Quedó en la puerta principal Celestino, vigilando, por si alguien llegaba, y Tosilos ayudó a Sansón Carrasco a subir las escaleras, llevando en alto una linterna. El agónico roce de las armas y el chasquido de las espuelas, codales y rodilleras, así como la mal encajada celada, llenaron aquel silencio de estremecedores y ensordecidos vaticinios.
Se dirigió entonces Sansón al aposento donde estaban acostados los duques. Dormían profundamente. Temió Carrasco que el láudano alegremente vertido por su amigo Tosilos en el vino de los criados hubiera acabado igualmente en la copa de los duques. Los necesitaba despiertos. Tosió, carraspeó, golpeó el suelo con el lanzón, como el guión que abre las procesiones, y sólo así despertó el duque, y a las voces de éste, la duquesa.
– ¿Quién vive? -preguntó el duque, que sólo veía a contraluz la espectral sombra de una estantigua-. ¿Qué burla es ésta?
– No quién vive, no, sino quién muere, y no burlas, sino muy de veras -respondió tan reposada y gravemente el bachiller, imitando la voz de su amigo don Quijote, que incluso a Tosilos, que esperaba tras la puerta, le hizo dudar que no fuese el mismo don Quijote de la Mancha a quien él tan bien conoció. Llamó a gritos el duque a sus criados, pero no tuvo más respuesta de ellos que el eco angosto de su propia vacilación. Quiso entonces ponerse de pie, y se encontró con la espada en el pecho.
– Da un paso, y te atravesará como a un cochino. He venido a hablaros desde el más allá, donde vago sin sosiego.
Saltó la duquesa de la cama, y huyó despeluzada hacia la puerta, queriendo salirse, y lo hubiera logrado si Tosilos no hubiese encajado la tarabilla.
– Es inútil, mujer, que huyas. La puerta está trancada, nadie nos oye y esta noche es de Satanás, al que asisten Lucifer, Barrabás y Belcebú, y Asmodeo, príncipe de la lujuria, Leviatán, demonio del orgullo, Belial, patrono de los gitanos, adivinos y brujas, Aurisrel, que reina sobre jugadores de naipes hechizos y sobre blasfemos, y el gran Renfas, el diablo cojuelo, introductor de todos los vicios en este mundo. Vuelve a la cama si no quieres enfriarte y que mi espada atraviese el pingüe pecho de tu esposo.
Volvió sumisa la duquesa a la cama, temblando de frío y miedo, y pudo continuar Sansón con aquel discurso.
– ¿Tenías que venir hasta mi pueblo a escarnecerme? ¿No os bastaron las burlas que a mi y a mi escudero nos endosasteis en vuestro castillo? ¿Aún os quedaban risas con que vejarnos, dolos con que humillarnos, favores que lanzarnos como se lanzan a un perro los despojos? ¿Sólo un pobre loco puede entretener vuestras vidas acorchadas y secas? ¿Tan podridos estáis que sólo la irrisión os alivia de vuestra vida miserable? ¿No has encontrado tú, duquesa, un cauterio mejor para vuestros caños que las burlas al prójimo?
Hizo aquí el bachiller una estudiada pausa para que la duquesa calibrara la naturaleza de la revelación de algo que ella llevaba tan en secreto.
– ¿Te ha sorprendido, duquesa, que sepa lo de tus llagas? ¿O que te ves a solas con Tosilos desde hace dos años, cuando el duque se marcha a sus monterías?
Nunca hubiera pensado Tosilos, y ni se atrevió a moverse de detrás de la puerta, que aquella confidencia que le había hecho a su amigo Sansón Carrasco pudiera él ventilarla tan a la ligera, lo mismo que las otras que fue desmigando allí con aquella voz impasible y triste.
– Y tú -prosiguió, hundiendo un poco más la espada en el pecho del duque-, ¿no dices nada? ¿Te sorprende, duque, que sepa que llevas robados más de dos millones de maravedíes de las alcabalas en estos últimos diez años y que sé dónde los guardas? ¿No tienes bastante que quieres ahora robarme el reposo eterno y sacarme del cementerio de mi propio pueblo? ¿Has contado alguna vez el número de tus bastardos? ¿Quieres oírlo? Veintitrés dicen que tienes, pero yo sé que alcanza a cuarenta y ocho, si acaso, a esta hora, no están llegando los que harán el cuarenta y nueve y el cincuenta, pues vienen mellizos. ¿Queréis reír de veras? ¿Si te atravieso con la punta de mi espada ese sucio gaznate, te reirás? ¿Si te abro otras diez fuentes en tus posaderas, duquesa, lo encontrarás risible?
Dejó
pasar un momento. Apartó la espada del pecho del duque, que pudo respirar aunque no todo lo anchuroso que
hubiese querido. Se abrazó la duquesa a su esposo, y no se atrevió él a rechazarla.
La imagen de aquel don Quijote postizo era magnífica
a contraluz. El simulacro de las barbas y la tez demacrada, al resplandor de aquella luna tormentosa y llovida, impresionaba. Cierto que era Sansón Carrasco de más corta estatura que don Quijote, pero era ya tanto el miedo que tenían metido en el cuerpo los duques, que no reparaban en pie de más o de menos, ni aun en vara.
– Dejadme tranquilo. Jamás volváis a poner mi nombre en vuestros labios ni los zapatos en este pueblo. Ante nadie os ufanéis de haberme burlado en el castillo, y tendremos la fiesta en paz. Mañana, en cuanto amanezca, partid de aquí en hora mala. No esperéis al conde. Y no os detengáis hasta llegara vuestro castillo. Allí, busca, duque, a las madres de tus hijos y entrégales a cada una doscientos ducados, que tus robos podrán permitírtelo, y a cada hijo, otros doscientos, y si la madre ha muerto, entrega al hijo los doscientos que serían de su madre, porque acaso haya muerto por no haber los socorros que le debías. Y empezad a vivir vida de penitencia, porque no os queda mucho en este mundo, y será mejor que vayáis pensando en el otro donde un Dios justiciero pesará con balanza todas vuestras acciones. A ti, duque, te matará un jabalí sin que puedan remediarte tus monteros, y tú. duquesa, acabarás desaguada por tus llagas, que ya nunca cerrarán. Y a Tosilos le darás, duquesa, dos mil ducados, por todas las veces que lo metiste en tu lecho sin que él lo apeteciera. Y si no cumpliereis alguna de estas que son como leyes, volveré a salir de mi tumba y esta vez no valdrán contemplaciones ni suspiros y a los dos, uno con otro, os ensartaré con la lanza, y aquí paz, y después gloria.
Y dándose la vuelta se dirigió a la puerta, donde le esperaba Tosilos. La abrió éste con diligencia, volvió a cerrarla, y Sansón se salió a la parte trasera, cerró con llave y de allí se fueron todos, muy entretenidos, a la casa de Antonia, que le esperaba curiosa de saber cómo se había pasado la burla.
Lo celebraron los tres jóvenes bebiendo tres dedales de mistela, no sin inquietud Tosilos de ver en qué iban a parar todas aquellas disposiciones, y contento que aquel don Quijote le hubiera apalabrado dos mil ducados, y se fueron a dormir.
CAPITULOTRIGÉSIMO QUINTO
No durmieron aquella noche los duques, y tanto miedo les quedó, que ni siquiera se atrevieron a principiar el capítulo de los reproches, los agravios y las afrentas, dando por verdadera aquella visión, y más cuando preguntaron a los criados a la mañana siguiente si acaso no habían oído los alaridos que ellos habían dado, pidiendo amparo, o el estrepitoso caminar de don Quijote con sus armas.
Ninguno, según confesaron uno por uno y el primero de todos el gran Tosilos, había oído nada, y la duquesa, que quiso comprobar la cerradura de su aposento, no acababa de explicarse cómo ella no había podido abrirla para salir, y sí, y tan sencillamente, entrando y saliendo, el fantasma de don Quijote, dando en creer que don Quijote, como los fantasmas, no había abierto la puerta, sino que la había traspasado.
– Mira -le advirtió a solas su marido- que el miedo pone tales ojos al cuerpo que éstos llegan a ver figuraciones.
– Si fue una figuración o no, dígalo vuesa merced. Bien quedo se estuvo, y a mí hubieran podido matarme y vos no hubieseis hecho nada, y de haber sido de niebla aquella espada no la habríais notado en el pecho, como así me dijisteis que estaba de buida. Para mí aquél fue el fantasma verdadero de don Quijote y una advertencia del cielo, esposo mío, para que nos arrepintamos de estas vidas empecatadas. Nos ha anunciado la muerte, y yo desde hoy voy a llevar vida pía.