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No, no debió importarle mucho porque, por ejemplo, a Sancho se lo llevó en la tercera salida, y siguió considerando amigos suyos al cura y al barbero y los frecuentó y siguió mostrándoles el más tierno de los afectos y la más alta consideración. Y debió de ser ello porque don Quijote leyó en sus corazones mucho antes que en sus palabras o en sus propósitos o en sus actos, y no pudo reprender a quien le tenía por loco, cuando los verdaderos locos y mentecatos y necios eran precisamente ¡os demás, tocando esos asuntos de la caballería.

«No -concluyó Carrasco también-, don Quijote no leyó su libro como lo lee cualquiera de nosotros. De haber descubierto el escarnio y aquella desplegada mofa, lo habría destrozado, antes de darlo a las llamas él mismo. Y debió de ser -siguió conjeturando el joven- que como don Quijote era una bonísima persona, achacaría todas aquellas chirigotas a la inquina de los encantadores y magos para confundir a sus buenos amigos, a los que ponían de ese modo telarañas en los ojos para que no vieran resplandecer la gloria eterna de las novelas de caballería y el ideal caballeresco que él seguía. Y si es cierto que se rieron con ganas de los que ellos consideraban locuras y disparates, no se reían de él, ni mucho menos, sino de aquellas gloriosas aventuras que los tales enemigos suyos hacían que pareciesen descabelladas y ridículas, no siéndolo».

Y aún se diría que el papel mostraba en algunas partes huellas inequívocas de haber llorado don Quijote mientras leía, como poeta que era, conmovido seguramente no por sus propias palabras sino porque las musas lo hubiesen elegido a él para pronunciarlas, como cuando recoge la historia su arenga a los cabreros, aquella que empezaba diciendo: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados… porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío».

Pero don Quijote ha muerto, se dijo el bachiller, y ya no podremos preguntarle lo que le pareció o no este libro.

Y cuando terminó su pesquisa, mandó llamar a Sancho Panza, con el recado de que ya obraba en su poder aquella historia que tanto interés había despertado en el escudero.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO

Para desesperación de su mujer, Sancho había decidido meditar reposadamente, y se pasaba todo el día en casa, solazado, como ella decía, y allí se lo encontró el criado de Sansón Carrasco, sentado en el patio, trenzando, para entretener sus ocios, un cesto de mimbre.

No era precisamente una mujer paciente Teresa Panza, y tampoco se ahorraba los comentarios acuciantes e intempestivos, si pasaba a su lado.

– No es bueno, te lo tengo dicho mil veces, marido mío, que te pases el día mirando las sapas verdes, o maquinando en la mollera, porque no hay cosa peor que la de pensar a secas, sin otra salsa. Para qué queremos mas cestos. Llevas hechos más de treinta. ¿Serás cestero ahora? ¿Dónde los venderás, quién va a querer comprártelos, te sumarás a una tribu de gitanos y los mercarás por esos pueblos de Dios? Y no me digas cómo, pero he oído decir que en las casas que recogen a los frenéticos suele haber dos clases de orates, los que se pasan el día gritando como desaforados, y los que, como tú, clavan la vista en el suelo, y no la levantan en todo el día, como los bueyes mansos, y por más que les pregunten, no responden nada, como tú, que no parece sino que los locos son todos los demás y no ellos. Ay, que terminarás tú como don Quijote, que mala sombra se lo haya llevado.

– Calla, perra, y no muerdas la mano que te ha dado tu regojo. Y yo todavía sé hablar, incluso a ti. No consiento que nadie hable mal en mi presencia de quien fue la florinata de la caballería andante y por quien comes el pan que ahora comes. Y si es cierto que yo, que fui quien mejor lo conoció, certifico los puntos de su locura, también puedo asegurar que nadie como él supo dar consejos al que los necesitaba, y tantas y tan buenas cosas salieron de sus labios, como inmejorables ideas de su magín. Y así te digo que vendrán tiempos que lo conozcan en los altares, y me parece que antes de que cunda la especie, hay que atajar la que lo presenta como alguien rematadamente loco. Pudo estarlo, no digo que no, en un principio. Pero yo he sido testigo de cómo cada día que pasaba decía más y más cosas juiciosas, y no recobró la cordura de repente, como ahora creen todos, sino que eso ya se había empezado a producir de antes, porque nada de lo que sucede, se improvisa, todo viene de lejos, y eso lo sabíamos mejor quienes más lo tratarnos: que si no se le tocaban los asuntos de la caballería, nadie hubiera podido negar que tenía enfrente a uno de los más cabales hombres de este siglo. Y en lo de su locura no fue diferente de todos los hombres, incluido el papa y el rey, que si se buscara en las entretelas de sus cabezas no sería difícil encontrarle a cada cual su propia locura, tan subida, si no más, que la de don Quijote. Y le bastaba su conciencia para obrar, y a ella sola se atenía, y socorriendo al necesitado, a la viuda, al viejo o al niño, no se equivocaba nunca, porque nadie se equivoca ayudando al débil, al pobre, al menesteroso. No hay más santidad que la de la voluntad, y él quiso, e hizo el bien. Pudo querer y quiso poder.

– Jesús, Sancho -dijo bajando la voz Teresa, alarmadísima por lo que acababa de oír-. Que no sólo te llevarán por loco, sino que puede que te reconcilien o, peor, que te quemen por hereje y blasfemo, y seguramente llevas razón diciendo que don Quijote se fue quitando de loco poco a poco, de la misma manera que te vas tú quitando de cuerdo.

– No hay sino que saber de lo que se habla -replicó Sancho-, y tú, no siendo mala, eres una mujer ignorante, y a estas alturas he vivido y visto tanto como para saber que sazonados en su punto, hay muy pocos. ¿Empezamos? Cierto que yo, queriendo ser gobernador, fui el más loco de todos. Pero ¿y tú?;No llegaste a verte vestida con ricas saboyanas, no te imaginaste con coche propio, no soñaste con llamar a duques y reyes, eh, primos, venid acá a dar cuenta de estas gallinejas? ¿No habías encontrado ya para Teresa un marido entre los príncipes de la tierra, no corrían por los ríos de tu imaginación el oro y la plata, no se espumaban cales torrentes con mil sartas de perlas? ¿Y no fueron locos Sanchico y Teresa, creyendo las tonterías de su padre y dejándose remejer por las fantasías de su madre?;Quieres que siga, fuera de esta casa?

Se echó a llorar la mujer y éste fue el momento justo en que el criado de Sansón Carrasco llamó a la puerta, buscando al escudero. Se secó Teresa Panza las lágrimas de forma apresurada con el vuelo de un refajo, le abrió la puerta y salió con disimulo al huertecillo que tenían detrás de la casa.

No le hizo esperar Sancho, y se fue con el mancebo a donde el bachiller. Se lo encontró vestido con su ropa de recibir, una pluma en la mano y los ojos en las negras vigas del techo, de donde parecía cosechar, una a una, las palabras que estaba escribiendo, como racimos de una parra.

A diferencia de la mesa de don Quijote, que muchas veces había visto Sancho, le admiraba a éste la de Sansón, tan ordenada.. El bachiller escribía. Tenía el libro rescatado del sobrado al lado. Hizo que el mismo criado que lo había acompañado hasta allí, le trajera una silla, e hizo sentar al antiguo escudero.

– Has de saber, Sancho -empezó diciéndole Sansón-, que acabo de concebir la idea de una gran obra. Voy a ir poniendo en este papel una historia que será el pasmo de todos, y que trata de las aventuras que pasa un caballero emboscado. y su escudero, celebrando nínfas, persiguiendo náyades, sobornando musas por montes, campos y ríos, en tanto el caballero cumple cierto juramento de sujetarse en la vida rústica hasta no volver a la caballeresca.

– ¿Ese no era el oficio que me tenía reservado don Quijote, durante un año, que fue lo que le prometió al caballero de la Blanca Luna?

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