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El velatorio tuvo lugar en la casa de la finca, a la vieja usanza. Amerigo Bonasera efectuó un trabajo perfecto. Abandonó todas sus demás obligaciones y se dedicó de lleno a preparar a su viejo amigo y padrino, con el mismo cuidado con que una madre prepara a su hija para la boda. Todos comentaban el hecho de que ni siquiera la muerte había podido borrar la nobleza y la dignidad de los rasgos del Don, y tales comentarios, como es lógico, llenaron de orgullo a Amerigo Bonasera. Sólo él sabía los ímprobos esfuerzos que había supuesto el dar al Don el mismo aspecto que había tenido en vida.

Al funeral acudieron todos los viejos amigos y servidores. Nazorine, su esposa y su hija, ésta acompañada de su marido y de sus hijos. Desde Las Vegas llegaron Lucy Mancini y Freddie. También estaba Tom Hagen y su familia. Y los jefes de las Familias de San Francisco y Los Angeles, Boston y Cleveland. El féretro lo portaban Rocco Lampone, Albert Neri, Clemenza, Tessio y, naturalmente, los hijos del Don. La finca y todas sus casas estaban llenas de coronas y flores.

Fuera de la propiedad esperaban los periodistas y fotógrafos. También había una camioneta en cuyo interior se sabía que varios agentes del FBI filmaban el acontecimiento. Algunos periodistas que lograron introducirse en la finca se encontraron con varios hombres que les cerraron el paso, exigiéndoles que se identificaran y les mostraran la invitación. Y a pesar de que fueron tratados con toda cortesía -incluso les sirvieron refrescos-, no se les permitió entrar en la casa. Intentaron hablar con algunos de los que salían de ésta, pero no consiguieron arrancar de nadie ni una sola sílaba.

Michael Corleone pasó la mayor parte del día en la biblioteca en compañía de Kay, Tom Hagen y Freddie. Recibía muchas visitas, pues todos querían expresarle su condolencia. Michael los recibió a todos con suma cortesía, aun a aquellos que se le dirigieron a él llamándolo Padrino o Don Michael. Kay fue la única en darse cuenta de que en el rostro de su esposo aparecía, cada vez que lo llamaban de cualquiera de esas formas, una leve expresión de disgusto.

Clemenza y Tessio se unieron al pequeño grupo de íntimos, y Michael les sirvió personalmente algo de beber. Se habló algo, no mucho, de negocios. Michael les informó que la finca y todas sus casas serían vendidas a una inmobiliaria. El beneficio sería enorme, lo que demostraba el genio del gran Don.

Todos comprendieron que el imperio Corleone no tardaría en trasladarse al Oeste, que la Familia liquidaría su poder en Nueva York, y que ésta decisión se había demorado hasta el retiro o la muerte del Padrino.

Hacía casi diez años que en la casa no reunía tanta gente, desde la boda de Constanzia Corleone y Carlo Rizzi, recordó alguien. Michael se acercó a la ventana, dirigió la mirada hacia el jardín, y pensó que mucho tiempo atrás había pasado largos ratos en él, en compañía de Kay, sin sospechar siquiera cuan curioso sería su destino. Y su padre, en sus últimos momentos, había dicho: «¡Es tan hermosa la vida!». Michael nunca había oído a Don Corleone pronunciar ni una sola palabra relacionada con la muerte. Debía de respetarla demasiado para filosofar acerca de la misma.

Llegó el momento de ir al cementerio, el momento de enterrar al gran Don. Del brazo de Kay, Michael salió al jardín y se unió a los que acompañarían el cadáver hasta el cementerio. Detrás de él iban los _caporegimi_, seguidos de sus hombres, y luego toda la gente humilde a la que el Padrino había ayudado en el curso de su vida. El panadero Nazorine, la viuda Colombo y sus hijos e infinidad de personas a las que el Don había mandado con firmeza y justicia. Estaban presentes, incluso, algunos que habían sido sus enemigos, pero que ahora querían rendirle un tributo postumo.

Michael lo observaba todo con una sonrisa hermética. El largo cortejo no le impresionaba, pero pensaba que si podía morir diciendo: «¡Es tan hermosa la vida!», se sentiría muy satisfecho. Estaba decidido a seguir los pasos de su padre. Lucharía por sus hijos, por su familia, por su mundo. Pero sus hijos crecerían en un mundo diferente. Serían médicos, artistas, científicos. Gobernadores. Presidentes. Lo que quisieran. Procuraría que se integraran en la sociedad, pero él, padre poderoso y prudente, procuraría no perder de vista a esa sociedad.

A la mañana siguiente, los miembros más importantes de la familia Corleone se reunieron en la finca. Fueron recibidos por Michael Corleone. Llenaban casi por completo la espaciosa biblioteca. Estaban los dos _caporegimi_, Clemenza y Tessio; Rocco Lampone, con su aire de hombre razonable y eficiente; Carlo Rizzi, muy tranquilo, como si no le cupiese duda de cuál era su lugar; Tom Hagen, que había abandonado su papel, estrictamente legal, para prestar su concurso a la resolución de la crisis; Albert Neri, que siempre trataba de permanecer lo más cerca posible de Michael, encendiéndole el cigarrillo, preparándole las bebidas, etc., para demostrar su inquebrantable lealtad a pesar del reciente desastre sufrido por la Familia.

La muerte del Don había sido una gran desgracia para todos. Con él parecía haber desaparecido la mitad del poder de los Corleone, que ahora, aparentemente al menos, nada podrían hacer para contrarrestar el creciente poder representado por la alianza Barzini-Tattaglia. Los reunidos se sentían unánimemente pesimistas, y esperaban las palabras de Michael con impaciencia. A sus ojos, éste todavía no era el nuevo Don. No había hecho casi nada para merecer tal posición o título. Si el Padrino hubiese vivido, habría podido asegurar la posición de su hijo, que ahora nada tenía de segura.

Michael esperó a que Neri terminara de servir las bebidas. Luego, con voz tranquila dijo:

– Ante todo, quiero que sepáis que comprendo lo que sentís. Sé que todos respetabais mucho a mi padre, pero ahora es el momento de que os preocupéis de vosotros y de los vuestros. Algunos seguramente os estaréis preguntando hasta qué punto lo ocurrido afectará nuestros planes y las promesas que os hice. Bien, quiero que sepáis una cosa: todo se hará según lo previsto. La muerte de mi padre no hace variar las cosas.

Clemenza sacudió su imponente cabeza. Su pelo tenía el color del acero, y sus facciones, que la grasa en nada favorecía, eran duras.

– Los Barzini y los Tattaglia se nos echarán encima abiertamente, Mike. Tendrás que aceptar las condiciones que quieran imponerte o luchar -afirmó.

Todos se dieron cuenta de que Clemenza, al dirigirse a Michael, no lo había hecho con mucho respeto y, menos aún, le había dado el título de Don.

– Esperemos a ver lo que pasa -respondió Michael-. Dejemos que sean ellos quienes rompan las hostilidades.

Con su voz grave, Tessio dijo, dirigiéndose a todos los presentes:

– Ya le han ganado la partida a Mike. Esta misma mañana han abierto dos oficinas de apuestas en Brooklyn. Me lo ha dicho el capitán que lleva la lista de protección en la comisaría. Dentro de un mes, me temo que no tendré en Brooklyn un solo lugar donde colgar mi sombrero.

Con expresión pensativa, Michael se quedó mirando fijamente a Tessio.

– ¿Has hecho algo al respecto? -preguntó al _caporegime_.

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