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Encontró a don Quijote vuelto de lado, con un gorro colorado, del tipo galocha, calado hasta las orejas, mirando la pared.

Ni siquiera tuvo que ponerle la mano en la frente para saber si persistían o no aquellas fiebres que se tomaron al principio por un causón y luego por tercianas. Supo que estaba muerto porque la muerte dice las cosas sin palabras, mordiendo con sus dientes de rata una esquinita del corazón de los vivos, y comprendió la muchacha que a su tío se le había helado la vida, y así, como estaba que parecía dormido más que muerto, vuelta la cara contra la pared, supo que estaba más muerto que dormido, y salió a comunicárselo a los amigos que durante aquellos últimos días habían querido acompañarle en el tránsito y lo velaban, esperando un desenlace funesto o la mejoría milagrosa.

Apoyó el brazo en el quicio de la puerta, como si quisiera encontrar fuerzas para seguir de pie, se colocó un mechón de pelo por detrás de la oreja con inadvertida coquetería, porque entre los presentes estaba el bachiller Sansón Carrasco, y dijo con voz evaporada:

– Ay, señores, que me parece que se me ha muerto mi señor tío.

Y aunque el ama Quiteria, por encontrarse en ese momento en la cocina haciendo unos gazpachos, no oyó estas palabras, sí advirtió el hondísimo suspiro que le siguió, y le dio un vuelco el corazón, y acudió desolada a donde estaban todas.

CAPITULO TERCERO

Al morir don Quijote el pueblo empezaba a despertarse y no se oía ni una voz, ni unos pasos, m los cascos de las caballerías sobre las piedras, m el atropellado menudeo de las pezuñas de las cabras, como caireles. Nada. Sólo los gallos. Y algún perro.

Luego sí, A media mañana se oyeron las campanas.

Al morir don Quijote la casa se llenó de un gran silencio, que únicamente se atrevieron a romper seis corderos que se guardaban en el corral. Dadas las circunstancias, habían olvidado echárselos a sus madres, y balaban dolidos y hambrientos.

Al morir don Quijote, y después de las primeras condolencias y la lógica agitación, los amigos allí reunidos, el ama y la sobrina no supieron muy bien qué tenían que hacer, aunque todo lo fueron haciendo ordenadamente a lo largo del día, como si improvisaran al mismo tiempo el ensayo general y el estreno de aquella triste y memorable jornada, e hicieron cosas que pensaban serían muy necesarias para el alivio del dolor de los demás, aliviándose de paso en el dolor de hacerlas.

Incluso la vida de ese pueblo, al morir don Quijote, quedó durante unas horas como ese mosquito que vemos apresado en un trozo de ámbar.

Pudo ser así porque era un pueblo pequeño. Para algunos era un pueblo pequeño, pero para otros, orgullosos de él, era un pueblo grande y señalado. Tenía médicos (dos), cura, albéitar, boticario, droguero y algebrista. También hombres de armas. Tenía un oficial del Santo Oficio, un corregidor, y dos corchetes de la Santa Hermandad, con cuatro alguaciles cada uno. Regidor y servidores del Rey. En el pueblo vivían tres alcabaleros, uno de ellos en posada. Había, pues, posada. Tenía tres molinos, en el alfoz, y dos hornos, cada uno con su hornera y su anacalo. Tenía docena y medía de hidalgos, de modesta hacienda, unos con más y otros con menos, un conde (que vivía en la Corte), y oficiales de más de veinte oficios, pelaires, boneteros, esparteros, tejedores, jubeteros, calceteros, olleros y alfayates, alarifes, carpinteros y tallistas, zapateros, pelliteros, melcocheros y dulceras, herreros (dos), aguadores (dos también). Llegó a tener un impresor, que al año de instalarla se llevó la imprenta al cercano Argamasilla, mejor comunicado con Madrid y Toledo. Y un laurente que hacía papel en tina y que siguió al impresor en su éxodo argamasillero. Tenía escribanos (dos), licenciados (tres), y por supuesto todos aquellos que se dedicaban a las labores del campo, labradores, pastores, jornaleros, podadores, talabarteros, guarnicioneros (uno), aperadores. Así que para unos podía ser un pueblo pequeño, pero había quienes pensaban, con razón, que no era tan pequeño.

Tenía una iglesia, con su torre y su reloj de sol, y dos conventos de monjas, uno llamado de Santa Águeda y otro Las Claras, que competían en devociones y gollerías.

Tenía un viejo caserón en la plaza de la Iglesia (llamado del conde, o Palacio), de fábrica colosal, y otras muchas casas, acaso no tan grandes o más escondidas, con su blasón. El cronista del lugar, un viejo que había sido secretario del conde, tenía inventariados veintidós blasones, algunos muy antiguos, todos de piedra, con más o menos literatura y más o menos estropeados. Este viejo estaba muy enfermo y murió un par de días después que don Quijote, pero su muerte, al lado de la del caballero, quedó completamente ensombrecida.

El resto de las construcciones del pueblo parecía acogerse alrededor de la iglesia como polluelos pegados a una gallina clueca, amontonadas y artríticas.

Tenía también dos calles airosas y concurridas (la que iba a la iglesia, la Ancha, y la que salía del pueblo, la Alameda), y todas las demás retorcidas, cortas, sombrías y estrechas, sobre todo las del barrio morisco.

A mediodía empezaron a oírse las campanas.

Los vecinos, los caminantes que venían al lugar o pasaban cerca, los labradores de los contornos y los pastores, las oyeron hiriendo a muerto, graves, lentas y profundas. Les parecía una hora muy insólita para doblar a muerto (la costumbre en La Mancha era tundirlas por la tarde, después de vísperas), y algunos llegaron a creer, supersticiosos, y así lo difundirían luego, que los bronces habían sonado solos ese día, como la célebre campana de Belilla, que se tañía de suyo en ocasiones de sucesos notables.

Y a la gente le extrañó que tocasen a muerto, porque nadie pensaba que don Quijote se encontraba enfermo, habiéndolo visto llegar hacía un par de semanas tan campante.

Es más, al principio muchos creyeron que quien se había muerto era el secretario del conde, el cronista del pueblo, el de los blasones, que llevaba muñéndose desde hacía lo menos cuatro meses. La noticia corrió como la pólvora: «El que ha muerto ha sido don Quijote».Y no lo podían creer. «¡Válgame Dios! -decían-, si no era tan viejo; si decían que había recobrado el juicio; si hace dos semanas lo vimos todos como si tal cosa.»

Se referían al día en que lo vieron llegar de su tercera salída, de vuelta de Barcelona. Dio alarma un chico que disputaba con otro en ese momento a cuenta de una jaula de grillos. Muchos salieron a verlo y otros se hicieron los encontradizos, para no pasar por curiosos e impertinentes. Venia como siempre flaco, acaso un poco más viejo y desmejorado, con más canas y las encías mondas, pero firme sobre su cabalgadura. Don Quijote, que montaba a Rocinante, echó pie a tierra. No se sabe por qué se le cruzó por la cabeza que derrotado como venia por el caballero de la Blanca Luna era mejor hacer la entrada en su pueblo a pie, y no a caballo. Seguramente pensó que de ese modo daba a entender que no le temía a las murmuraciones, y que las arrostraría a píe, con quien hiciera falta. Y allí, en aquella era, echó un breve discurso a los chicos v a media docena de bausanes que estaban cazando pájaros con liga. Nadie entendió lo que decía. Luego se marchó a su casa, y algunos que no se habían atrevido a reírsele en las barbas, lo hicieron con pena en cuanto se alejó.

La casa de don Quijote estaba frente al Palacio, frente a la iglesia, frente a los soportales.

Fue caminando despacio por la calle Ancha, sin mirar a parte ninguna, sólo al frente, llevando el rocín de las riendas. Su expresión era de suma tristeza y aflicción causadas no tanto por sus quebrantos de cuerpo sino por tantos sinsabores como había conocido los últimos días.

Unos le saludaron y otros no, quizá por timidez, quizá por temor, quizá por respeto y no hacer leña del árbol caído.

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