Niño golpeó el verde tapete con los nudillos y dijo:
– Fichas.
El jefe de sala sacó un talonario del bolsillo, rellenó un talón y se lo entregó a Niño, junto con una pluma estilográfica de pequeño tamaño.
– Cinco mil dólares para empezar, como siempre -dijo el jefe.
Niño puso su firma al pie del talón, y se lo entregó al jefe, que se lo guardó en el bolsillo e hizo una seña al crupier.
Este, con increíble habilidad, cogió pilas de fichas negras y amarillas, de cien dólares cada una, y en menos de cinco segundos Niño tuvo delante cinco pilas de diez fichas.
Sobre el tapete verde estaban marcados seis cuadrados, cada uno de los cuales correspondía a una de las seis personas que podían jugar. Niño colocó tres fichas en otros tantos cuadrados, y ganó, pues el crupier tenía un juego muy malo. Niño recogió las fichas, las suyas y las que había ganado, y dirigiéndose a Johnny Fontane, exclamó:
– ¡Así se empieza la noche!
Johnny sonrió. No era normal que un jugador como Nino tuviera que firmar un recibo por las fichas que le entregaban. A los que jugaban fuerte, les bastaba con su palabra. Tal vez temían que Nino, debido a la bebida, olvidara el importe de las fichas que le habían entregado. Y es que no sabían que Nino se acordaba de todo.
Nino siguió ganando, y después de la tercera ronda hizo una seña a la camarera. La muchacha se fue al bar situado en un rincón de la estancia y le trajo un vaso lleno de whisky. Nino bebió un sorbo, se cambió el vaso de mano y con el brazo libre rodeó la cintura de la camarera.
– Siéntate a mi lado, muñeca. Te dejaré jugar algunas manos, a ver si me das suerte.
La muchacha era muy hermosa, pero Johnny pensó que carecía de personalidad. Miraba a Nino con una sonrisa; se veía a la legua que se moría de ganas de jugar. Johnny se preguntaba qué diablos había visto su amigo en ella.
Nino dejó que la camarera jugara unas cuantas manos y luego le dio una ficha y un golpe en las nalgas, para que se alejara de la mesa. Entonces Johnny le pidió que le trajera una bebida. La trajo, naturalmente, pero al hacerlo parecía estar interpretando la escena culminante de una película dramática. ¡Quería impresionar al gran Johnny Fontane! Le dirigió una mirada invitadora, y al andar se movía sensualmente, mientras que su boca, ligeramente entreabierta, era la imagen misma de la pasión. Parecía un animal en celo. Pero Johnny sabía que se trataba de una comedia. La chica adoptaba la expresión propia de las que querían llevarlo a la cama, sin saber que esa estratagema sólo tenía éxito cuando Johnny estaba muy borracho, lo que no era el caso en ese momento. Dedicó a la camarera una de sus famosas sonrisas, al tiempo que le decía:
– Gracias, encanto.
La muchacha lo miró, separó un poco más los labios, adoptó una expresión aún más soñadora y tensó el cuerpo, hasta el punto que sus senos parecían a punto de reventar la blusa que llevaba. Johnny pensó que aquella chica estaba experimentando el colmo del placer, y todo porque él le había sonreído. Sabía actuar muy bien. En realidad, Johnny tuvo que reconocer que de todas las mujeres que había visto representar ese papel era la que mejor lo hacía. Pero tales mujeres no valían nada a la hora de la verdad.
Vio que la camarera volvía a la silla, y mientras bebía lentamente decidió que la comedia no le había gustado, ni tampoco su intérprete.
Todo marchó normalmente durante otra hora. Pero luego, de pronto, Nino resbaló de la silla en la que estaba sentado. Sólo el jefe de sala y el crupier lograron evitar, gracias a una gran rapidez de reflejos, que cayera al suelo. Seguidamente, ambos lo condujeron al dormitorio de la _suite_.
Johnny miró cómo los dos hombres y la camarera desnudaban a Nino y lo metían debajo de las sábanas. Luego, el jefe de sala se dedicó a contar las fichas de Nino y luego anotó el total en su libreta.
– ¿Desde cuándo le ocurre eso? -preguntó Johnny.
– Sufrió un ataque hace varios días. Llamamos al médico del casino, que lo reanimó y le dio algunos consejos. Pero Nino nos dijo que si volvía a sucederle, no debíamos llamar al médico, sino limitarnos a meterlo en la cama, pues a la mañana siguiente se encontraría perfectamente. Y eso es lo que hemos hecho. Tiene mucha suerte; esta noche estaba ganando otra vez. Casi tres mil dólares.
– Bien -dijo Johnny Fontane-. A pesar de lo que él les ha indicado, llamen al médico. Que venga enseguida. Remuevan cielo y tierra, si es preciso, pero quiero que lo encuentren.
Al cabo de un cuarto de hora, Jules Segal entraba en la _suite_. Johnny, irritado, se dijo que aquel hombre nunca parecía un médico. Vestía una camisa deportiva color azul, con ribetes blancos, y calzaba unas sandalias blancas, sin calcetines. Su vestimenta no casaba con el serio maletín de médico que llevaba en la mano.
Johnny, muy serio, le dijo:
– Creo que debería usted arreglárselas para llevar su instrumental en una bolsa de golf.
– Sí, creo que no es mala idea. Estos maletines negros y tan serios asustan a los pacientes. Deberían cambiar al menos el color.
Se acercó a la cama. Mientras abría su maletín, dijo a Johnny:
– Gracias por el cheque que me mandó en pago de mis honorarios. Fue excesivo.
– Tal vez. De todos modos, olvídelo; ya ha pasado mucho tiempo. ¿Qué es lo que tiene Nino?
Jules lo auscultó, le tomó el pulso y la presión sanguínea, y a continuación sacó una jeringa de su maletín y clavó la aguja en el brazo de Nino, apretando después el émbolo.
El rostro de Nino perdió su blanca palidez, sus mejillas recobraron el color, como si la sangre corriera ahora en mayor cantidad y más deprisa por sus venas.
– El diagnóstico es muy simple -dijo Jules en tono áspero-. Cuando se desvaneció por primera vez, lo examiné e hice analizar su sangre; hice que lo trasladaran al hospital antes de que recobrara el conocimiento.
Sufre de diabetes, lo cual no es grave, si uno se cuida. Pero él no quiere saber nada de medicamentos ni de dietas. Además, parece estar firmemente decidido a seguir bebiendo como un condenado. Tiene el hígado hecho cisco, y llegará un día en que incluso su cerebro se verá afectado. Mi consejo es que se lo lleven de aquí.
Johnny suspiró, aliviado. Afortunadamente, la cosa no revestía gravedad. Todo lo que Nino debía hacer era cuidarse.
– ¿Quiere decir que debemos llevarlo a un centro de desintoxicación? -preguntó Johnny.
Jules se acercó al bar de la _suite_ y se sirvió una copa.
– No. Quiero decir que deben encerrarlo. En un manicomio, concretamente.
– Usted está de guasa -respondió Johnny.