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¿Querrían San y Guo Si ayudarles a los señores a mejorar sus escasos conocimientos de la lengua china? Algo sabían, pero estaban dispuestos a trabajar con tesón durante la travesía a fin de estar bien preparados cuando bajasen a tierra en la costa china.

San reflexionó un instante. No veía razón alguna para renunciar al pago que los dos hombres rubios estaban dispuestos a hacerle por el servicio, pues eso les facilitaría el regreso a su país.

Antes de responder hizo una reverencia.

– Será un placer para Guo Si y para mí ayudar a estos señores a penetrar los secretos de la lengua china.

Empezaron a trabajar al día siguiente. Elgstrand y Lodin querían invitar a San y a Guo Si a su sección del barco, pero San rechazó la oferta. Prefería quedarse en la proa.

San se convirtió en el maestro de los misioneros, mientras que Guo Si se dedicaba más bien a escucharlos.

Los dos misioneros suecos trataban a los hermanos como si fuesen sus iguales. A San le llevó mucho tiempo vencer la suspicacia que le inspiraba su amabilidad, pero al final se disiparon sus dudas. Lo llenaba de asombro el hecho de que no hubiesen emprendido aquel viaje para encontrar un trabajo ni porque los hubiesen obligado a huir. Lo hacían movidos por un sentimiento auténtico y por su voluntad de salvar almas de la perdición eterna. Elgstrand y Lodin estaban dispuestos a sacrificar sus vidas por su fe. Elgstrand procedía de una sencilla familia de agricultores, en tanto que el padre de Lodin era sacerdote en una zona despoblada. Ambos le mostraron en un mapa cuál era su lugar de nacimiento; hablaban sin tapujos, sin ocultar su modesto origen.

Cuando San vio el mapa del mundo, comprendió que el viaje que habían hecho él y Guo Si era el más largo que un ser humano podía realizar sin volver sobre sus propios pasos.

Elgstrand y Lodin eran aplicados. Estudiaban mucho y aprendieron rápido. Cuando llegaron al golfo de Vizcaya, ya habían establecido un horario según el cual tenían clase por la mañana y a última hora de la tarde. San empezó a hacerles preguntas sobre su fe y su dios. Quería entender lo que no había logrado explicarle su madre. Ella sabía algo del dios cristiano, pero les rezaba a otras fuerzas invisibles y sobrenaturales. ¿Cómo podía alguien estar dispuesto a sacrificar su vida para que otras personas creyesen en su dios?

Por lo general, era Elgstrand el que respondía. Lo más importante de su mensaje consistía en que todos los hombres eran pecadores, pero que podían salvarse y, después de la muerte, llegar al paraíso.

San pensaba en el odio que alimentaba contra Zi, contra Wang -que por suerte estaba muerto- y contra J.A., al que odiaba más que a ninguno. Elgstrand aseguraba que, según el dios cristiano, el peor delito que podía cometerse era matar a un semejante.

San se indignó. El sentido común le decía que Elgstrand y Lodin estaban equivocados. Hablaban sin cesar de lo que aguardaba después de la muerte, nunca de cómo podía cambiar un ser humano mientras se estaba vivo.

Elgstrand volvía a menudo sobre la idea de que todos los seres humanos eran iguales ante Dios, todos eran pobres pecadores; pero San no alcanzaba a comprender que él, Zi y J.A. fuesen recibidos con las mismas condiciones el día del juicio.

Sus dudas eran muchas, pero al mismo tiempo lo llenaban de admiración la amabilidad y la paciencia al parecer infinita que los dos jóvenes suecos mostraban con él y con Guo Si. Asimismo, se dio cuenta de que su hermano charlaba a menudo a solas con Lodin y que parecía aceptar gozoso lo que le decía. De ahí que San nunca entrase a discutir con Guo Si sobre lo que pensaba del dios blanco.

Elgstrand y Lodin compartían sus alimentos con San y Guo Si. San ignoraba qué había de cierto en lo que contaban de su dios, pero no cabía duda de que aquellos dos hombres vivían conforme a lo que predicaban.

Después de treinta y dos días de travesía, el Nellie atracó para repostar en el puerto de Ciudad del Cabo, al pie del monte Tafel, antes de proseguir rumbo al sur. El día que iban a bordear el cabo de Godahopp los sorprendió una terrible tormenta con viento del sur. Durante cuatro días, el Nellie se enfrentó a las olas con las velas desgarradas. San estaba aterrado ante la idea de que se hundiesen y, según pudo comprobar, también la tripulación tenía miedo. Los únicos a bordo que mostraban una calma absoluta eran Elgstrand y Lodin. O, al menos, ocultaban bien su temor.

Si San estaba asustado, Guo Si era presa del pánico. Lodin se quedó con él mientras las grandes masas de agua se estrellaban contra el barco amenazando con partir el casco en mil pedazos. Permaneció junto a Guo Si durante toda la tempestad. Cuando pasó, Guo Si se arrodilló y dijo que quería declarar su fe en el dios que los hombres blancos iban a revelar entre sus hermanos chinos.

La admiración de San por los misioneros crecía sin cesar, pues habían soportado la tormenta con una calma inexplicable. Sin embargo, él no era capaz, como Guo Si, de arrodillarse y rogarle a un dios que aún le resultaba demasiado misterioso y evasivo.

Bordearon la costa del cabo de Godahopp y navegaron con viento favorable por el océano Índico. El tiempo empezaba a ser más cálido, más fácil de soportar. San seguía ejerciendo de maestro mientras Guo Si se retiraba a diario con Lodin a mantener sus conversaciones y confidencias.

No obstante, San ignoraba qué les depararía el mañana. Un día, Guo Si enfermó de pronto. Despertó a San por la noche y le dijo en un susurro que había empezado a vomitar sangre. Guo Si estaba lívido y temblaba de frío. San le pidió a uno de los vigilantes que estaba de guardia que fuese a buscar a los misioneros. El hombre, que era americano, hijo de madre negra y padre blanco, observó a Guo Si.

– ¿Estás diciéndome que vaya a despertar a uno de los señores porque un siervo chino está sangrando?

El marinero frunció el ceño. ¿Cómo podía un culi chino permitirse el lujo de dirigirse a un tripulante de ese modo? Pese a todo, sabía que los misioneros pasaban mucho tiempo con San y con Guo Si.

De modo que fue a buscar a Elgstrand y a Lodin. Se llevaron a Guo Si a su camarote y lo tumbaron en una de las camas. Lodin parecía poseer más conocimientos de medicina. Trató a Guo Si con distintos medicamentos. San observaba acuclillado contra una de las paredes del estrecho camarote. La luz vacilante del farol proyectaba juegos de sombras en las paredes. El barco cabalgaba despacio sobre las olas.

El fin se precipitó de súbito. Guo Si murió al amanecer. Antes de que exhalara el último suspiro, Elgstrand y Lodin le prometieron que iría con Dios si confesaba sus pecados y su fe. Ambos le tomaron las manos y rezaron con él. San estaba solo en un rincón del camarote. No había nada que él pudiese hacer. Su otro hermano lo abandonaba. En cualquier caso, no pudo por menos de admitir que los misioneros le transmitían a Guo Si una paz y una confianza que nunca había experimentado antes.

A San le costó comprender las últimas palabras que le dijo Guo Si, pero intuyó que lo que quería transmitirle era que no tenía miedo a morir.

– Ya me voy -le dijo Guo Si-. Marcharé sobre las aguas, como el hombre llamado Jesús. Voy camino de un mundo mejor, donde me espera Wu. Y tú también llegarás allí un día.

Cuando Guo Si murió, San se quedó con la cabeza entre las rodillas y se tapó los oídos con las manos. Elgstrand intentó hablar con él, pero San negó con la cabeza, sin decir nada. Nadie podía ayudarle a superar la desolación y la impotencia que sentía.

Regresó a su sitio en la proa del barco. Dos tripulantes cosieron un retal de una lona vieja e hicieron un saco para Guo Si en el que metieron varios eslabones de hierro oxidado como contrapeso.

Elgstrand le dijo a San que el capitán iba a oficiar el entierro dos horas más tarde.

– Quiero estar a solas con mi hermano -declaró San-. No me gustaría que estuviera aquí, sin nadie, hasta que lo arrojen al mar.

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