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– No bromeo. No soy psiquiatra, desde luego, pero la psiquiatría no me es desconocida. Su amigo Nino podría recuperarse, suponiendo que su hígado no esté excesivamente afectado, algo que de momento no puedo saber. Pero la verdadera enfermedad está en su cerebro. En realidad, no le importa morir, y hasta es posible que sienta deseos de suicidarse. Si no conseguimos curar su cerebro, no hay esperanzas para él. Por eso considero necesario internarlo. Allí podrá ser sometido al tratamiento psiquiátrico necesario.

Llamaron a la puerta. Al abrirla, Johnny se encontró con Lucy Mancini. La muchacha lo abrazó y besó, al tiempo que le decía:

– Me alegro muchísimo de verte.

– Lo mismo digo, Lucy.

Johnny Fontane se dio cuenta de que Lucy había cambiado. Estaba más delgada y vestía ropas más caras, que le sentaban mejor. Su nuevo peinado la favorecía. Se veía más joven y atractiva que antes, y Johnny pensó que tal vez podría hacerle compañía. Estaba seguro de que con Lucy lo pasaría en grande. Pero de pronto recordó que era la chica del doctor Segal. Eso sin duda explicaba el cambio que había experimentado. Dedicó a Lucy una sonrisa exclusivamente amistosa y preguntó:

– ¿Qué te trae al apartamento de Nino, y de noche, precisamente?

– Me he enterado de que estaba indispuesto y habían llamado a Jules. He venido por si podía ser útil. Supongo que Nino se encuentra bien ¿no?

– Digamos que se repondrá -contestó Johnny.

Jules Segal, que estaba tendido en el sofá, intervino:

– Eso ya lo veremos. Mi consejo es que nos sentemos y esperemos a que Nino recobre el conocimiento. Y luego le hablaremos de la necesidad de que se someta a tratamiento psiquiátrico. A ti, Lucy, te aprecia mucho, y es por ello por lo que pienso que podrás ayudar a convencerlo. Y usted, Johnny, si realmente se considera amigo suyo, intentará convencerlo también. De otro modo, el hígado de Nino irá a parar al laboratorio médico de alguna universidad.

La petulancia del doctor ofendió a Johnny. ¿Quién diablos se creía que era? Iba a hablar, pero en ese momento Nino exclamó:

– ¡Eh, tú! ¿Por qué no me sirves una copa? -Se incorporó en la cama, le guiñó un ojo a Lucy y añadió-: Hola, muñeca, acércate al viejo Nino.

Nino tendió los brazos hacia Lucy, que se sentó en el borde de la cama y lo abrazó. Era extraño, pero Nino tenía un aspecto casi normal.

– Vamos, Johnny, sírveme una copa. La noche es joven. ¿Dónde diablos está mi mesa de blackjack?

– No puede beber -intervino Jules-. Su médico se lo prohibe.

Nino se puso furioso.

– Mi médico… ¡Que se joda!

Luego, con fingido arrepentimiento, añadió:

– No se ofenda, no lo decía por usted. No me acordaba de que mi médico es ahora Jules Segal. Oye, Johnny, sírveme una copa. Si no lo haces, me la serviré yo mismo.

Johnny se dirigió hacia el bar. En tono de indiferencia, Jules dijo:

– Insisto en que no debe beber. Entonces Johnny supo qué era lo que le irritaba de Jules. La voz del médico era siempre fría y controlada, dijera lo que dijera. Cuando avisaba, el aviso estaba sólo en sus palabras, no en su voz, que permanecía neutral. Fue esto lo que impulsó a Johnny a llenar de whisky el vaso de Nino.

Antes de entregárselo a su amigo, dijo a Jules:

– Esto no va a matarle ¿verdad? -No, eso no va a matarle -repuso Jules, tranquilamente.

Lucy le dirigió una mirada de preocupación, empezó a decir algo, pero luego se calló. Mientras tanto, Nino se había bebido todo el contenido del vaso que Johnny le había entregado.

Ambos amigos se miraron y sonrieron, satisfechos de haberse burlado del doctor. De repente, la cara de Nino adquirió un tono azulado; no podía respirar, le faltaba aire. Se retorcía como un pez fuera del agua, y sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Desde el otro lado de la cama, Jules miraba fijamente a Johnny y a Lucy. Cogió a Nino por el cuello, para inmovilizarlo, y le dio una inyección entre el hombro y el cuello. Al cabo de un instante Nino dejó de retorcerse, y poco después se quedó dormido.

Johnny, Lucy y Jules salieron del dormitorio y se sentaron alrededor de la mesa instalada en la antesala. Lucy telefoneó pidiendo café y algo de comer. Johnny, entretanto, se acercó al bar y se preparó un combinado.

– ¿Sabía usted que el whisky le produciría esa reacción? -preguntó Johnny.

– Sí, lo sabía -respondió Jules.

– ¿Por qué, entonces, no me lo advirtió?

– Se lo advertí, Johnny.

– Pues no me lo advirtió debidamente -insistió Johnny, airado, pero controlando la voz-. Usted no sabe hablar, y si sabe, lo disimula muy bien. Sus palabras son molestas y chabacanas. Me dice que debemos encerrar a Nino en un manicomio… Le gusta molestar a la gente ¿no es cierto?

Lucy permanecía con la mirada baja. Jules seguía sonriendo a Fontane.

– Nadie habría podido evitar que usted diera de beber a Nino -dijo-. Quería demostrar que no aceptaba mis avisos, mis órdenes. ¿Recuerda cuando me ofreció convertirme en su médico personal, después de lo de su garganta? Si no acepté, fue porque sabía que no llegaríamos a entendernos. Un médico piensa que es Dios, que es el sumo sacerdote de la sociedad moderna, uno de sus elegidos. Pero usted nunca me consideraría de ese modo. Para usted yo hubiera sido siempre un Dios algo ridículo. Como esos doctores que tienen ustedes en Hollywood. ¿De dónde los sacan? Realmente, si saben algo, lo disimulan muy bien. Saben, o deberían saber, lo que le ocurre a Nino, pero se limitan a darle drogas y calmantes, sólo para que vaya tirando. Se arrastran a sus pies porque les paga bien y porque Johnny Fontane es un hombre poderoso y célebre; y, claro, usted les considera como verdaderas eminencias de la medicina, sin saber que a ellos les importa un bledo que la gente viva o muera. Pues bien, mi afición, que reconozco es imperdonable, consiste en evitar que la gente se muera. Si he permitido que le diera un vaso de whisky a Nino, es porque he querido demostrarle lo que puede ocurrirle.

Bajando la voz, Jules prosiguió:

– Su amigo casi no tiene remedio. ¿Comprende bien mis palabras? No ha recibido los cuidados médicos necesarios. Su presión sanguínea, su diabetes y sus malos hábitos pueden provocar una hemorragia cerebral en el momento menos pensado. Su cerebro dejará de funcionar normalmente. ¿Se da usted cuenta de lo que le estoy diciendo? Sí, he hablado de encerrarlo en un manicomio. Y es que quiero que se dé cuenta de lo grave que está su amigo, pues temo que, de otro modo, no tome usted medida alguna. Voy a decírselo en pocas palabras: si lo encierra, quizá le salve la vida; si no, ya puede darlo por muerto.

– Jules, querido, no seas tan brusco, te lo ruego -susurró Lucy.

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