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En ese momento se despertó. Birgitta Roslin aguzó el oído. Voces muy ruidosas de gente ebria se acercaban y se alejaban por el pasillo. Miró el reloj. Eran las cinco menos cuarto. Aún faltaba mucho para el amanecer. Se acomodó en la cama con la intención de volver a dormirse, cuando se le ocurrió una idea.

La llave estaba colgada de un clavo, en la fachada. Se sentó en la cama. Por supuesto que no sólo estaba prohibido sino que, además, era inapropiado ir a buscar lo que había encontrado en el cajón en lugar de esperar a que algún policía se interesase por ello.

Se levantó y se situó junto a la ventana. Todo desierto, todo en silencio. «Podría hacerlo», se dijo resuelta. «En el mejor de los casos colaboraré para que esta investigación no vaya a parar a la misma ciénaga que la peor de cuantas conozco, la del primer ministro. Claro que cometo una especie de abuso de poder; quizás un fiscal con exceso de celo sería capaz de convencer a un juez de escaso talento de que, además, entorpecí el desarrollo de una investigación criminal.»

Y lo peor era el vino que había bebido; que, siendo jueza, te pillaran conduciendo bajo los efectos del alcohol podía ser devastador. Contó las horas que hacía que cenó. Ya no debería quedar rastro del vino, pero no estaba segura.

«No, no puedo hacerlo», decidió. «Aunque los policías que montan guardia en la zona estén durmiendo. Simplemente, no puedo hacerlo.»

Poco después se vistió y salió de la habitación. El pasillo estaba desierto y, desde varias habitaciones, se oía el ruido de los que habían celebrado la fiesta. Incluso creyó percibir los sonidos de una pareja que hacía el amor.

La recepción también estaba vacía. Entrevió la espalda de una mujer de cabello rubio sentada en la habitación que quedaba detrás del mostrador.

Sintió el azote del frío al salir. No soplaba el viento y el cielo estaba despejado, pero hacía mucho más frío que el día anterior.

Ya en el coche, volvió a vacilar. Sin embargo, la tentación era demasiado poderosa. Quería seguir leyendo el diario.

No se cruzó con ningún coche. En una ocasión tuvo que frenar, pues creyó haber visto un alce en la montaña de nieve apilada en el arcén. Sin embargo, no se trataba de un animal, sino de un engañoso árbol arrancado de raíz.

Cuando llegó a la última pendiente, antes del descenso al pueblo, se detuvo y apagó los faros del coche. Tenía una linterna en la guantera. Con suma precaución emprendió el camino a pie por la carretera. De vez en cuando, se detenía a escuchar. Una leve brisa murmuró al soplar contra las invisibles copas de los árboles. Ya al final de la pendiente vio que aún había dos focos encendidos y un coche de policía aparcado junto a la casa más próxima al bosque. Podría acercarse a la de Brita y August sin ser vista. Cubrió con la mano el haz de luz de la linterna, cruzó la verja y se acercó al porche desde la parte posterior. En el coche de policía seguían sin reaccionar. Tanteó con la mano hasta dar con la llave.

Cuando Birgitta Roslin entró en el vestíbulo, sintió un escalofrío por todo su cuerpo. Sacó una bolsa de plástico y abrió el cajón muy despacio.

De repente se le apagó la linterna, no lograba hacerla funcionar, pero empezó a guardar las cartas y los diarios. Uno de los fajos de cartas se le escapó de las manos y estuvo un buen rato buscándolo a tientas por el frío suelo, hasta que lo encontró.

Después se apresuró a marcharse de allí y a volver al coche. La recepcionista la miró sorprendida al verla entrar en el hotel a aquellas horas.

Estuvo tentada de empezar a leer de inmediato, pero al final decidió dormir unas cuantas horas. A las nueve de la mañana fue a recepción a pedir prestada una lupa y se sentó a la mesa, que había arrastrado hasta la ventana. Los publicistas estaban despidiéndose y fueron desapareciendo en sus coches y en microbuses. Colgó el cartel de no molestar y empezó a leer el diario. Avanzaba despacio y había palabras, incluso frases enteras, que no lograba descifrar.

El primer descubrimiento que hizo fue que tras las iniciales J.A. se ocultaba un hombre. Por alguna razón, no decía «yo» cuando hablaba de sí mismo, sino que usaba un par de iniciales. Al principio no entendió quién podía ser, hasta que recordó la otra carta, la que había encontrado entre los documentos de su madre. Jan August Andrén, debía de tratarse de la misma persona. Era capataz de las obras de construcción del ferrocarril que se prolongaba poco a poco hacia el este, a través del desierto de Nevada, y describía con todo lujo de detalles en qué consistían sus responsabilidades. J.A. hablaba de zapatas y raíles y de cómo se inclinaba de buen grado ante aquellos que estaban por encima de él en la jerarquía y que no dejaban de impresionarlo por el gran poder que tenían. Describía las enfermedades que había sufrido, entre otras, una fiebre pertinaz que lo tuvo mucho tiempo inhabilitado para el trabajo.

Se notaba en lo irregular de la caligrafía. J.A. escribía que tenía una «fiebre muy alta y que los vómitos, frecuentes y terribles, eran con sangre». Birgitta Roslin casi podía sentir físicamente la angustia ante la muerte que rezumaba cada página. Puesto que J.A. no siempre fechaba sus notas, no pudo saber cuánto tiempo estuvo enfermo. En una de las páginas siguientes aparece, de pronto, su testamento: «A mi amigo Herbert, mis botas buenas y demás ropa, así como a Mister Harrison, mi escopeta y mi pistola, y le pido además que les comunique a mis parientes de Suecia que he abandonado este mundo. Le dejo asignado un dinero al sacerdote de las obras del ferrocarril para que me dé un entierro decente con dos salmos, como mínimo. La verdad, no esperaba que la vida fuese a terminar ya. Que Dios me ayude».

Pero J.A. no murió. De repente, sin solución de continuidad en el diario, aparece totalmente recuperado.

Por lo visto, J.A. ocupa algún tipo de cargo en Central Pacific, la empresa donde trabaja, que está construyendo el ferrocarril desde el Pacífico hasta el punto en que se ha de encontrar con la línea que, al mismo tiempo, está construyendo desde la Costa Este una de las compañías ferroviarias de la competencia. A veces se queja de que «los trabajadores son very lazy» y de que tiene que estar vigilándolos constantemente. Sobre todo se siente insatisfecho con los irlandeses, pues beben mucho y no siempre acuden en buen estado por la mañana. Luego hace un cálculo, debe despedir a uno de cada cuatro irlandeses, lo cual genera graves problemas. A los indios no se los puede contratar, porque se niegan a trabajar todas las horas necesarias. Con los negros es más sencillo, aunque los esclavos fugitivos o liberados se muestran reacios a recibir órdenes. J.A. escribe que «necesitarían muchos labriegos suecos, fuertes y trabajadores, en lugar de los astutos culis chinos o los borrachos de los irlandeses».

Birgitta Roslin tenía que forzar la vista para poder descifrar las letras. De vez en cuando se tumbaba en la cama a descansar con los ojos cerrados. Pasó a estudiar uno de los tres fajos de cartas. Una vez más, es J.A. quien escribe con la misma caligrafía apenas legible. Dirige la carta a sus padres y les cuenta cómo le va. Existe una clara contradicción entre lo que anota en el diario y lo que dicen las cartas. «Si», según suponía, «en los diarios describe la realidad, en las cartas debe de estar mintiendo.» En el diario decía que tiene un salario de once dólares, mientras que en la primera de las cartas que leyó Birgitta aseguraba que «los jefes están tan satisfechos que ya gano veinticinco dólares al mes, un sueldo que se puede comparar con lo que percibe en Suecia un secretario del gobierno regional». «Está fanfarroneando», se dijo Birgitta. «Sabe que está tan lejos que nadie puede comprobar si dice la verdad.»

Siguió leyendo las cartas y descubrió más mentiras, a cual más sorprendente. De repente tiene una novia, una cocinera llamada Laura procedente de una «buena familia» de Nueva York. A juzgar por la fecha de la carta, es justo cuando está moribundo a causa de la fiebre y angustiado y escribe su testamento. Es posible que Laura apareciese en uno de sus delirios febriles.

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