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Un año atrás, Johnny Fontane, sentado en su lujosa oficina de la productora cinematográfica de su propiedad, se sentía mal, muy mal. Sí, la primera película que había producido, en la que él era el protagonista y Nino tenía un importante papel, estaba dando mucho dinero. Todo había ido a la perfección. Todos habían realizado muy bien su trabajo. La película había costado menos dinero de lo calculado. Todos ganarían mucho con ella, y seguramente Jack Woltz se estaría mordiendo los puños de rabia. Johnny estaba produciendo otras dos películas, una protagonizada por él, y la otra, por su amigo. Nino Valenti daba muy bien en la pantalla, y gustaba mucho a las mujeres, cuyos instintos maternales despertaba. Todo lo que Johnny tocaba se convertía en oro. Naturalmente, el Padrino recibía su parte a través del banco. Johnny estaba satisfecho, pues había hecho honor a la confianza que le había dispensado su padrino. Pero todo eso no le hacía sentir mejor.

Y ahora que era un próspero productor cinematográfico, tenía tanto poder como en su época de cantante, o tal vez más. Las mujeres se acercaban a él como las moscas a la miel, aunque por razones más interesadas que antes. Tenía su propia avioneta, vivía en medio del lujo y, como hombre de negocios que era, se beneficiaba de una serie de exenciones fiscales de las que los artistas no gozaban. ¿Así pues, qué le ocurría?

El lo sabía muy bien. Le dolían los senos nasales y la frente, y tenía la garganta inflamada. Pensaba que si cantaba las molestias de la garganta se aliviarían, pero no se decidía a hacerlo. Había consultado a Jules Segal al respecto, y éste le había contestado que podía hacerlo cuando quisiera. Al fin, se decidió, pero su voz sonaba tan ronca que se dio cuenta de la inutilidad de seguir probando. Además, al día siguiente le dolía mucho más la garganta, aunque de forma distinta de como lo hacía antes de que le extirparan los nodulos. El dolor, ahora, era peor. Temía no poder volver a cantar en su vida.

Y si no podía cantar ¿qué le importaba todo lo demás? Cantar era la única cosa que sabía hacer realmente bien. Se consideraba un gran cantante, el mejor. Su profesión no tenía secretos para él. Nadie debía decirle lo que estaba bien ni lo que estaba mal. Era un maestro. Y de pronto corría el peligro de perder definitivamente la voz.

Era viernes, y Johnny decidió pasar el fin de semana con Virginia y las niñas. La llamó por teléfono -siempre lo hacía-, para anunciarle su llegada. En realidad, para darle la oportunidad de decir que no. Pero desde que se habían divorciado Virginia nunca le había dicho no. No podía negarse a que sus hijas vieran a su padre; era una verdadera mujer, pensó Johnny. Habría sido feliz con Virginia. Y aunque era consciente de que ninguna otra mujer le importaba tanto, sabía que nunca podrían volver a hacer el amor el uno con el otro. Quizá cuando tuvieran sesenta y cinco años, como cuando uno se jubila, se retiraran juntos, se retiraran de todo.

Pero la realidad se encargó de hacer pedazos estos pensamientos. A su llegada, encontró a Virginia de bastante mal humor y, además, las dos niñas no parecieron alegrarse mucho de verlo. Su madre les había prometido que las dejaría pasar el fin de semana en el rancho de los padres de unas amiguitas suyas, donde pensaban montar a caballo, y la llegada de él les estropeaba el plan.

Johnny le dijo a Virginia que las dejara ir al rancho, y cuando se marcharon las besó cariñosamente. Nada tenía que reprochar a sus hijas. Era muy lógico que prefirieran montar a caballo a hacer compañía a un padre aburrido y malhumorado, pensó. Y dirigiéndose a Virginia, dijo:

– Yo también me marcharé, pero primero tomaré un whisky.

– De acuerdo -repuso ella.

Era evidente que Virginia tenía uno de sus días malos, afortunadamente poco frecuentes. Y es que la vida que llevaba no era nada fácil ni agradable. Su mal humor era justificable.

Mientras observaba a Johnny servirse un whisky doble, le preguntó:

– ¿Qué necesidad tienes de beber? Todos tus asuntos marchan viento en popa. Nunca hubiera imaginado que tuvieras madera de hombre de negocios.

– No creas que es muy difícil -repuso él con una sonrisa.

De pronto comprendió el porqué del mal humor de Virginia. Entendía a las mujeres y sabía que ella consideraba que vivía demasiado bien. A las mujeres les disgustaba ver que sus novios, maridos o amantes tenían demasiado éxito; les irritaba que fuesen capaces de vivir sin ellas. Más para animar a su ex esposa que en tono de queja, Johnny dijo:

– ¿Y qué me importa el éxito, si no puedo cantar?

– Vamos, Johnny, ya no eres un niño -replicó Virginia, irritada-. Tienes más de treinta y cinco años. ¿Por qué te preocupa el no poder cantar cancioncillas tontas y empalagosas? Ganas mucho más dinero como productor.

– Soy cantante. Me gusta cantar -explicó Johnny-. ¿Qué tienen que ver los años con eso?

– Nunca me ha gustado cómo cantas -dijo Virginia con impaciencia-. Ahora que has demostrado que sabes hacer películas, me alegro de que no puedas volver a cantar.

Con una violencia impropia de él, Johnny gritó:

– ¡Lo que estás diciendo es una tontería!

Estaba azorado. ¿Cómo podía Virginia sentir tanta antipatía, tanto odio hacia él?

Ella, que no estaba acostumbrada a que Johnny se mostrara enfadado, había quedado boquiabierta. Segundos después, sin embargo, consiguió reaccionar y argüyó:

– ¿Es que crees que puede gustarme mucho el ver que millares de mujeres se enamoran de ti con sólo oírte cantar? ¿Te gustaría que me paseara desnuda por la calle, para que los hombres fueran detrás de mí? Pues algo así es lo que tú hacías cuando cantabas. Por eso yo deseaba que perdieras la voz, que no pudieras volver a cantar nunca más… Pero eso era antes de que nos divorciáramos.

Johnny terminó su bebida y masculló:

– No comprendes nada, absolutamente nada. A continuación se fue a la cocina y marcó el número de Nino. Se pusieron rápidamente de acuerdo para ir a pasar el fin de semana a Palm Springs, y le dio el número de una muchacha hermosa que le gustaba mucho.

– Dile que traiga a una amiga para ti -indicó Johnny-. Estaré contigo dentro de una hora.

Virginia lo despidió fríamente. A él no le importó mucho, pues aquélla era una de las raras veces en que se había enojado con ella.

Pasaría un fin de semana agradable y sacaría de su cuerpo todo el veneno que llevaba dentro, pensó.

Johnny Fontane tenía una casa en Palm Springs. Cuando llegó, ya se encontraban allí Nino y las dos muchachas, que eran muy jóvenes y, por lo tanto, alegres y poco ambiciosas. Algunos conocidos habían acudido a la piscina de la finca, a bañarse con ellos antes de cenar. Poco después, Nino, acompañado de su chica, subió a su habitación para vestirse y divertirse un poco. Johnny no se encontraba en forma, por lo que envió a su chica, una rubia baja y regordeta llamada Tina, a ducharse sola. Nunca había podido hacer el amor con otra mujer después de discutir con Virginia.

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