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«Para nosotros nada es gratis», se dijo San. «Ni siquiera la nieve cae de forma justa.»

Vio que Guo Si estaba muy cansado y que a veces no tenía fuerzas ni para levantar la pala; pero San lo tenía decidido. Hasta que el hombre blanco volviese a celebrar su Año Nuevo se mantendrían con vida.

En el mes de marzo llegaron los primeros hombres negros al asentamiento del ferrocarril establecido en el barranco. Levantaron sus tiendas en la misma orilla que los chinos. Ninguno de los hermanos había visto nunca a un hombre negro. Vestían harapos y San tampoco había visto a nadie pasar tanto frío como ellos. Muchos murieron durante las primeras semanas en el barranco y junto a las vías. Estaban tan débiles que se desplomaban de pronto en la oscuridad y volvían a encontrarlos mucho después, cuando la nieve empezaba a derretirse en primavera. Los negros recibían un trato aún peor que los chinos y cuando los llamaban niggers, sonaba mucho más despectivo que cuando decían chinks. Incluso Xu, que por lo general siempre andaba predicando la mesura a la hora de referirse a los demás trabajadores del ferrocarril, mostraba abiertamente su desprecio por los negros.

– Los blancos los llaman ángeles caídos -explicaba Xu-. Los niggers son animales sin alma a los que nadie echa de menos cuando mueren. En lugar de cerebro tienen muñones de carne putrefacta.

Guo Si empezó a escupirles cuando coincidían dos equipos de trabajo. A San le afectaba muchísimo ver que había gente a la que trataban aún peor que a él mismo. Y reprendió duramente a su hermano para que dejase de hacerlo.

La inusual intensidad del frío se posó como una plancha de hierro sobre el barranco y el terraplén. Una noche en que, sentados muy cerca de una de las hogueras que a duras penas mitigaban el frío, comían de sus cuencos, Xu les comunicó que al día siguiente los trasladarían a otro campamento y a un nuevo lugar de trabajo situado junto a una nueva montaña que tendrían que empezar a dinamitar y excavar hasta perforarla. Por la mañana, todos deberían recoger sus mantas y sus cuencos, así como sus palillos, antes de abandonar la tienda.

Partieron muy temprano. San no recordaba haber sufrido un frío más acerado en toda su vida. Le dijo a Guo Si que caminase delante de él, pues quería asegurarse de que su hermano no caía a tierra sin poder levantarse. Siguieron la línea del terraplén, llegaron hasta donde acababan los raíles y después, varias centenas de metros más allá, hasta el fin del terraplén mismo. Xu los espoleaba. La vacilante luz de los candiles zarandeaba la oscuridad. San sabía que se encontraban muy cerca de la montaña que los blancos llamaban Sierra Nevada. Allí empezarían a cavar agujeros y túneles para que el ferrocarril pudiese continuar su curso.

Xu se detuvo ante la cresta más alta de la montaña. Allí se veían tiendas ya montadas y hogueras. Los hombres, que habían caminado sin parar desde el barranco, se desplomaron en el suelo junto a las cálidas llamas. San cayó de rodillas y acercó al fuego sus manos heladas envueltas en jirones de tela. En ese instante oyó una voz a su espalda. Se dio la vuelta y vio a un hombre blanco con el cabello por los hombros y una bufanda enrollada alrededor de la cara, de modo que parecía un bandido enmascarado. Llevaba un rifle en la mano. Iba cubierto con unas pieles y de su sombrero, que estaba forrado de pelo, colgaba la cola de un zorro. Su mirada le recordó a San la que Zi le dirigió a él en su día.

De repente, el hombre blanco alzó el rifle y lanzó un disparo al aire de la noche. Cuantos se calentaban cerca de las hogueras se encogieron de miedo.

– ¡En pie! -gritó Xu-. Descubríos la cabeza.

San lo miró inquisitivo. ¿Debían quitarse los gorros que habían rellenado de hierba y de jirones de tela?

– ¡Fuera! -volvió a gritar Xu, que parecía temer al hombre del rifle-. ¡Fuera gorros!

San se quitó el suyo y le hizo a Guo Si una señal para que lo imitase. El hombre del rifle se deshizo de la bufanda. Lucía bajo la nariz un espeso bigote, y pese a que se encontraba a varios metros de distancia, San percibió el olor a alcohol y se puso en guardia enseguida. Los blancos que olían a alcohol eran siempre más imprevisibles que cuando estaban sobrios.

El hombre empezó a hablar con voz chillona. Sonaba casi como una mujer iracunda. Xu se esforzaba por traducir lo que decía el hombre.

– Os habéis quitado los gorros para escuchar mejor -dijo Xu.

Hablaba casi con la misma voz estentórea con la que se dirigía a ellos el hombre del rifle.

– Vuestros oídos están tan llenos de mugre que, de lo contrario, no oiríais nada -prosiguió Xu-. Mi nombre es J.A., pero vosotros sólo me llamaréis boss. Cuando me dirija a vosotros, os quitaréis el gorro. Responderéis a mis preguntas, pero jamás formularéis ninguna. ¿Entendido?

San murmuraba asustado como los demás. Era evidente que al hombre que tenían delante no le gustaban los chinos.

Aquel hombre llamado J.A. siguió gritando.

– Tenéis ante vosotros una pared de piedra. Deberéis dividir la montaña en dos mitades, practicar una abertura de una anchura suficiente como para que pase por ella el ferrocarril. Habéis sido elegidos porque habéis demostrado vuestra capacidad para trabajar duro. Aquí no valen ni los malditos negros ni los borrachos de los irlandeses. Esta montaña es adecuada para los chinos. Por eso os encontráis aquí. Y yo, por mi parte, estoy aquí para asegurarme de que cumplís con vuestro deber. Aquel que no emplee todas sus fuerzas, el que demuestre ser un vago, tendrá ocasión de maldecir el día en que nació. ¿Lo habéis entendido? Quiero que respondáis, todos y cada uno de vosotros. Después podréis volver a poneros los gorros. Brown os dará los picos. La luna llena lo vuelve loco y entonces come chinos crudos; pero por lo general es manso como un cordero.

Todos respondieron, todos con el mismo susurro.

Había empezado a amanecer cuando, con los picos en las manos, se hallaban ya ante la montaña que se alzaba ante ellos casi en vertical. Sus bocas exhalaban nubes de vaho. J.A. le dejó su rifle a Brown un momento, tomó un pico y marcó dos señales en la parte inferior de la montaña. San calculó que la anchura de la abertura que tenían que practicar era de cerca de ocho metros.

No se veían por ninguna parte bloques de piedra ni montones de gravilla arrancados de la roca. La montaña opondría una gran resistencia. Cada lasca de roca que arrancasen les costaría un esfuerzo enorme que no podría compararse a nada de lo que habían vivido hasta el momento.

Debían de haber provocado a los dioses de algún modo, pues éstos les habían enviado la prueba a la que ahora se enfrentaban. Tendrían que abrirse paso a través de aquella pared de roca si querían convertirse en hombres libres y dejar de ser chinks, despreciados en el desierto americano.

Una profunda e irremediable desesperación invadió a San. Lo único que lo mantenía con ánimo era la idea de que, un día, él y Guo Si huirían de allí.

Intentó imaginarse que la montaña era, en realidad, una pared que los separaba de China. Si se adentraban unos metros, desaparecería el frío y verían los cerezos en flor.

Aquella mañana empezaron a trabajar la dura roca. Su nuevo capataz los vigilaba como ave de rapiña. Incluso cuando estaba de espaldas, parecía capaz de ver a quien, aunque fuese un segundo, dejaba descansar el pico. Llevaba los puños envueltos en correas que le arrancaban la piel al desgraciado que cometiese tal crimen. Aquel hombre que nunca abandonaba su arma y que jamás tenía una palabra amable se ganó en pocos días el odio de todos. Empezaron a soñar con matarlo. San se preguntaba qué relación habría entre J.A. y Wang. ¿Sería Wang el propietario de JA., o sería al contrario?

J.A. parecía confabulado con la montaña, pues ésta se resistía al máximo antes de dejar escapar una esquirla, como una lágrima o un cabello de granito. Cerca de un mes les llevó cavar una abertura de la anchura marcada. Para entonces, uno de ellos ya había muerto. Una noche se levantó sin hacer ruido y salió arrastrándose por la abertura de la tienda. Estaba desnudo y se tumbó en la nieve dispuesto a morir. J.A. se enfureció al descubrir al chino muerto.

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