -me explicó-, pero creo que tiene contactos en los tribunales. Los jueces no dejan de decir que no hay causa probable. Pero estoy segura de que hace mucho más que criar cerdos ahí dentro.

Yo estaba por decir algo estúpido, del estilo de «Yo no sé nada de eso», pero me lo pensé mejor y opté por una estrategia melfordiana.

– ¿Qué cree usted que se trae entre manos?

Ella volvió la cabeza, pero sus ojos eran totalmente invisibles tras las gafas. Su expresión era ilegible.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Solo estaba entablando conversación con la amable oficial de policía que me ha rescatado.

– Un punto para ti -dijo.

– ¿Un punto por qué?

– «Oficial de policía». La mayoría dice «mujer policía», como si fuera Angie Dickinson o algo así.

– La verdadera igualdad solo puede alcanzarse a través de la sensibilización en el lenguaje.

Ella volvió a mirarme.

– Tienes razón.

Nunca había visto un coche alejarse con escepticismo, pero eso es lo que hizo el coche de la agente Toms. La mujer lanzó una última mirada dubitativa y se alejó. Así que allí estaba yo, de vuelta en el motel. Faltaban unos minutos para las dos y no sabía qué hacer conmigo.

Y entonces se me ocurrió una gran idea. Podía dormir. Podía volver a mi habitación, dormir unas horas y levantarme con tiempo para regresar a pie al Kwick Stop y decir que no había conseguido ninguna venta. Eso haría que el tedio del día desapareciera, dormiría un poco y me mantendría alejado de rednecks, policías corruptos y asesinos compasivos. No todos los días tenía una oportunidad como aquella.

Subí las escaleras hasta mi habitación, dominado por la sensación de somnolencia y satisfacción. Me crucé con Lajwati Lal, la mujer de Sameen. Empujaba su carrito de la limpieza por la galería, con rostro impasible, duro, arrugado. Pero me sonrió y me saludó con la mano.

– Buenas tardes, señora Lal -dije yo, sintiéndome un iluminado por saludar amigablemente a una inmigrante que estaba arreglando la cama de un desconocido.

Ella hizo un gesto de asentimiento en mi dirección.

– Espero que no te hayas metido en problemas.

El estómago me dio un vuelco. ¿Qué podía saber ella?

– Problemas -dije con voz ronca.

– Mi marido me contó lo de esos dos chicos tan malos -dijo con una sonrisa compasiva.

Dejé escapar un suspiro.

– Me fue de gran ayuda.

– Oh, sí. Cuando va con ese bate se cree un gran héroe. Pero creo que solo quería una excusa para enseñarles una lección a esos dos.

Le pedí que volviera a darle las gracias en mi nombre. Cuando llegué a mi habitación, conecté el aire acondicionado y me senté en el borde de la cama recién hecha. Aquella quietud, la penumbra de la habitación, con sus cortinas de un naranja rojizo corridas… era demasiado exuberante para describirlo con palabras. Por fin podría dormir.

Me refresqué la cara un poco, me limpié la sangre que aún quedaba, y me alegró comprobar que no tenía el aspecto de alguien a quien acaban de apalear. La zona seguía un poco enrojecida, nada más. Fui hasta la cama y me tendí, totalmente vestido, con los brazos extendidos, listo para dormir. Y me incorporé otra vez. Seguramente era sospechoso de asesinato, no podía permitirme dormir. Si me arrestaban, me juzgaban y me condenaban y tenía que pasarme el resto de mi vida en la cárcel, no me perdonaría jamás haber malgastado aquel tiempo precioso. Un tiempo que podía emplear en… ¿en qué exactamente?

En tratar de averiguar qué demonios estaba pasando, claro. Melford parecía absorto en el misterio del tercer cadáver, pero a mí eso me interesaba menos que a él. Estaba más preocupado por la implicación del Jugador en todo aquello. Claro que yo conocía la implicación del Jugador, y Melford no. Mejor no pensar en Melford, seguramente estaría en la parte de atrás del coche de Jim Doe, con la nariz ensangrentada y las manos esposadas a la espalda.

En cambio yo estaba en el motel y el Jugador no. Se me ocurrió que el hecho de estar allí me brindaba una oportunidad de oro.

Me levanté y salí de mi habitación muy despacio. Pasillo abajo vi el carrito de Lajwati, pero no había rastro de ella. Caminé lentamente por la galería, tratando de no dar una imagen furtiva y me imagino que fracasando estrepitosamente. Cuando llegué hasta el carrito, vi que la suerte estaba de mi lado… o quizá el destino me preparaba algo peor. En un lado del carrito, colgadas de un clavo, estaban las llaves maestras de repuesto, las que Ronny Neil y Scott habían robado una vez para hacer de las suyas. Si cogía una, Lajwati no se daría cuenta, o al menos no sospecharía de mí. Oí el ruido del correr del agua; la puerta de la habitación estaba abierta y, cuando me asomé, lo único que vi fue un pie de Lajwati, con una zapatilla blanca, sobresaliendo del cuarto de baño. Estaba allí, en pleno fregoteo. Con un movimiento desenfadado, cogí una de las llaves y seguí andando.

Caminé hasta el lateral del edificio, donde se encontraba la habitación del Jugador. No había nadie cerca, y dentro las luces estaban apagadas. Para asegurarme, llamé con los nudillos y me escondí en la esquina. Pero la puerta no se abrió. Volví, miré a un lado y a otro y metí la llave en la cerradura.

Funcionó. En parte esperaba que no lo hiciera. Si la llave hubiera fallado, habría tenido una excusa para no seguir con aquello. Pero ahora no me quedaba más remedio que continuar. Contuve la respiración y empujé la puerta.

Y así fue. Acababa de colarme en la habitación de un peligroso criminal. No me imaginaba haciendo aquello veinticuatro horas antes, pero, claro, veinticuatro horas antes era una persona diferente, con una vida diferente.

Miré a mi alrededor. Lajwati ya había limpiado allí, y eso significaba que no tenía que preocuparme porque entrara de improviso. También significaba que no tenía que andar dejándolo todo exactamente donde lo había encontrado. Ella habría movido muchas cosas, así que podía mirar lo que quisiera.

Pero ¿qué buscaba? Una pista que me dijera quién era realmente el Jugador y por qué trataba de ocultar un triple homicidio.

Su bolsa para trajes estaba vacía, pero la registré de todos modos. Nada. Tenía unas cuantas camisas y unos pantalones colgados y un montón de ropa sucia en el suelo del armario. Lo moví con el pie, por si había ocultado algo entre la ropa sucia, pero no encontré nada. Registré los cajones levantando con cuidado camisetas, calzoncillos y calcetines, pero tampoco había nada interesante. No había nada bajo el periódico de la mesita de noche. Nada, solo había un montón de nada.

En el cuarto de baño descubrí que el Jugador utilizaba hojas de afeitar baratas, de usar y tirar, crema de afeitar sin marca y pasta de dientes. Y poco más, salvo que tomaba tres medicamentos con receta que no me sonaban de nada.

Aquello estaba resultando un gran fracaso. Pero entonces lo vi. Dios, estaba tan a la vista que fue un milagro que lo viera. Sobre la mesita de cristal que había al fondo de la habitación, junto al cubo de hielo con una flamante cubierta de plástico. Su agenda.

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