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– De veras, no sé de qué secta me habláis -respondió el bachiller- ni quién es ese tal don Quijote ni lo he oído nombrar en todos los días de mi vida, aunque también soy manchego. Yo vengo buscando por estos caminos a cierta persona que me importa, y no sé nada de don quijotes ni demás sectas y herejes.

– Pues es una lástima -replicó el ventero-. Yo lo conocí y puedo aseguraros que era uno de los hombres más locos que he visto nunca y más graciosos, aunque en esa materia nada como abrir una venta al lado de un camino para que os lleguen cada día no uno, sino diez quijotes, a cada cual más extravagantes y disparatados, y si yo me pusiera a ello, compondría cien novelas que dejarían en ripio a esas que dicen que circulan ya con sus historias y en las que al parecer salgo yo también.

– ;No la habéis leído ni habéis tenido curiosidad en hacerlo?

– Ah no, señor. No sé leer, y aunque supiera no creo que lo hiciera, que según tengo entendido, ese hombre se volvió loco justamente leyendo novelas como la suya.

– ¿Y dónde se ha visto, señor ventero, que un loco sea una novedad para armar tanto revuelo? Tontos y locos hay en cada i pueblo de España, por pequeño que sea, media docena, y no hay más que darle un cuartin a un muchacho para que éste os los vaya mostrando uno a uno, y si le dais medio real, os los podrá descalabrar allí mismo de una buena pedrada, mientras le dice, ¡cantazo al tonto!, ¡cantazo al loco!

– De esa misma opinión soy yo. Y si por locos fuera, en estas tierras hay tantos, que no se podrían juntar en un solo día. Aunque creo que no me habéis entendido, porque yo – dijo el ventero- hablaba de loco, pero no de tonto, porque, según en qué, razonaba don Quijote mejor que yo y acaso mejor que vuestra merced, dicho sea sin ánimo de ofenderle. Pero como el bachiller Sansón Carrasco no tenía ganas de hablar más de ese asunto, preguntó si querría darle un aposento para pasar esa noche.

– Sí querría, pero no lo tengo. A cuento de don Quijote andan sueltos por los caminos gentes sonámbulas, en su busca, unos, creo yo, para burlarse a su costa, y otros, para sumarse a su hermandad y establecer en la Mancha nueva orden de caballeros, y me han ocupado la casa. Podréis ver esta noche, si os quedáis, lo menos veinte personas cenando…

– Luego quiere decir que al menos podréis darme de cenar -dijo el bachiller.

– Tampoco -le aclaró el hostalero-, pero si traéis algo de comida, por muy poco coste la señora ventera, mi mujer, os lo aviará de mil amores, y podéis luego de cenar quedaros en el pajar, a donde llevaré un camastro en el que podéis dormir lo mismo que en un palacio. Tendréis que compartir esos confortes con una cuadrilla de vendimiadores que van de paso hacia su tierra, después de haber estado traba]ando estos meses de atrás por estos contornos, pero a todos los conozco, y son buenas gentes.

– Lo último me conviene, y en ese pajar dormiré, porque ya no son horas de salir por el camino buscando donde pasar la noche, pero lo primero va a tener peor remedio, pues al mediodía di cuenta de la merienda que traía conmigo.

– No habrá nada que no pueda arreglarse en esta venta, señor, y por muy poco dinero os venderán aquí ai lado, a media legua, en la tienda de un consuegro mío, con qué cenaros. Dadme dinero, y yo enviaré por lo que más gustéis.

Se concertaron el bachiller Carrasco y e¡ ventero para la cena, y después de eso, el ventero se marchó y quedó el bachiller sentado en un rincón de la cocina que servía al tiempo de hostería y sala.

La venta era un ágora. Había en esa sala lo menos siete caballeros, unos con sus criados y otros solos, y todos ellos discutían acaloradamente a propósito de don Quijote, de cuya vida parecían conocer pelos y señales, más y mejor que el propio don Quijote, Cide Hamete y Cervantes juntos.

CAPÍTULO VIGÉSIMO

– Yo he visto, señores, a don Quijote el otro día, hace tres, en una venta del Campo de Cariñena, no muy lejos de una villa principal que allí llaman La Almunia de doña Godina, y con 61 me senté a una mesa, como estoy ahora con vuesas mercedes, y hablamos más de cuatro horas, mientras cenábamos unos huevos fritos con torreznos, y puedo aseguraros que no se hallará en todos los reinos de España un caballero tan pulido como él. Iba don Quijote a la referida Almunia llamado por su regidor. Cuando se enteró este alcalde de que don Quijote se hallaba en la comarca, mandó llamarlo para que juzgase un caso enredadísimo y ya muy célebre que allí se tienen las dos familias principales. Acudió don Quijote, se alojó en la venta donde yo estaba, supe que era él, y al rato ya estábamos conversando. Le bastó saber que yo había leído la primera parte de su historia y que, como él, era un gran partidario de la instauración de la nueva república de los caballeros andantes, para que me tratara con extrema cortesía y me acogiera igual que a un viejo y querido amigo a quien pueden hacerse extremas y bizarras confidencias.

El bachiller Sansón Carrasco, que se había sentado con los demás y escuchaba admirado lo que en la sala se decía, se hizo propósito de no intervenir y dejar hablar a quien ni siquiera sabía que don Quijote llevaba más de tres meses muerto.

Y quien hablaba era un caballero de hasta treinta años, alto, vestido muy ricamente, con jubón acuchillado de ante, camisa y randas a la moda de Holanda y unas botas de camino nuevas, de la misma piel amarilla que el ancho tahalí del que colgaba una espada cuyo trabajo de filigrana hablaba de la importancia de su dueño.

– Porque yo, señores, soy don Santiago de Mansilla y volvía de Zaragoza de ultimar dos grandes negocios, como lo es haber vendido a una señora muy importante de esa villa seis gatos persas enteramente amaestrados por mí, los primeros que nadie haya visto que respondan a la voz de su amo, que se sentaban cuando se les ordenaba y acudían cuando su domador lo exigía, y que eran capaces de hacer otras mil monerías como armar naumaquias, sin temerle al agua, y andar erguidos, como gozques. Y el otro, fue venderle a un vidriero de aquella ciudad el secreto, que yo compré a un turco, de un vidrio que se deja trabajar, como el oro, a martillo, sin quebrarse, templándolo con un zumo secreto, hasta doblarlo. Regresaba, digo, a mi tierra bastante contento y ganancioso. Me paré en la venta, y al ver las trazas de don Quijote, tan bien descritas en el libro de sus historias, y comprobar que le acompañaba un escudero que respondía por el nombre de Sancho Panza, me acerqué y le pregunté si en verdad eran uno y otro quienes yo suponía que eran. Me preguntó quiénes creía yo que eran, y cuando lo supo, me respondió: «Gentilhombre, antes debéis decir con qué don Quijote queréis hablar, porque habéis de saber que hay ahora andando por el mundo, que yo sepa, otro don Quijote, y no descarto que pudiera haber un ciento, porque la fama de mis hazañas está incitando a mis envidiosos enemigos, los cuales se encargan de sembrarlos por todos lados, allá donde voy, suplantadores que dicen ser yo, no siéndolo, y éstos cometen tales desaguisados y tantas aventuras pueriles que malo será que no me tengan todos no ya por loco, como a veces he oído motejarme, si no por rematadamente tonto. De modo que si el don Quijote que decís conocer, lo conocisteis en el libro de Miguel de Cervantes, que lo tradujo del verdadero historiador de nuestras aventuras, el moro Cide Hamete, entonces aquí lo tenéis en vuestra presencia. En el caso de que lo hayáis conocido en uno de un tal Avellaneda, que Dios confunda, o en cualquier otro, que no dudo se habrá impreso, a tal cota llega ya mi fama, os diré que de mí no sabéis absolutamente nada, o peor aún, que lo que conocéis es tan contrario a mi naturaleza y mi temperamento, que incluso es posible que esas patrañas os estorben tanto, que os será difícil desterrarlas de la cabeza, que por eso se ha dicho aquello de que calumnia, que algo queda». Y asi lo confirmó el escudero que llevaba con él, y que no podía ser otro que Sancho Panza, quien en un minuto llovió tales gracias, como no las hubiera soñado ni muerto el tragón, tagarote y borrachín que sale en el del autor tordesillesco. Les confesé yo entonces que no conocía su historia sino por la de Miguel de Cervantes y que no sabía de qué otras me hablaba, aunque en eso le mentí, por no enfadarle, pues también he leído la de ese Avellaneda, y entonces pasó a referirme con harto dolor todo lo que los magos encantadores hacían por desbaratar sus hazañas y confundir a quienes pudieran honrarle por ellas. Me preguntó a continuación quién era yo, se lo declaré, así como el negocio que me había llevado a Zaragoza, y se dolió mucho de no ver a mis seis gatos, porque, dijo, eso iba a ser cosa notable. Luego tornó a preguntarme qué derrota iba a tomar, y como le dijera que íbamos mi criado y yo de vuelta a nuestro lugar y que éste no se hallaba lejos del Toboso, pareció encandilarse todo él. Después de algunos requilorios me preguntó si yo querría llevarle una larga epístola a su dama, la famosa princesa Dulcinea, encantada ahora al parecer en forma de grosera campesina. Le dije que yo haría eso con sumo gusto. Pidió al ventero si por casualidad había en la casa recado de escribir y un poco de papel, de todo lo cual le proveyó un alguacil que también posaba esa noche en la venta, y se apartó de nuestra compañía. Dos horas se encerró en su aposento y cuando a punto estábamos de retirarnos a descansar, volvimos a verle. Traía don Quijote una larga epístola. La agitaba en el aire como un ventalle, por secar la tinta, todavía fresca, y pudimos ver todos que había enjaretado en ella unas octavas de las llamadas reales, que allí mismo nos leyó a todos, maravillándonos de que un hombre tan esforzado con las armas fuese al mismo tiempo tan consumado y cumplido con las musas.

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