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– Lamento tener que retenerte aquí, pero sólo serán un par de días.

– No importa, Michael -se apresuró a contestar Carlo.

– Bien. Limítate a permanecer junto al teléfono de tu casa. Cuando esté preparado para ocuparme de lo tuyo, te avisaré. Y es que antes tengo otras cosas que hacer. ¿De acuerdo?

– Desde luego, Mike -respondió Carlo.

Carlo Rizzi se fue a su casa, y una vez allí llamó por teléfono a su amante, que vivía en Westbury, prometiéndole que procuraría ir a verla más tarde. Seguidamente, con una botella de bourbon en la mano, se dispuso a esperar. Esperó durante largo rato. Poco después de mediodía comenzaron a llegar coches a la finca. Vio que de uno de ellos se apeaba Clemenza, y que de otro hacía lo propio Tessio. Los dos _caporegimi_ entraron en la casa de Michael después de que uno de los guardianes les abriera la puerta. Clemenza abandonó la casa pocas horas después, pero a Tessio, Carlo no volvió a verle.

Carlo salió a dar un corto paseo por la finca. No estuvo fuera más de diez minutos. Conocía a todos los guardianes y tenía algo de amistad con varios de ellos. Pensó que sería una buena idea entablar conversación con alguno, con objeto de distraerse un poco. Pero quedó sorprendido al ver que los hombres que vigilaban la finca ese día le eran completamente desconocidos. Y todavía se sorprendió más al comprobar que montando guardia en la verja de entrada estaba Rocco Lampone. Carlo sabía que la posición de Rocco era demasiado elevada para que se ocupara de semejante tarea, a menos, por supuesto, que ocurriera algo extraordinario.

Rocco lo saludó amistosamente:

– ¡Caramba! Pensaba que habías salido de vacaciones.

– Michael me ha dicho que permaneciera aquí por un par de días. Tiene algo para mí, según parece -explicó Carlo.

– Lo mismo me ha dicho a mí, y ya ves, me pone de guardia. Pero bueno, después de todo, él es el jefe.

Por el tono empleado por Lampone parecía deducirse que no consideraba a Michael un hombre de la estatura de su padre.

Carlo, cauteloso, hizo caso omiso de la velada censura y dijo:

– Mike sabe muy bien lo que hace.

Rocco Lampone aceptó en silencio el reproche. Carlo se despidió de él y regresó a su casa. Algo se estaba cociendo, pero fuera lo que fuese, Rocco lo ignoraba.

Michael, de pie junto a la ventana de su despacho, miraba a Carlo pasear por la finca. Hagen le sirvió una copa de coñac, que Michael le agradeció en silencio, y le dijo:

– Debes empezar a moverte, Mike. Ha llegado la hora.

– Preferiría no tener que hacerlo. Ojalá mi padre hubiese durado un poco más.

– No te preocupes, todo saldrá bien -lo animó Hagen-. Si yo no me di cuenta, piensa que los demás tampoco habrán olido nada. Lo planeaste todo a la perfección.

Michael se apartó de la ventana.

– Los planes, en buena medida, los realizó mi padre. Nunca imaginé que fuera tan listo. Tú sí lo sabías.

– Como él no hay dos -respondió Hagen-. Pero tú lo has hecho muy bien. En realidad, no podías hacerlo mejor. Y eso significa que serás un buen sucesor.

– Esperemos a ver qué sucede. ¿Han llegado ya Tessio y Clemenza?

Hagen asintió. Michael terminó su copa y añadió:

– Di a Clemenza que venga a verme. Quiero darle las instrucciones personalmente. A Tessio no quiero verlo. Dile únicamente que dentro de media hora estaré listo para acompañarlo a ver a Barzini. Luego, los hombres de Clemenza se ocuparán de él.

Con voz carente de emoción, Hagen preguntó:

– ¿No hay forma de dejar que Tessio siga con vida?

– No la hay.

En el norte de la ciudad de Buffalo había una pequeña pizzería que estaba siempre muy concurrida, menos en las horas siguientes al mediodía; entonces, el trabajo decrecía. Aquel día, el encargado del local metió en el horno las pocas pizzas que quedaban en la bandeja, y guardó ésta junto a la pared del enorme horno, en posición vertical. Luego, echó un vistazo a una empanada que se estaba cociendo, y observó que el queso ya había empezado a derretirse. Cuando volvió al mostrador, una parte del cual daba a una ventana, lo que permitía servir a los que pasaban por la calle, se encontró frente a un hombre joven y de aspecto rudo, que le dijo:

– Déme una pizza.

El encargado tomó una pala de madera y sacó del horno una de las pizzas. Entretanto, el cliente, en lugar de esperar en la calle, había entrado en el establecimiento, que estaba completamente vacío. El encargado puso la pizza en un plato de papel y se lo tendió al cliente; pero éste, en vez de sacar dinero para abonar su importe, lo miró fijamente y dijo:

– Me han contado que lleva usted un tatuaje muy grande en el pecho. Por encima de su camisa veo la parte superior; ¿por qué no me deja ver el resto?

El encargado la pizzería se echó a temblar.

– Venga, desabróchese la camisa -insistió el cliente.

– No llevo ningún tatuaje -repuso el otro con fuerte acento siciliano-. Quien lo lleva es el hombre que hace el turno de noche.

El cliente soltó una sonora y siniestra carcajada.

– Vamos, desabróchese la camisa.

El encargado empezó a retroceder en un intento de huir por detrás del horno. Pero el cliente, desde el otro lado del mostrador, le apuntó con una pistola e hizo fuego. La bala le dio en el pecho y lo arrojó contra la pared del horno. Un nuevo disparo lo hizo caer al suelo. El cliente se acercó al hombre y le desabrochó la camisa. Tenía el pecho cubierto de sangre, pero el tatuaje, con los dos amantes, el marido y el cuchillo, era todavía visible. El caído levantó una mano con esfuerzo, en. un desesperado intento de protegerse, mientras el otro le decía:

– Fabrizzio, Michael Corleone te envía sus mejores saludos.

A continuación, apuntó a la sien de Fabrizzio y volvió a disparar. Luego salió de la pizzería. En la esquina lo esperaba un coche, con la puerta abierta. Una vez en el interior, el vehículo partió a toda velocidad.

Rocco Lampone contestó al teléfono instalado en uno de los pilares de hierro del portal. Una voz le dijo:

– Su paquete está listo.

Al oír estas pocas palabras, que para él eran suficientes, Rocco subió a su coche y salió de la finca. Cruzó la carretera elevada de Jones Beach, la misma en que Sonny Corleone había sido asesinado, y se dirigió a la estación de ferrocarril de Wantagh. Aparcó. Otro coche, con dos hombres en su interior, le estaba aguardando. Se dirigieron hacia un motel, situado a diez minutos de allí, y al llegar penetraron en el jardín del mismo. Rocco Lampone ordenó a sus dos hombres que permanecieran dentro del coche, y él fue hasta uno de los pequeños búngalos. Con un fuerte puntapié, abrió la puerta y entró.

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