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Elgstrand y Lodin sintieron tanto alegría como temor mientras bajaban a tierra en Cantón. El caos del gentío, los aromas tan extraños y su incapacidad para comprender el dialecto tan especial que se hablaba en la ciudad los llenó de inseguridad. No obstante, los esperaba alguien, pues vivía en la ciudad un misionero sueco llamado Tomas Hamberg, que trabajaba para una sociedad alemana de publicaciones religiosas que se dedicaba a difundir traducciones de la Biblia al chino. Hamberg les dio una cálida acogida y los alojó en el edificio del barrio alemán donde tenía su casa y su despacho. San los acompañaba como el siervo silencioso en que había decidido convertirse. Él dirigía a las personas contratadas para llevar el equipaje, lavaba la ropa de los misioneros, los atendía a cualquier hora del día. Al mismo tiempo que guardaba silencio, siempre algo apartado de ellos, escuchaba cuanto se decía. Hamberg hablaba chino mejor que Elgstrand y Lodin, y, con el fin de que mejorasen su pronunciación, el hombre solía hablar con ellos en esa lengua extranjera, extranjera para los tres. Detrás de una puerta entreabierta, San escuchó cómo Hamberg le preguntaba a Lodin por las circunstancias en que lo habían conocido. Lo que más lo sorprendió y lo llenó de amargura fue oír que Hamberg prevenía a Lodin de que no se fiase demasiado de un sirviente chino.

Era la primera vez que San oía a un misionero decir algo negativo de un chino. En cualquier caso, resolvió que ni Elgstrand ni Lodin llegarían a adoptar el punto de vista de Hamberg. Ellos eran diferentes.

Después de varias semanas de intensos preparativos abandonaron Cantón y prosiguieron por la costa, y, finalmente por el río Min Jiang, hacia Fuzhou, la ciudad de la Pagoda Blanca. Gracias a la intervención de Hamberg recibieron una carta de presentación para el mandarín de la ciudad, que se había mostrado benévolo con los misioneros cristianos. San vio con asombro cómo Elgstrand y Lodin se arrojaban al suelo sin dudar y daban con la frente en el suelo para saludar al mandarín. Éste les había permitido difundir su fe en la ciudad; y, tras varias pesquisas, encontraron un inmueble que se adaptaba a sus fines, una explanada rodeada de gran número de casas.

El día que se mudaron, Elgstrand y Lodin se arrodillaron y bendijeron el lugar sobre el que construirían su futuro. San también se arrodilló, pero no pronunció la bendición, sino que pensó que aún no había encontrado un lugar adecuado para enterrar el pie de Guo Si.

Le llevó varios meses, hasta que dio con un sitio junto al río en el que el sol de la tarde ardía sobre los árboles y, muy despacio, iba transformando la tierra en una sombra. San visitó el lugar varias veces y, allí sentado con la espalda apoyada contra una roca, sentía una paz inmensa. El río fluía dulcemente pendiente abajo, e incluso en aquella época otoñal crecían flores en las hundidas orillas.

Allí podría sentarse a conversar con sus hermanos. Allí ellos podrían sentir cercana su presencia. Allí podrían estar juntos. En aquel lugar se desdibujaría la frontera entre los vivos y los muertos.

Un día, muy temprano por la mañana, cuando nadie lo veía, se encaminó al río, cavó un hoyo bien profundo en la tierra y enterró en él el pie de su hermano y el pulgar de Liu. Volvió a cubrirlo de tierra y puso mucho cuidado en borrar cualquier rastro. Finalmente, sacó una piedra que se había traído de su largo viaje a través de los desiertos americanos y la colocó encima de donde había enterrado los huesos.

San pensó que debería rezar alguna de las oraciones que le habían enseñado los misioneros, pero puesto que Wu, que en cierto modo también estaba allí, no había conocido al dios al que iban dirigidas las oraciones, no dijo más que sus nombres. Les puso alas a sus espíritus y los dejó partir volando.

Elgstrand y Lodin desplegaron una energía sorprendente. San sentía cada vez más respeto por su capacidad inquebrantable de suprimir todos los obstáculos y de convencer a la gente de que les ayudase a construir la ciudad misionera. Claro que tenían dinero. Era una condición indispensable para realizar el trabajo. Elgstrand había acordado con una naviera inglesa, cuyos barcos solían atracar en Fuzhou, que se encargase de los envíos de dinero desde Suecia. A San le sorprendía que en ningún momento les preocupase que pudieran entrar ladrones que no dudarían en acabar con sus vidas por quedarse con lo que poseían. Elgstrand guardaba el dinero y las cosas de valor bajo la almohada de la cama cuando dormía. Si él o Lodin no se encontraban allí, San era el responsable.

En una ocasión, San contó en secreto el dinero que guardaban en un pequeño maletín de piel. Se quedó perplejo al comprobar la enorme suma. Por un instante tuvo la tentación de llevarse el dinero y marcharse de allí. Podría llegar a Pekín y vivir de las rentas como un hombre rico.

La tentación desapareció tan pronto como pensó en Guo Si y en los cuidados que los misioneros le habían dispensado durante sus últimos días.

Él, por su parte, llevaba una vida con la que ni había soñado. Tenía una habitación con una cama, ropa limpia y no le faltaba comida. Del peldaño más ínfimo había pasado a ser responsable de los distintos sirvientes que había en la casa. Era estricto y enérgico, pero nunca les imponía un castigo físico si alguno se equivocaba.

Pocas semanas después de llegar, Elgstrand y Lodin abrieron las puertas de su casa e invitaron a entrar a cuantos sintieran curiosidad por oír lo que los extranjeros blancos tuviesen que revelarles. La explanada central se llenó hasta el punto de que no quedó un hueco libre. San, que se mantenía apartado, escuchaba cómo Elgstrand, con sus limitados recursos lingüísticos, les hablaba de aquel dios extraordinario que había enviado a su hijo para que lo crucificasen. Mientras tanto, Lodin iba pasando entre los asistentes estampas en color.

Cuando Elgstrand guardó silencio, todos se apresuraron a abandonar el lugar; pero al día siguiente ocurrió lo mismo y la gente volvió o acudió acompañando a quien repetía. Toda la ciudad empezó a hablar de los extraños hombres blancos que se habían instalado a vivir entre ellos. Lo más difícil de entender para los chinos era que Elgstrand y Lodin no se dedicasen a los negocios. No vendían mercancías ni querían comprar nada. Simplemente hablaban en su limitado chino sobre un dios que trataba a todos los seres humanos como si fuesen iguales.

Durante aquella primera época, los esfuerzos de los misioneros no conocieron límites. Sobre la puerta de acceso al patio habían colgado ya un tablero que, en chino, decía templo del dios verdadero. Parecía que los dos hombres no dormían nunca, siempre estaban trabajando. A veces, San los oía decir en chino la expresión «humillante idolatría», algo que había que combatir. Se preguntaba cómo se atrevían a creer que conseguirían que los chinos abandonasen ideas y creencias que habían pervivido a lo largo de muchas generaciones. ¿Cómo podría un dios que permitía que crucificasen a su hijo ofrecer a un chino consuelo espiritual o fuerza para vivir?

San tuvo mucho trabajo desde el día en que llegaron a la ciudad. Cuando Elgstrand y Lodin encontraron la casa que se adaptaba a sus objetivos y le pagaron al propietario lo que pedía, San recibió el encargo de buscar personal de servicio. Puesto que eran muchos los que acudían allí a buscar trabajo, lo único que tenía que hacer San era valorar al aspirante, preguntarle cuáles eran sus méritos y utilizar su sentido común para juzgar quién era el más adecuado.

Una mañana, semanas después de que se hubiesen instalado, cuando San realizaba la primera de sus tareas, que consistía en retirar la tranca y abrir el pesado portón de madera, apareció ante él una joven. Con la vista clavada en el suelo, le dijo que se llamaba Luo Qi. Procedía de un pequeño pueblo más arriba del río Mi, en las proximidades de Shuikou. Sus padres eran pobres y ella dejó el pueblo el día que su padre decidió venderla como concubina a un hombre de Nanchang que tenía setenta años. Le rogó a su padre que no lo hiciera, puesto que corría el rumor de que varias de las anteriores concubinas de aquel hombre habían muerto apaleadas una vez que él se había cansado de ellas. Su padre se negó a cambiar de idea y ella huyó del pueblo. Un misionero alemán que había llegado navegando por el río hasta Gou Sihan le contó que había una misión en Fuzhou donde ofrecían compasión cristiana a quien la necesitaba.

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