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Comenzó a planear el viaje enseguida. Algo se bloqueó y no pudo completar la reserva por Internet, de modo que envió un mensaje con su nombre y su teléfono, así como con los datos del viaje que le interesaba. Enseguida recibió una respuesta: se pondrían en contacto con ella en el transcurso de una hora.

Casi habían pasado los sesenta minutos cuando sonó el teléfono, pero no era la agencia de viajes.

– Hola, soy Vivi Sundberg. Quería hablar con Birgitta Roslin.

– Soy yo.

– Me han informado de quién eres, pero no sé qué quieres exactamente. Comprenderás que en estos momentos estamos bajo una presión enorme. Si entendí bien lo que me dijeron, eres jueza, ¿verdad?

– Así es. No quisiera alargar mucho mi historia, pero mi madre, que falleció hace muchos años, fue adoptada por una familia llamada Andrén. Y he visto algunas fotografías de las que deduzco que vivió en una de las casas de ese pueblo.

– Yo no soy la encargada de informar a los familiares. Te sugiero que hables con Erik Huddén.

– Pero, entonces, hay entre las víctimas varias personas con el apellido Andrén, ¿no?

– Pues, ya que lo preguntas, al parecer la familia Andrén era la más numerosa del pueblo.

– ¿Y están todos muertos?

– Preferiría no contestar a esa pregunta. ¿Tienes el nombre de pila de los padres adoptivos de tu madre?

La carpeta estaba a su lado, sobre la mesa. Birgitta desató la cinta y buscó entre los documentos.

– No puedo esperar -le advirtió Vivi Sundberg-. Llámame cuando los hayas encontrado.

– Ya los tengo. Brita y August Andrén. Deben de tener más de noventa años, puede que incluso noventa y cinco.

Vivi Sundberg tardó en contestar. Birgitta Roslin oía el crujir de las hojas que iba pasando, hasta que la voz de Sundberg volvió a sonar en el auricular.

– Sí, están entre las víctimas. Por desgracia, están muertos. El mayor de los dos tenía noventa y seis años. Te ruego que no difundas esta información entre la prensa.

– ¿Y por qué habría de hacer algo así?

– Eres jueza. Seguro que sabes cuáles pueden ser las consecuencias y por qué te pido que no lo hagas.

Birgitta Roslin lo sabía perfectamente. De vez en cuando comentaba con sus colegas lo raro que resultaba que los periodistas los acosasen, pues ya contaban con que ningún juez estaría dispuesto a revelar información que hubiese de mantenerse en secreto.

– Comprenderás que me interesa saber cómo evoluciona la investigación.

– Pues ni yo ni ninguno de mis colegas disponemos de tiempo para ir dando información a particulares. Estamos sitiados por los medios de comunicación. Muchos de ellos ni siquiera respetan los cordones policiales. Ayer encontramos a uno con la cámara en el interior de una de las casas. Llama a Hudiksvall y habla con Huddén.

Vivi Sundberg parecía impaciente e irritada. Birgitta Roslin la comprendía muy bien y recordó las palabras de Hugo Malmberg y el alivio que sentía por no encontrarse en el centro de aquella investigación.

– Gracias por llamar. No te molestaré más.

Una vez terminada la conversación, Birgitta Roslin reflexionó sobre lo que Sundberg acababa de decirle. Ahora, al menos, tenía la certeza de que los padres adoptivos de su madre se encontraban entre las víctimas. Ella y todos los demás familiares tendrían que armarse de paciencia mientras se desarrollaba la investigación policial.

Sopesó la posibilidad de llamar a la comisaría de Hudiksvall para hablar con el agente llamado Huddén, pero, en realidad, ¿qué podría añadir él? Al final decidió dejarlo. En cambio, sí que se sentó a leer con más detenimiento los documentos que había en la carpeta de sus padres. Hacía muchos años que no la abría siquiera. Algunos de los papeles no los había leído nunca.

Clasificó todo lo que contenía la carpeta en tres montones. El primero constituía la historia de su padre, cuyos restos descansaban en el fondo del golfo de Gävle. En las semidulces aguas del Báltico, los esqueletos no se descomponían rápidamente. Así que en algún lugar del fondo estarían sus huesos y su cráneo. El segundo puñado de documentos correspondía a la vida que llevó junto con su madre, antes y después de nacer su hija. Finalmente, la tercera pila era la que trataba de Gerda Lööf, antes de convertirse en Andrén. Leyó despacio todos aquellos documentos y, cuando llegó a los procedentes de la época en que su madre fue hija adoptiva de la familia Andrén, empezó a leer con más atención. Muchos de los documentos estaban desgastados y resultaban difíciles de leer, pese a que había recurrido a la lupa.

Tomó un bloc en el que fue anotando nombres y edades. Ella había nacido en la primavera de 1949. Entonces su madre, que nació en 1931, tenía dieciocho años. Asimismo, halló las fechas de nacimiento de August y de Brita. Ella, en agosto de 1909; él, en diciembre de 1910. Es decir, que tenían veintidós y veintiún años cuando nació Gerda y menos de treinta cuando llegaron a Hesjövallen.

No descubrió nada que le confirmase que hubiesen vivido en Hesjövallen. Sin embargo, la fotografía que comparó, una vez más, con la del periódico terminó por convencerla. No podía tratarse de un error.

Se puso a escrutar los rostros de las personas que, alineadas y rígidas, aparecían retratadas en la antigua instantánea.

Había dos personas más jóvenes, un hombre y una mujer que estaban algo apartados, junto a una pareja de edad que posaba en el centro de la foto. ¿Serían Brita y August? No se veía ninguna fecha ni ningún dato escrito en el reverso. Intentó determinar cuándo la habrían tomado. ¿Qué se podía deducir de la ropa? Todos los retratados se habían vestido para la ocasión, pero vivían en el campo, donde un traje podía durar toda una vida.

Apartó las fotos y continuó revisando cartas y documentos. En 1942, Brita enfermó del estómago y estuvo ingresada en el hospital de Hudiksvall. Gerda le escribió una carta en la que le deseaba una pronta recuperación. Gerda tenía entonces once años y escribía con una letra picuda, a veces con faltas de ortografía, y una flor de hojas desiguales adornaba una de las esquinas del papel.

Birgitta Roslin se conmovió cuando encontró la carta y le sorprendió no haberla visto antes. Claro que estaba dentro de otra carta, pero ¿por qué no la había abierto nunca? ¿Sería el dolor por la muerte de Gerda lo que le impidió tocar siquiera cualquier cosa que se la recordase?

Se retrepó en la silla y cerró los ojos. A su madre se lo debía todo. Gerda, que ni siquiera había cursado los estudios primarios, siempre la había animado a seguir estudiando. «Ahora nos toca a nosotras», le decía. «Ahora son las hijas de la clase trabajadora las que tendrán estudios.» Y eso fue lo que hizo Birgitta Roslin. En los años sesenta, cuando ya no sólo los hijos de la burguesía iban a la universidad. En aquella época era una obviedad lo de adherirse a grupos radicales de izquierda. La vida no era sólo cuestión de entender cosas, sino también de cambiarlas.

Volvió a abrir los ojos. «Sin embargo, no resultó como yo pensaba», constató para sí. «Estudié y me convertí en abogada. Pero en realidad abandoné mis ideas radicales sin saber por qué. Ni siquiera ahora, cuando me falta poco para cumplir los sesenta, me atrevo a aproximarme siquiera a esa gran cuestión, ¿qué fue de mi vida?»

Siguió revisando los documentos a conciencia y encontró otra carta. El sobre era de un tono azulado y tenía el matasellos de América. El delgado papel de carta estaba plagado de letras minúsculas. Enfocó el flexo hacia el texto e intentó descifrarlo, siempre sirviéndose de la lupa. Era una carta escrita en sueco, con muchas palabras inglesas. Alguien llamado Gustaf habla de su trabajo como porquerizo. Una niña llamada Emily acaba de morir, y en la casa reina una gran sorrow. Gustaf pregunta cómo les va en Hälsingland, cómo va todo con la familia, la cosecha y los animales. Estaba fechada el 19 de junio de 1896. En el sobre se leía la dirección del destinatario: «August Andrén, Hesjövallen, Sweden». «Pero, si mi abuelo no había nacido aún», se dijo. Lo más probable es que la carta fuese dirigida a su padre, puesto que la respondió la familia de Gerda. Pero ¿cómo había llegado a sus manos?

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