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– No -le respondió Sancho Panza, que les había estado escuchando atentamente-. No puede ser eso, pues es manifiesto que lo que dicen esas palabras es que el hombre que quiere y no puede es tan desdichado como el que puede y no quiere. El que quiere hacer el bien y no puede, se desespera y se desvive. Pero no lo pasa mejor el que pudiendo hacerlo, no lo hace, porque el corazón se le volverá de pedernal y todos lo aborrecerán, como al tirano. Por eso esa consigna es de un hombre no sólo cuerdo, sino muy bueno, como don Quijote era, que sólo pedía poder hacer lo que quería y ajustarse y acomodarse en lo que podía, o sea, el ser libre y el ser justo. Y lo mismo que ahora figuran en su escudo, hubieran podido campear en el de Alejandro el Grande.

– ¿Y tú qué sabes de Alejandro Magno? -preguntó alguien que a falta de amo quería oír disparatar al escudero, pero nadie le secundó esa broma, y tampoco Sancho se molestó en responderle, porque estaba inapetente, de no haber dormido, de haber tenido que ir a buscar a Pedro Ángulo y de haber cavado la sepultura de su amigo. Y, claro, de habérsele muerto la mitad del alma.

Siguieron a éste otros coloquios. Por su animación se hubiera podido creer que ya no se acordaban de don Quijote y que en todo se estaban holgando, pero fue aquel entierro como muchos otros entierros, en los que se da sepultura a hombres que dejando tras de sí gran consternación y desconsuelo, dejan también entre los vivos un alivio, de ver que la vida podría haber sido para el difunto, de no haber muerto, un larguísimo calvario de penurias.

Y eso pasaba desde luego en aquella ocasión. Con don Quijote se iba, cierto, un hombre bueno. Pero don Quijote, al morir, era también un viejo de bien cumplidos cincuenta años, con la salud quebrantada y el juicio tan precario que aunque los cielos se lo hubieran retornado, nadie hubiese podido asegurar que sus malos pasos y sus devaneaos fuesen a conservárselo para siempre. Así que, tal y como lo sintieron todos íntimamente, don Quijote había muerto en el mejor momento, cristianamente y dejando un testamento que a todos contentó y admiró por su sensatez. A todos menos a la sobrina. Era el secreto de la sobrina. Uno de ellos al menos.

CAPITULO DUODÉCIMO

¿Por qué había tenido don Quijote que dejar aquella cláusula? ¡Qué viejo extravagante! ¿Por qué quería hacerle pagar a ella sus pecados librescos? ¡Qué ganas de seguir disponiendo las cosas desde la otra vida! Desde luego entre Sansón y todo lo que le dejaba su tío, si tuviera que escoger, ella no lo dudaría, y que el demonio se llevase la casa, los pegujales, los viñedos, el ganado. ¡Maldito loco!

Antonia estaba deseando que se terminara aquella larga jornada y que se fuese todo el mundo a sus casas, pero antes tenía que cumplir con la tradición y ofrecer aquel convite a los más íntimos. Lo habían estado preparando durante todo el día Quiteria y ella, personalmente en su cocina, y otras cosas, como los dulces, los trajeron de Santa Águeda, y los asados los mandaron a Justina, la hornera, que tenía su horno a la vuelta de la calle.

Al final, entre unos y otros, entre invitados y los que se invitaron por su cuenta y a los que nadie se atrevió a decir, «¿y tú por qué te quedas?», se reunieron lo menos veinte personas.

De algunas se ha hablado ya, pero de otras no tanto.

Se encontraban presentes el escribano señor De Mal. Sancho, el muchacho de Sancho, que acompañó a su padre, el bachiller, el barbero y el cura, y otros cuantos de los que apenas se sabe nada, como por ejemplo Bartolomé de Castro, que había sido alférez en los tercios, al mando del famoso capitán José de Velasco. El alférez que decía siempre aquello de «yo no me quejo; me lastimo», refiriéndose a su pobreza y a verse lampando después de haber peleado por el Rey en más de cuarenta batallas. Este Castro había tenido mucho que ver en la locura de don Quijote. Fue él quien primero le calentó los cascos. Le relataba, fantaseándolas a gusto, toda clase de aventuras militares y campañas de Italia y Flandes, y luego le decía: «No sé cómo vuesa merced, que podría dotarse como corresponde a un caballero y buscarse cartas, no se va a la milicia como capitán»; o Marcelo García Menores, herrero que herró por última vez a Rocinante, y que sólo por ese viático algún día entrará en la nómina de los inmortales; y Mateo Halcón, sastre, que le avió a don Quijote en una noche dos ropillas, un jubón y unas calzas, prendas de las que no cobró la hechura ni el hilo, por parecerle de mal cristiano favorecerse de la locura de un vecino, y que fueron ropas con las que Sancho hizo maleta; y Valeriano de la Flor, boticario, a quien don Quijote encargó la preparación del famoso y genuino bálsamo de Fierabrás, milagroso específico y panacea de todos los males, con el objeto de llevarlo consigo en la tercera salida (boticario que, compadecido de la locura de su amigo, le dio únicamente un suero catolicón hecho con hidromiel, y muy aguado, engaño que descubrió don Quijote, pese a lo cual no dijo éste nada ni habló nunca mal de don Valeriano, limitándose a verter ese mejunje detrás de la puerta del corral, en cuanto llegó a su casa, para evitar usurpaciones infamantes, con el propósito de hacérselo él mismo en la primera ocasión que pudiera); y Albino Casariego, cautivo cinco años en Argel. Este llevaba hablando desde su liberación, hacía más de veinte, de armar una gran flota que liberase a todos los cautivos cristianos que allí quedaron, en la cual quería enrolarse, cómo no, el mismo don Quijote, y así hasta juntarse en casa del hidalgo veinte personas o más.

Las asistían a todas Quiteria y Antonia, a las que se sumaron Teresa Panza y la hija de ésta, Teresica, que ayudaban.

Con la impresión del cementerio estaban al principio todos un poco apagados, pero en cuanto empezó a circular el vino y la mistela, la ratafía y la aloja, el aguardiente de anís y el orujo, aquello fue animándose y las conversaciones se avivaron. Todas versaban sobre el difunto, y los mismos a los que don Quijote traía a mal traer cuando vivía con sus locuras, lo echaban de menos cuando ya no podía cometerlas.

Lo recordaban cuando se llamaba Alonso Quijano y se hubiera asegurado que aquello era un torneo para dilucidar quién lo había tratado de antes o con mayor intimidad, pues todos de una u otra manera empezaban a sentirse orgullosos de haber sido amigos suyos.

La alegría y la locuacidad se apoderaron de la reunión, pero contrastaban con el aire sombrío y taciturno de Sancho, quien, pese a su sobriedad de los últimos días, dio en beber con probado ofuscamiento y la mirada perdida en las migas de la mesa.

El bachiller Carrasco, que estaba sentado a su lado, lo advirtió.

– Sancho, ¿estás bien?

– ¿Habría de estarlo? Se nos ha muerto algo más que un amo o un amigo. En poco más de un año se nos ha ido el siglo mismo, y acaso ha llegado él loco más lejos en ese tiempo, que logremos nosotros llegar cuerdos en lo que nos queda de vida. ¿Es para estar bien?

El calor hacía tener las ventanas abiertas. La animación de aquel cabildo trascendió, y algunos vecinos más se animaron a sumarse a ella. Hubo necesidad de ir a pedir sillas a dos o tres casas, que Cebadón trajo presto.

El cielo, cargado, anunciaba tormenta, pero no acababa de romper por ninguna parte, y el aire erizaba el pelo de los gatos y perros que se daban el festín entre los pies de los presentes comiéndose lo que se caía de los platos.

– Ea, señores -dijo el ama Quiteria poniendo una fuente de humeantes viandas, como para dar de comer a un regimiento-. Sírvanse vuestras mercedes y que nadie quede con hambre. Que no se diga que en el entierro de mi señor Quijano se acordaron de él más por su tacañería que por su liberalidad. Coman, y que les aproveche.

Se personaron, como en una ordenada comedia, por turno o en tropel, una olla cuyo caldo habían espesado tres gallinas canónicas y doce pichones; media docena de uñas de vaca y la lengua de esta misma vaca, que habló mucho y bien en aquella hora tristísima de su buena disposición,}' medio carnero que no se quedó atrás en hacer el ditirambo del difunto, y un cabrito lechal que puso ojos de mucha tristeza, más dolido también por la muerte de don Quijote que por la suya, tres conejos en pebre y cinco francolines en conserva, una fuente de tajadas truchuelas y una orza de adobadas longanizas sin contar todas las frutas de sartén que vinieron a los postres nadando en miel y otros menudos pasteles. La comida y el vino soltaron las lenguas y ayudaron a disipar la tristeza de haber enterrado un hombre tan irrepetible como don Quijote, y al rato, muy animados, ya hablaban todos, y a voces, de las famosas hazañas del muerto. Algunos se las habían oído referir al mismo don Quijote, otros a su escudero, otros las habían leído en el libro de Cervantes, y otras, en fin, las habían protagonizado algunos de los convidados.

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