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Phillip Tattaglia, de setenta años, estaba de pie, desnudo como había llegado al mundo, junto a una cama en la que lo esperaba, tendida, una muchacha. El cabello de Phillip Tattaglia era blanco, y su grueso cuerpo parecía más fofo de lo que en realidad era. Rocco le disparó cuatro veces, todas al estómago. Luego, regresó corriendo al automóvil, que partió a toda velocidad en dirección a la estación de Wantagh. Allí, Rocco subió a su propio vehículo y regresó a la finca. Fue a hablar un momento con Michael Corleone, y luego volvió a montar guardia en la verja de entrada.

Albert Neri, solo en su apartamento, terminó de limpiar su uniforme. Lentamente, se puso los pantalones, la camisa, la corbata, la chaqueta, la gorra y la pistolera. Cuando fue suspendido de su empleo como policía, Neri tuvo que entregar su arma, aunque, no le habían hecho entregar todo lo demás. Pero Clemenza le había proporcionado una pistola del 38 como las que utilizaba la policía, a la que le habían borrado el número de serie. La desmontó, la engrasó, volvió a montarla y comprobó su funcionamiento. Seguidamente, la cargó y la colocó en la pistolera.

Metió la gorra de policía en una bolsa de papel y luego se puso un abrigo por encima del uniforme. Comprobó la hora. Al cabo de quince minutos un coche estaría abajo, esperándolo. Para hacer tiempo, Neri se miró en el espejo. Perfecto. Parecía un policía de verdad.

En el asiento delantero del automóvil había dos de los hombres de Lampone. Neri se acomodó detrás, y cuando el coche se hubo alejado de la zona donde vivía, se quitó el abrigo, abrió la bolsa de papel y se colocó la gorra.

En la esquina de la calle Cinco con la Quinta Avenida, Neri se apeó y echó a andar por la avenida. Volver a vestir el uniforme le producía una extraña sensación, como así también el que de algún modo estuviese patrullando por las calles, como lo había hecho tantas veces. A aquella hora había mucha gente. Siguió caminando hasta llegar al Rockefeller Center, cerca de la catedral de San Patricio. Neri divisó entonces el coche que buscaba. Era una limusina y estaba aparcada, completamente sola, en una zona prohibida. Neri aminoró la marcha. Era demasiado pronto. Se detuvo para escribir algo en su libreta, y luego siguió andando. Había llegado junto al vehículo. Con su porra golpeó suavemente el guardabarros de éste y el conductor lo miró, sorprendido. Neri señaló la señal de prohibición e indicó al conductor que se alejara de allí.

Neri avanzó un poco más hasta colocarse frente a la ventanilla abierta del conductor. Éste era un sujeto de aspecto canallesco, uno de esos tipos a los que tanto le gustaba romperles la cabeza. En tono deliberadamente insultante, Neri dijo:

– Bien, muchacho; ¿qué prefieres, moverte o que te pegue una patada en el culo?

Impasible, el conductor contestó:

– Si eso le hace feliz, póngame una multa.

– Márchate de inmediato -masculló Neri-o te haré salir del coche y te romperé la nariz.

El conductor sacó un billete de diez dólares, que intentó meter en el bolsillo de Neri. Éste retrocedió un paso e hizo ademán al conductor de que saliera del automóvil.

– Déjame ver tu permiso de conducir -exigió Neri. Había tenido la esperanza de que conseguiría que el conductor se fuera a dar una vuelta a la manzana, pero eso ya era imposible. Con el rabillo del ojo vio a tres individuos bajos y corpulentos bajar por las escaleras del edificio Plaza, en dirección a la calle. Eran Barzini y sus dos guardaespaldas, que se disponían a ir a la entrevista concertada con Michael Corleone. Uno de los guardaespaldas se adelantó para ver qué ocurría con el coche de Barzini.

El guardaespaldas le preguntó al chófer:

– ¿Qué pasa?

El conductor respondió ásperamente:

– Espero a que me ponga una multa, no te preocupes. Este tipo debe de ser nuevo en la comisaría.

En ese momento, Barzini llegó en compañía de su otro guardaespaldas.

– ¿Qué diablos ocurre? -preguntó. Neri terminó de escribir y devolvió al conductor su carné de conducir. Luego se metió el talonario en el bolsillo, y al volver a sacar la mano, ésta empuñaba la pistola.

Disparó tres veces contra Barzini, a quien alcanzó en el pecho, antes de que los otros tres hombres pudieran reaccionar. Para entonces, Neri ya se había perdido entre la multitud. Rápidamente, llegó hasta donde había dejado el coche. Cerca de Chelsea Park, Neri, que había tirado la gorra y se había puesto el abrigo, se trasladó a otro coche que estaba esperándolo. En el primer automóvil había dejado la pistola y el uniforme. Ya se encargarían de deshacerse de ambas cosas. Una hora más tarde, sano y salvo, se Tessio estaba aguardando en la cocina de la casa del Don, bebiendo una taza de café, cuando Tom Hagen se acercó a él y le dijo:

– Michael está ya preparado. Será mejor que llames a Barzini y le digas que se ponga en camino.

Tessio se levantó y se acercó al teléfono. Marcó el número de la oficina de Barzini en Nueva York y dijo:

– Salimos para Brooklyn de inmediato.

Después de colgar, Tessio se volvió hacia Hagen y, sonriendo, le dijo:

– Espero que esta noche Mike llegue a un acuerdo ventajoso para nosotros.

Con expresión seria, Hagen contestó:

– Estoy seguro de que así será.

Salieron de la cocina en dirección a la casa de Michael. En la puerta, uno de los guardianes los detuvo y dijo:

– El jefe dice que irá en otro coche, y que partáis sin él.

Tessio enarcó las cejas y dijo a Hagen:

– No puede hacer eso: trastorna todos mis preparativos.

En ese momento se acercaron tres guardaespaldas. Hagen dijo a Tessio, suavemente:

– Tampoco yo puedo ir contigo, Tessio.

Al _caporegime_ le bastó una fracción de segundo para comprenderlo todo. Y lo aceptó. Tuvo un momento de debilidad, pero no tardó en recuperarse.

– Quiero que Mike sepa que fue por negocios -dijo-. Nada personal. Siempre sentí una gran simpatía hacia él.

Carlo Rizzi, que esperaba todavía el momento de entrevistarse con Michael, se puso nervioso al ver tantas idas y venidas. Algo importante se estaba cociendo, pensó, y parecía que a él querían dejarlo al margen. Impaciente, llamó por teléfono a su cuñado. Recogió la llamada uno de los guardianes, que fue a buscar a Michael, y regresó momentos después con el mensaje de que éste no tardaría en ocuparse de él.

Carlo llamó una vez más a su amante y le dijo que al fin estaba seguro de que podría llevarla a cenar, aunque tal vez un poco tarde, y le prometió que pasarían la noche juntos. Michael había dicho que le llamaría pronto, y la entrevista, por larga que fuera, no duraría más de una o dos horas. Luego, en unos cuarenta minutos, podría llegar a Westbury. Añadió que no se preocupara, que no faltaría a su palabra. Cuando hubo colgado, Carlo decidió vestirse adecuadamente, para no tener que perder tiempo después. Acababa de ponerse la camisa cuando llamaron a la puerta. Pensó que Mike seguramente le había telefoneado y al encontrar la línea ocupada había mandado a buscarlo. Carlo abrió, y sintió que las piernas se negaban a sostenerle. Frente a él tenía a Michael Corleone, y en su cara vio la muerte, aquella muerte que tantas veces había visto en sus sueños.

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