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Decidió contárselo a Staffan en cuanto llegase a casa. Quizás una versión más suave de la verdad, pero, si la oía lanzar un grito inesperado en plena calle, quería que comprendiese el porqué.

Estaba experimentando la cadena de reacciones que sabía habituales en las personas que habían sufrido una agresión. El miedo, pero también la rabia, la sensación de humillación, el dolor. Y la venganza. Ahora que yacía en la cama del hospital, no le habría importado que obligasen a sus dos atacantes a arrodillarse para recibir sendos disparos en la nuca.

Una enfermera entró en la habitación y la ayudó a vestirse. Le dolía el estómago y tenía un buen arañazo en la rodilla. La enfermera le dio un peine y luego un espejo. Birgitta comprobó la palidez de su cara. «Éste es el aspecto que tengo cuando estoy aterrada», concluyó. «No lo olvidaré.»

Se había sentado en el borde de la cama, preparada para regresar al hotel.

– El dolor en el cuello se le pasará, seguramente mañana mismo -pronosticó el doctor.

– Gracias por todo. ¿Cómo puedo ir al hotel?

– La llevará la policía.

En el pasillo había, en efecto, tres policías esperándola. Uno de ellos sostenía entre las manos una aterradora arma automática. Birgitta fue con ellos al ascensor y se acomodó en el coche policial. No sabía dónde se encontraba, ni siquiera sabía el nombre del hospital en el que la habían atendido. Durante un buen rato, creyó atisbar una parte de la Ciudad Prohibida, pero no estaba segura.

Apagaron las sirenas y se alegró de no tener que llegar al hotel con las luces de emergencia. Se bajó del coche delante de la puerta del edificio y el vehículo partió antes de que ella hubiese dado media vuelta. Seguía intrigándola cómo habrían averiguado en qué hotel se alojaba.

Ya en la recepción, explicó que había perdido la llave de la habitación; le dieron otra con tal rapidez, que pensó que seguramente la tendrían preparada. La mujer que había al otro lado del mostrador le sonrió. «Sabe lo que ha pasado», concluyó Birgitta Roslin. «La policía habrá venido para informar del robo y prepararlos…»

Mientras se dirigía al ascensor, pensó que debería estar contenta. En cambio, sentía una inquietud que no se atenuó al entrar en la habitación. Alguien había estado allí, no sólo la limpiadora. Claro que Karin había podido entrar en cualquier momento, para recoger algo o para cambiarse de ropa. Era una posibilidad con la que debía contar. Sin embargo, ¿qué habría podido impedirle a la policía, o a otra persona, efectuar un discreto registro? En China debía de existir una policía secreta, siempre presente, nunca visible.

Fue la bolsa con los juegos lo que delató al visitante desconocido. Descubrió enseguida que la habían dejado en otro lugar. Miró a su alrededor, despacio, para que no se le pasase por alto ningún detalle; pero lo único que habían tocado, sin molestarse en ocultarlo, era la bolsa.

Continuó inspeccionando el cuarto de baño. La bolsa de aseo estaba como ella la dejó por la mañana y tampoco faltaba nada.

Volvió al dormitorio y se sentó en la silla que había junto a la ventana. Entonces vio la maleta abierta. Se levantó y se puso a examinar lo que había dentro, levantando una prenda tras otra. Si alguien la había tocado, había procurado no dejar rastro.

Mas cuando llegó al fondo, se quedó paralizada. En efecto, allí tenía que haber una linterna y una caja de cerillas, dos cosas que llevaba siempre que salía de viaje, desde aquella ocasión, el año antes de casarse con Staffan, en que pasó más de veinticuatro horas sin luz en Madeira, a causa de un corte en el suministro. Salió por la noche a dar un paseo por las escarpadas rocas de las afueras de Funchal cuando, de improviso, se hizo la oscuridad a su alrededor. Le llevó muchas horas encontrar a tientas el camino de vuelta al hotel y, a partir de entonces, siempre metía una linterna y cerillas en la maleta. La caja de cerillas era de un restaurante de Helsingborg y tenía una etiqueta de color verde.

Revisó la ropa, pero no encontró la caja de cerillas. ¿La habría metido en el bolso? A veces lo hacía. Y no siempre recordaba qué había sacado de la maleta y qué no. Pero ¿quién se llevaría una caja de cerillas de una habitación que había registrado en secreto?

Volvió a la silla junto a la ventana. «La última hora que he pasado en el hospital…», evocó pensativa. «Ya entonces me dio la sensación de que, en realidad, no era necesario retenerme allí por más tiempo. ¿Qué resultados esperaban? Tal vez lo hicieron para que me quedase allí hasta que la policía hubiese revisado mi habitación, pero ¿por qué, si yo era la víctima del asalto callejero?»

Oyó unos golpecitos en la puerta y se sobresaltó. Vio por la mirilla que eran unos policías. Abrió, algo nerviosa. Eran otros policías, distintos de los del hospital. Uno de los agentes, una mujer de baja estatura y de su misma edad, se dirigió a ella.

– Sólo queremos asegurarnos de que todo está en orden.

– Gracias.

La policía le indicó con un gesto su deseo de entrar y Birgitta se apartó para cederle paso. Otro de los policías se quedó fuera y el tercero entró también. La mujer la condujo hasta las sillas que había junto a la ventana y dejó sobre la mesa un maletín. Había algo en su conducta que a Birgitta no dejaba de sorprenderla, aunque no sabía explicar la razón.

– Quisiera que examinara unas fotos. Tenemos la información de los testigos y puede que sepamos quiénes cometieron el robo.

– Pero yo no vi nada en absoluto. Un brazo… ¿Cómo podría identificar un brazo?

La policía no la escuchó. Sacó del maletín una serie de fotografías y se las mostró a Birgitta Roslin. Todos los retratados eran hombres jóvenes.

– Puede que haya visto algo que no recordase de inmediato.

Birgitta comprendió que de nada serviría protestar. Echó un vistazo a las fotografías mientras pensaba que tenía ante sí a un montón de jóvenes que, cualquier día, cometerían un delito por el que morirían ejecutados. Ni que decir tiene que no reconoció a ninguno de ellos. Al cabo de un rato, negó con un gesto.

– No los he visto jamás.

– ¿Está segura?

– Sí, estoy segura.

– ¿A ninguno?

– A ninguno.

La policía volvió a guardar las fotos en el maletín. Birgitta Roslin notó que tenía las uñas rotas.

– Atraparemos a sus atacantes -le aseguró la policía antes de marcharse-. ¿Cuánto tiempo se va a quedar todavía en Pekín?

– Cuatro días.

La mujer asintió, se inclinó y salió de la habitación.

«¡Tú ya lo sabías!», se dijo indignada mientras echaba la cadena de seguridad. «¿Por qué me lo preguntas si ya lo sabes? Yo no me dejo engañar tan fácilmente.»

Se acercó a la ventana a contemplar la calle. Vio salir a los policías, que se montaron en un coche y partieron enseguida. Se tumbó en la cama. Seguía sin poder explicarse qué despertó su interés cuando la policía entró en su habitación.

Cerró los ojos y pensó en llamar a casa.

Cuando despertó, ya había oscurecido. El dolor en el cuello iba desapareciendo, pero el ataque se le antojaba más amenazador si cabe, víctima de la extraña sensación de que aún no hubiese ocurrido. Sacó el móvil y llamó a Helsingborg. Staffan no estaba en casa y tampoco respondía al móvil, así que le dejó sendos mensajes, consideró la posibilidad de llamar a sus hijos, pero desistió.

Pensó en su bolso y revisó mentalmente el contenido una vez más. Había perdido sesenta dólares, pero la mayor parte del dinero lo tenía en la caja fuerte de la habitación. De pronto, tuvo un impulso. Se levantó de la cama y abrió la puerta del armario. La caja fuerte estaba cerrada. Marcó el código y comprobó el contenido. No faltaba nada, así que volvió a cerrar. Aún intentaba comprender por qué le había extrañado la actitud de los policías. Se colocó junto a la puerta con la intención de evocar la imagen de cuando habían llegado y entender lo que no alcanzaba a captar, pero todo su esfuerzo fue en vano. Volvió a tumbarse en la cama y repasó mentalmente las fotografías que la policía le había mostrado.

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