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– El tiempo es algo que se nos escapa entre los dedos, por más que intentemos retenerlo; pero ¿y las distancias? Antes de que lográsemos descubrir el instrumento con el que medir nuestros desplazamientos en millas marinas sólo teníamos una medida, lo que llamábamos la estimación, que alcanzaba hasta donde podía divisar un marinero con buena vista, hasta la porción de tierra avistada o hasta el barco más cercano. «¡Cómo mide usted las distancias, señor misionero? «¡Cómo mide usted la distancia entre Dios y las personas a las que quiere convertir?

– La paciencia y el tiempo también son distancias.

– Lo admiro -confesó Dunn-. Aunque me pese. Pues la fe nunca le ha servido a un capitán para orientarse entre escollos y arrecifes. Para nosotros sólo importa el conocimiento. Digamos que son distintos los vientos que hinchan nuestras velas.

– Hermosa imagen -intervino Lodin, que hasta el momento había guardado un atento silencio.

El capitán Dunn se agachó y abrió un cofre de madera que había junto a su hamaca. Sacó de debajo un montón de cartas, algunas bastante gruesas, y, finalmente, el paquete con el dinero y las letras de cambio con que los misioneros podrían pagar a los comerciantes ingleses de Fuzhou.

Le dio a Elgstrand un papel en el que figuraba la suma de dinero.

– Le ruego que lo cuente y apruebe la cantidad.

– ¿Es necesario? No creo que a un capitán de navío se le ocurriese robar del dinero reunido por personas pobres para ayudar a los herejes a ganarse una vida mejor.

– Lo que usted crea o no, tanto da. Para mí lo único importante es que ustedes vean con sus propios ojos que han recibido la cantidad justa.

Elgstrand contó los billetes y, cuando hubo terminado, le firmó a Dunn un recibo que éste guardó en el cofre antes de volver a cerrarlo con llave.

– Es mucho el dinero que se gastan en sus chinos -observó-. Deben de ser muy importantes para ustedes.

– Sí, lo son.

Ya había empezado a anochecer cuando Elgstrand y Lodin pudieron dejar el barco. El capitán Dunn los vio desde la falca subir a la barcaza que los llevaría a casa.

– Adiós -les gritó-. Quién sabe si volveremos a vernos en el río una vez más.

La barcaza empezó a surcar las aguas. Los remeros levantaban y bajaban los remos rítmicamente. Elgstrand miró a Lodin y rompió a reír.

– El capitán Dunn es un hombre curioso. Yo creo que, en el fondo, tiene buen corazón, pese a que da la impresión de ser una persona impertinente y blasfema.

– No creo que sea el único en pensar así -respondió Lodin.

Siguieron en silencio. Por lo general, la barcaza solía navegar cerca de la orilla, pero en esa ocasión los remeros prefirieron avanzar por mitad del río. Lodin dormía. Elgstrand dormitaba. De repente se despertó: varios barcos surgieron de la oscuridad e hicieron chocar sus proas contra el casco. Todo sucedió tan rápido que Elgstrand apenas pudo darse cuenta de lo que estaba sucediendo. «Un accidente», se dijo. ¿Por qué los remeros no se mantenían cerca de la orilla como solían hacer?

Entonces vio que no era un accidente. Unos hombres enmascarados abordaban su barco. Lodin, que se acababa de despertar e intentaba levantarse, recibió un fuerte golpe en la cabeza y se desvaneció. Los remeros no intentaron defender a Elgstrand ni tampoco huir con la barcaza. Elgstrand comprendió que se trataba de un ataque bien planeado.

– ¡En el nombre de Jesús! -gritó-. Somos misioneros, no queremos causar ningún mal.

De repente, uno de los enmascarados se le colocó delante. Llevaba en la mano un objeto que parecía un hacha o un martillo. Sus miradas se cruzaron.

– Perdonad nuestras vidas -suplicó Elgstrand.

El hombre se quitó la máscara, A pesar de la oscuridad, Elgstrand supo enseguida que era San. Éste alzó el hacha con rostro inexpresivo y la dejó caer sobre su cabeza, en el centro, entonces San arrojó el cuerpo del misionero por la borda y vio cómo se lo llevaba la corriente. Uno de sus hombres se disponía a degollar a Lodin cuando San alzó la mano para impedírselo.

– Déjalo vivir. Quiero que alguien quede vivo para contarlo.

San se llevó el maletín con el dinero y saltó a otro de los botes. Lo mismo hicieron los remeros que habían llevado a Elgstrand y a Lodin, que se quedó solo e inconsciente a bordo de la barcaza.

El río fluía despacio. No quedaba ni rastro de los bandidos.

Al día siguiente hallaron el bote con el cuerpo aún inconsciente de Lodin. El cónsul británico de Fuzhou se hizo cargo de él y lo alojó en su residencia mientras se recuperaba. Cuando Lodin superó lo peor del trance, el cónsul le preguntó si había reconocido a alguno de los atacantes. Lodin respondió que no. Todo había ocurrido tan rápido, los hombres iban enmascarados, no tenía ni idea de lo que habría sido de Elgstrand.

El cónsul se preguntaba por qué razón le habrían perdonado la vida a Lodin. Los piratas chinos de los ríos no solían perdonarle la vida a ninguna de sus víctimas, pero en esa ocasión habían hecho una misteriosa excepción.

El cónsul se puso enseguida en contacto con las autoridades de la ciudad y protestó por lo sucedido. El mandarín decidió intervenir. Sus pesquisas lo llevaron a un pueblo al noroeste del río. Puesto que los bandidos no estaban, el mandarín castigó a sus familiares: los colgó a todos sin juicio e incendió el pueblo entero.

Las consecuencias del suceso resultaron terribles para el trabajo de evangelización. Lodin cayó en una profunda depresión y no se atrevía a abandonar el consulado británico. Le llevó mucho tiempo recobrar la salud y poder regresar a Suecia, donde los responsables de la misión adoptaron la difícil decisión de, por el momento, no enviar más misioneros. Todos sabían que lo que le había sucedido al hermano Elgstrand formaba parte del martirio, que constituía una posibilidad y un riesgo para los misioneros que trabajaban en zonas peligrosas. Si Lodin se hubiese recuperado totalmente como para poder trabajar, las cosas habrían sido distintas; pero un hombre que no hacía más que llorar y que no se atrevía a salir a la calle no era, desde luego, una piedra sobre la que asentar la continuación de los trabajos misioneros.

Así pues, la misión se cerró. Y a los diecinueve chinos convertidos les recomendaron que se dirigiesen a la misión alemana o la americana, que también trabajaban cerca del río Min.

Y los informes de Elgstrand sobre la misión, que ya no interesaban a nadie, quedaron archivados.

Unos años después de que Lodin llegase a Suecia, un chino muy bien vestido llegó a Cantón en compañía de sus sirvientes. Era San, que regresaba a la ciudad tras haber llevado una vida discreta en Wuhan.

Por el camino, se detuvo en Fuzhou. Mientras sus criados esperaban en una fonda, San se dirigió al lugar junto al río en que estaban enterrados su hermano y Qi. Encendió incienso y estuvo largo rato sentado en la hermosa colina. Habló con los muertos en voz baja sobre la vida que por entonces llevaba. No obtuvo respuesta alguna, pero estaba seguro de que ellos lo habían escuchado.

En Cantón alquiló una pequeña casa a las afueras de la ciudad, lejos de los barrios extranjeros y de aquellos en que vivían los chinos normales y pobres. Llevaba una existencia sencilla y apartada. Cuando alguien preguntaba a sus sirvientes quién era su amo, éstos respondían que vivía de sus rentas y que dedicaba su tiempo al estudio. San saludaba siempre respetuosamente, pero se abstenía de mezclarse demasiado con los demás.

En su casa brillaba siempre la luz de los candiles hasta muy tarde. San seguía escribiendo sobre lo que le había sucedido desde el día en que sus padres se quitaron la vida. No omitía ningún detalle. No necesitaba invertir sus días en trabajar, puesto que lo que contenía el maletín de Elgstrand era más que suficiente para la vida que llevaba.

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