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Empezó a llorar Quiteria, que, como pobre que era, apenas tenía otros gozos que aquel de llorar.

– Y así como tú has guardado tu secreto durante este tiempo -siguió diciendo don Quijote, a quien las lágrimas de su ama conmovieron y le hicieron bajar el tono de sus palabras hasta dejarlas en un puro murmullo-, yo no hubiera publicado el mío de no habérmelo arrancado en sueños los encantadores y magos malignos. Así lo habrás oído, cuando me quedo dormido al lado del fuego. Sea, y ya que tú lo sabes, lo proclamaré a partir de hoy a los cuatro vientos y no lucharé sino para merecerlo y hacerle proclamar á todo el orbe que ella es la más gentil, hermosa y delicada señora de todas cuantas hoy habitan este mundo, y que ninguna otra se le iguala en importancia ni porte ni donaires. Canta como las rosas, y toda ella está perfumada como los ángeles. Aunque no puedo decir que esté enamorado de ella sino de oídas y figuraciones mías, porque el otro día apenas me pareció verla de lejos en El Toboso. Y conviene que sepas que no es Aldonza Lorenzo, como tú crees, sino que los encantadores le habrán dado esa apariencia, pero su naturaleza es de princesa germina, y no quita ello para que sea mi encarnizada enemiga, y por ella y para rendirla voy muy pronto a acometer tales empresas que serán el orgullo de las naciones presentes y el pasmo de las venideras, porque ningún caballero enamorado, ni el mismísimo Lanzarote de su Ginebra, ha podido estarlo tanto como yo de ella. No sabes tú bien cómo me duelen estas palabras, si con ellas te causo algún mal. Item más te digo, que sabiendo ya, o oliéndome lo que contra mí empiezan a maquinar ciertos encantadores que me malquieren, estoy por creer que ese sentimiento que tú dices que es amor te lo han infundido esos enredadores únicamente con el propósito de hacerle el mal a quien yo mejor quiero, que eres tú, mi buena Quiteria, sin quien esta casa se habría echado al traste. Y no casa, sino huerto y vergeles es lo que aquí hay, entre estos cuatro muros, por cómo lo tienes todo de ordenado y dispuesto. Y darte un sí en esta ocasión yo lo tendría como dárselo a una hermana, y como a hermana te he visto siempre y como hermana quiero que sigas llevando esta casa y ocupándote de mi sobrina Antonia, para la que has sido padre y madre al mismo tiempo, y a quien, por cierto, habrá que atar corto porque la niña está espinándose entera, como las zarzas, saliéndole en la cara las locuras de su padre y la locura de su madre, con tantas figuraciones como mi pobre hermana traía en la cabeza, que yo no sé de dónde le vendrían a ella. Así que mi respetada Quiteria, mi casta Quiteria, mi benditísima Quiteria, sigamos cada cual en lo nuestro, sin salimos de los cauces naturales que cada una de nuestras vidas tiene marcados, y vayase cada cual a su mancera, tú a tu rueca y yo a mis meditaciones, que hay muy mucho aún que labrar, y en mí, como no sea para requebrar amores, hallarás siempre a quien te defienda. Y no digo más. Vete, que aún me queda mucho por saber de este buen y gran amigo Amadís.

Abrió el libro don Quijote por la página en que lo había dejado y siguió leyendo como si tal cosa.

Salió de su estudio Quiteria un tanto conturbada, triste y alegre, al mismo tiempo, tranquila y asustada, y de aquello no volvió a hablarle a don Quijote nunca más, ni don Quijote se lo recordó, pero no por ello dejó de sentir la mujer en su corazón aquel fuego que le abrasaba y el dolor que le producía ver al príncipe de sus sueños cada día más loco y haciendo cosas cada vez con menos asiento en esta vida.

«¿Y qué que me hubieran despertado este amor los malditos encantadores y el mismísimo Belcebú señor de las moscas, Altea? Lo padece mi corazón, y aunque en ese amor me hubiese muerto, más me hubiera muerto de no sentirlo. Ay, tonta mía, y cómo supe entonces que no era la tal Dulcinea la que le separaba de mí, sino aquellos libros habían sido el estorbo que entre los dos se levantaba, y más aún. entre él y el mundo, y los que le volvieron triste, él que no lo era, y que de no haber mediado aquellas tías Ginebras, Belisas y Amarilis que tenían de princesas lo que yo de emperatriz de Constantinopla, no habría llegado a la que luego llamó él su Dulcinea del Toboso, otra que tal, pues tiene ésa de dulce lo que yo de tobosana. Pero buenos quedaron todos sus libros en la hoguera que les hicimos en el patio, que de habérsela podido hacer en su mollera le habrían dejado cuerdo en su casa, atendiendo a su hacienda y cuidando de nosotras dos, que fuimos, al fin, peor o mejor avenidas, la única familia que le quedaba en este mundo…»

«Y ahora, ¿qué haré?, Altea, Alteílla», y la llamaba asi, porque le recordaba el Quiterilla con que don Quijote la había llamado tantas veces.

Ese pensamiento que le colmó ciertos turbios pasajes del alma en el arranque, en e! arribo se la colmaron de más triste y penosa realidad, porque no quería irse de casa. «¿Adonde iré? -se repetía asustada-. ¿Quién va a querer a Antonia más que yo?», y acaso pensó, como ya lo había pensado otras veces, que ésa podía haber sido la hija que no tuvo con don Quijote. Pero Antonia era una muchacha orgullosa y ni siquiera le preguntó la razón por la cual quería ir a Hontoria, cuando no era el día de Santiago el Mayor.

Al fin avistó, doblando el camino, detrás de unos álamos que ya habían perdido la hoja, su pueblo, tras la tenue celosía de las ramas desnudas. «No tiene una mujer sola y vieja como yo en estos tiempos, Altea, sosiego para pensar sus cosas. Ni tampoco a quien decírselas.»

Y repetía un arre, arre, y tamborileaba con el palito sobre la albarda, para que Altea avivase el paso, ya que Quiteria quería llegar cuanto antes a su pueblo, aunque no sabía para qué y tampoco lo sentía ya su pueblo, porque su pueblo ya sólo podía ser en el que vivió y murió su amo.

El escaso caserío de Hontanar, suelto, en dos barrios, subía por la suave loma de un montéenlo como un puñado de cabras. De los humeros, en el azul frío y ceniciento de la mañana, se colgaban algunos hilos blancos que tardaban en disiparse, Y ante la visión de su pueblo, se le apretó el corazón, porque no sabia en realidad muy bien a qué había vuelto a su pueblo ni cómo iba a explicar a los suyos lo anómalo de aquel viaje, tan desacostumbrado.

Porque ¿cómo explicar que no venía a ese lugar sino para huir de otro?

CAPITULO DÉCIMO SEXTO

Quiteria, que tenia que estar de vuelta de Hontoria ese día, no apareció. Cebadón, después de que sucediera todo lo que sucedió, todo lo que para Antonia no había sucedido, fue a buscar un guitarrillo con el que solía acompañarse cuando cantaba, y allí mismo, en el patio, para que la muchacha le oyera bien, empezó a templar ásperos y alusivos sones.

En las galernas de amor
el que manda es el querer
y por eso nunca digas
de esta agua no beberé,
porque podría ocurrirte
que te murieras de sed.

Desde su aposento, en el primer piso, donde había subido la muchacha a lavarse, lo oyó enfurecida, sin atreverse a mandarlo callar. Siguió el mozo, más y más enardecido, cantando unos buenos ratos, sentado en el patio, apoyada la espalda contra una pared y las piernas extendidas sobre aquel pavimento de guijos y tabas que formaban curiosas trenzas y dibujos.

Al rato bajó Antonia y se plantó delante de él, esperando que dejara de pulsar la guitarra para hablarle. Lo hizo el mozo, pero no tan deprisa como le obligara el decoro, retando a la muchacha con la mirada. Se medían los dos, por ver quién salía victorioso de aquella justa, y sin perder la paciencia ni la compostura, le ordenó Antonia con musitada firmeza, inexplicable en alguien tan joven, que se levantase y se marchara a sus labores, porque no eran horas de estarse cantando. No tuvo otro remedio Cebadón que rendirse a la fuerza de aquella orden, y con una sonrisa de bravo en el rincón de la boca, se levantó muy despacio. Luego, y sin dejar de mirarla a los ojos, añadió con cinismo:

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