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– ¿Por qué lo hizo?

– Nunca se supo.

– O sea, que estaba loca.

– No según los que examinaron su estado mental. Al final, no me quedó más remedio que condenarla a la máxima pena permitida por la ley. Ni siquiera apeló, algo que los jueces suelen considerar un triunfo. En este caso, no estoy tan segura.

Se detuvieron a contemplar un barco de vela que navegaba con rumbo norte por el estrecho.

– ¿No crees que deberías contármelo? -preguntó Karin.

– ¿Contarte qué?

– Lo que de verdad sucedió en Pekín. Sé que no me contaste la verdad. Al menos, no toda la verdad, como soléis decir vosotros.

– Me asaltaron. Y me robaron el bolso.

– Eso ya lo sé, pero las circunstancias, Birgitta…, no me las creo. Tuve la sensación de que me ocultabas algo. Aunque no nos hayamos visto mucho en los últimos años, te conozco bien. Cuando éramos rebeldes, hace ya mucho tiempo, aprendimos a decir la verdad y a mentir al mismo tiempo. Yo jamás intentaría mentirte. O engañarte, como solía decir mi padre. Sé de sobra que verías mis intenciones.

Birgitta se sintió aliviada.

– Ni siquiera yo lo entiendo -confesó-. No sé por qué te oculté la mitad de la historia. Tal vez porque estabas tan ocupada con el tema de la primera dinastía de emperadores… O porque ni yo misma comprendía bien lo sucedido.

Siguieron caminando por la playa y, cuando el sol empezó a calentar de verdad, se quitaron las cazadoras. Birgitta le habló de la fotografía sacada de la cámara de vigilancia instalada en el pequeño hotel de Hudiksvall y de sus esfuerzos por localizar al hombre que aparecía en la grabación. Se lo contó todo con detalle, como si ella misma se encontrase en el lugar del testigo, bajo la mirada vigilante del juez.

– Y no me dijiste una palabra de ello -se lamentó Karin cuando Birgitta concluyó su relato y emprendieron el camino de regreso.

– Sentí miedo cuando te fuiste -admitió Birgitta-. Pensé que acabaría pudriéndome en cualquier celda subterránea. La policía podría decir después que había desaparecido.

– Para mí, tu actitud es indicio de falta de confianza. En realidad, debería enfadarme.

Birgitta se detuvo frente a Karin.

– No nos conocemos tan bien -declaró-. Puede que nos lo creamos, o que deseemos que fuese así. Cuando éramos jóvenes, nuestra relación era muy distinta a la de hoy. Somos amigas, pero no tan íntimas. Quizá nunca lo fuimos.

Karin asintió. Prosiguieron caminando por la playa, más allá de las algas, donde la arena estaba más seca.

– Deseamos que todo se repita, que sea igual que antes -comentó Karin-. Pero envejecer implica protegerse de los sentimentalismos. La amistad debe ponerse a prueba y renovarse constantemente para que sobreviva. Puede que un viejo amor no se oxide, pero sí una vieja amistad.

– Bueno, el simple hecho de que ahora estemos hablando es un paso en la dirección adecuada. Es como arrancar el óxido con un cepillo con las cerdas de acero.

– ¿Qué ocurrió después? ¿Cómo terminó la historia?

– Volví a casa. La policía o una organización secreta registró mi habitación. Ignoro qué esperaban encontrar.

– Pero supongo que te extrañaría que te quitaran el bolso, ¿no?

– Por supuesto, guardaba relación con la fotografía del hotel de Hudiksvall. Alguien quería impedir que yo me dedicase a buscar a ese hombre. Sin embargo, yo creo que Hong me dijo la verdad. China no quiere que los visitantes extranjeros vuelvan a casa contando ese tipo de «desafortunados incidentes». Sobre todo ahora, que el país se prepara para su gran número estrella, los Juegos Olímpicos.

– Todo un país de más de mil millones de habitantes que espera entre bastidores el momento de entrar en escena. Vaya una idea más curiosa.

– Muchos cientos de millones de personas, nuestros queridos campesinos, no tendrán ni idea de lo que significan los Juegos; o tal vez son conscientes de que, para ellos, la situación no mejorará sólo porque los jóvenes de todo el mundo se reúnan para competir en Pekín.

– Tengo un vago recuerdo de esa mujer, Hong. Era muy hermosa. Había en ella una actitud de alerta, como si estuviese preparada para que ocurriese cualquier cosa.

– Es posible. Yo la recuerdo de otro modo. A mí me ayudó.

– ¿Sabes si servía a varias personas?

– Sí, he pensado en ello. No puedo responderte, porque no lo sé, pero seguramente tienes razón.

Pasearon por un muelle donde aún había muchos amarraderos vacíos. Una mujer que achicaba agua de un viejo bote de madera las saludó alegremente en un dialecto que Karin apenas comprendió.

Después del paseo, se tomaron un café en casa de Karin, que le habló del trabajo que estaba realizando en ese momento, la interpretación de varios poetas chinos y su obra desde la independencia de 1949 hasta hoy.

– No puedo dedicarme exclusivamente a estudiar imperios desaparecidos. Los poemas suponen un cambio en mi trabajo.

Birgitta estuvo a punto de hablarle de su secreto y apasionado juego de componer canciones, pero se contuvo.

– Muchos de ellos fueron muy valientes -continuó Karin-. Mao y los demás no solían aceptar críticas, aunque Mao era paciente con los poetas, puesto que él mismo escribía versos, supongo. Pero yo creo que sabía que los artistas podían aportar una perspectiva distinta y decisiva al gran cambio político. Cuando otros miembros del Partido opinaban que había que tener mano dura contra aquellos que escribían lo que no debían, aquellos cuyas pinceladas resultaban peligrosas, Mao casi siempre se oponía. Mientras era posible. Claro que lo que les sucedió a los artistas durante la Revolución Cultural fue responsabilidad suya, pero no lo que él pretendía. Y pese a que la última revolución que llevó a cabo tenía un sello cultural, fue básicamente política. Cuando Mao comprendió que algunos de los jóvenes rebeldes iban demasiado lejos, les puso freno y, aunque no podía confesarlo de forma abierta, yo creo que Mao lamentaba la destrucción llevada a cabo aquellos años. Desde luego, él sabía mejor que nadie que para hacer una tortilla es necesario cascar los huevos. ¿No era eso lo que decían?

– Sí, o que la revolución no era una invitación a tomar el té.

Ambas rompieron a reír de buena gana.

– ¿Qué opinas tú de la China de hoy? -quiso saber Birgitta-. ¿Qué está pasando en ese país?

– Tengo el convencimiento de que hay diferentes fuerzas que están echando un pulso, dentro del Partido y del país en general. Y el Partido Comunista quiere demostrarle al mundo, a gente como tú y como yo, que es posible combinar el desarrollo económico con un Estado no democrático. Aunque todos los pensadores liberales de Occidente lo nieguen, la dictadura del Partido es reconciliable con el desarrollo económico y, naturalmente, eso es algo que nos inquieta a nosotros. Por eso se habla y se escribe tanto sobre las ejecuciones chinas. La falta de libertad, de apertura, los derechos humanos, tan defendidos en Occidente, constituyen nuestra arma de ataque contra China. Para mí eso no es más que hipocresía, pues la parte del mundo a la que pertenecemos está llena de países, como Estados Unidos o Rusia, donde se atenta a diario contra los derechos humanos. Además, los chinos saben que queremos hacer negocios con ellos, a cualquier precio. Nos adivinaron las intenciones ya en el siglo xix, cuando decidimos convertirlos en consumidores de opio para así arrogarnos el derecho de negociar según nuestras condiciones. Los chinos han aprendido y no cometerán nuestros mismos errores. Esa es mi opinión y ya sé que mis conclusiones son parciales, pues la envergadura de lo que está sucediendo es mucho mayor de lo que yo puedo abarcar. No podemos aplicarle a China nuestros propios niveles, pero, sea lo que sea lo que pensemos, debemos prestar atención a lo que está ocurriendo. Tan sólo un necio creería que lo que hoy sucede allí no nos afectará a los demás en el futuro. Si yo tuviese hijos pequeños, me buscaría una canguro china para que aprendieran el idioma.

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