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Había tomado la carretera elevada de Jones Beach, como siempre, porque a esas horas y en aquella época del año solía estar desierta y podía pisar a fondo el acelerador. Conducir a toda velocidad lo ayudaría a disipar lo que él sabía que era un estado de ánimo peligroso. El automóvil de los dos guardaespaldas había quedado muy atrás.

La carretera estaba mal iluminada. No se veía un solo coche. A lo lejos divisó la caseta del peaje. Había otras, pero sólo funcionaban de día, cuando el tráfico era intenso. Sonny redujo la velocidad y buscó calderilla en el bolsillo. Como no tenía, sacó la cartera y con una sola mano separó un billete. Al acercarse a la caseta iluminada, Sonny quedó sorprendido al comprobar que un coche bloqueaba la carretera. El conductor debía de estar preguntando alguna dirección al encargado de cobrar el peaje, pensó. Hizo sonar el claxon y el otro coche se apartó, por lo que el Buick pudo colocarse delante del cobrador.

Sonny alargó un dólar y esperó el cambio. Tenía prisa y por ello, a pesar de que el frío de la noche era intenso, no quiso cerrar la ventanilla. Pero el cobrador parecía muy torpe; al muy imbécil se le había caído el cambio al suelo. El hombre se agachó para recoger las monedas, y desapareció de la vista.

Entonces Sonny se dio cuenta de que el otro automóvil no había seguido su camino, sino que estaba a pocos metros de distancia, bloqueando nuevamente la carretera. En la caseta de peaje había otro hombre. Del vehículo se apearon dos individuos. El cobrador aún seguía agachado… De pronto, Santino Corleone comprendió que había llegado su hora. Se sintió completamente lúcido, libre de toda violencia, como si el miedo oculto, finalmente real y presente, lo hubiera purificado.

Sonny se lanzó contra la puerta del Buick, rompiendo la cerradura. El hombre que estaba en la caseta abrió mego… alcanzando en la cabeza a Sonny, que cayó al suelo. Los dos individuos que se habían apeado del coche sacaron sus armas y dispararon contra el cuerpo que yacía en el asfalto. Luego le golpearon salvajemente el rostro para desfigurarle todavía más, como si quisieran dejar la huella de un poder humano más personal.

Segundos después, los cuatro hombres, es decir, los tres asesinos y el falso cobrador, subían al coche y partían a toda velocidad en dirección al bulevar Meadowbrook, al otro lado de Jones Beach. Los posibles perseguidores se encontrarían con el camino bloqueado por el coche y el cuerpo de Sonny, de modo que no corrían riesgo alguno, pensaron. Cuando, minutos más tarde, los guardaespaldas de Sonny llegaron a la caseta de peaje y vieron el cuerpo de su jefe, lo último que pensaron fue en perseguir a sus agresores. Dieron media vuelta y regresaron a Long Beach. Se detuvieron en una cabina telefónica, y uno de ellos llamó a Tom Hagen. Sus únicas palabras fueron:

– Sonny ha muerto. Le tendieron una encerrona ante la garita de peaje de Jones Beach.

– Bien -repuso Hagen, sereno como siempre-. Ve a casa de Clemenza y dile que venga enseguida. Él te dirá lo que debéis hacer.

Hagen había hablado desde el teléfono de la cocina, donde la señora Corleone estaba preparando algo de comer para su hija, que no tardaría en llegar. La anciana no se había dado cuenta de nada. Era lo bastante perspicaz para percatarse de todo, pero sus años de vida junto al Don le habían enseñado que era mejor no hacerlo, ni siquiera intentar adivinar qué ocurría. Sabía que si algo malo sucedía no tardaría mucho tiempo en enterarse. Y si podía evitar saberlo, mejor, pues se ahorraba sufrimientos. Estaba contenta de no tener que compartir el dolor de los hombres, porque, después de todo ¿compartían ellos el de las mujeres? Impasible, puso la comida sobre la mesa. Por experiencia sabía que el dolor y el miedo no perjudicaban el apetito; al contrario, la comida los mitigaba. Si un médico le hubiera recetado un sedante se habría sentido humillada, pero una taza de café y unas tostadas eran otra cosa; la señora Corleone procedía, desde luego, de una cultura más primitiva.

Por eso no dijo nada cuando Tom Hagen se fue a la sala de reuniones. Una vez allí, Hagen comenzó a temblar tan violentamente que tuvo que sentarse. Con las piernas muy juntas, las manos apretadas contra las rodillas y la cabeza gacha, parecía que estuviera rezando al diablo.

Acababa de descubrir que no era el _consigliere_ adecuado para tiempos de guerra. Lo habían puesto en ridículo, se había dejado engañar por la aparente timidez y cobardía de las Cinco Familias, que habían permanecido inactivas planeando su venganza. No habían reaccionado a las provocaciones de la familia Corleone, sino que habían preferido descargar un solo golpe, pero terrible. El viejo Genco Abbandando no se habría dejado engañar, habría olido el peligro y triplicado sus precauciones. Hagen se sentía culpable. Sonny había sido su verdadero hermano, su salvador; y de muchachos, también su héroe. Sonny nunca se había mostrado altanero ni agresivo con él; siempre lo había tratado con afecto. Y cuando Sollozzo lo dejó libre, el abrazo de Sonny había sido el propio de un hermano, su alegría una alegría sincera. El hecho de que Sonny fuera un hombre cruel y violento carecía, a los ojos de Hagen, de importancia.

Había salido de la cocina porque sabía que nunca sería capaz de decir a mamá Corleone que su hijo había muerto. Nunca la había considerado su madre, y en cambio, al Don y a Sonny los había tenido siempre como padre y hermano. El afecto que sentía hacia ella era de la misma naturaleza que el que experimentaba por Freddie, Michael y Connie. Era afecto, pero no amor. No obstante, no podía decírselo. En pocos meses había perdido tres hijos. Freddie, que estaba exiliado en Nevada, Michael, que se encontraba en Sicilia, y ahora Santino. ¿A cuál de los tres había amado más la anciana? Era imposible saberlo.

Hagen no tardó en recuperar el control de sí mismo. Marcó el número de Connie, que respondió con voz temblorosa.

– Connie, soy Tom -dijo Hagen con la calma que lo caracterizaba-. Despierta a tu marido; tengo que hablarle.

Asustada, Connie preguntó en voz baja:

– ¿Sabes si viene Sonny, Tom?

– No. Sonny no vendrá. No te preocupes. Despierta a Carlo y dile que debo hablar con él.

– Me ha pegado, Tom -dijo Connie, llorando-. Y si sabe que he llamado a casa, temo que volverá a hacerlo.

– No lo hará, no te preocupes. Cuando hayamos hablado será otro hombre. Dile que es muy importante, que se ponga al teléfono de inmediato.

Pasaron casi cinco minutos antes de que se oyera la voz de Carlo a través del hilo. Hagen advirtió que había bebido mucho.

– Escucha, Carlo. Voy a decirte algo que te impresionará. Cuando te lo diga, quiero que me respondas como si la cosa fuera menos trascendental de lo que en realidad es. Le he explicado a Connie que debía decirte una cosa importante, de modo que tendrás que inventarte algo. Cuéntale que la Familia ha decidido ofrecerte una de las casas de la finca y un trabajo importante. Que el Don ha decidido darte la oportunidad de ganar mucho dinero. ¿Me sigues?

– Sí. Adelante -respondió Carlo en tono esperanzado.

Hagen prosiguió:

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