No se veía un alma y el pueblo parecía abandonado. Lo atravesó Sansón Carrasco de un lado a otro. Todo parecía muerto, las casas cerradas, los cortiles vacíos, los pájaros fugitivos, los hombres idos, los talleres mudos, los hornos apagados, los molinos inmóviles, los perros sombras y las mujeres enterradas en lo más hondo y fresco de sus casas.
– Ay -se dijo lleno de inquietud el bachiller-. El pueblo está vacío, el ama y la sobrina voladas, el cura escondido y ya no se oyen las campanas, la casa del barbero, que acabo de ver, cerrada, y yo aquí, sin comprender nada, como debe de pasarles a los difuntos. ¿A quién voy a leerle mi soneto?
Llegó en esto el bachiller, de vuelta de su estéril borneo, a la iglesia. Le caía el sudor por la frente como fuente de doce caños, y unos de esos sudores le quemaban la cara, y otros se la helaban, sin que pudiese distinguir lo que era calor de lo que era miedo. Pero al fin, doblando el contrafuerte del templo, advirtió que había allí un burro que ronzaba unos cardos, con su albarda puesta y el cabestro recogido, única criatura viva de aquella hora, y reconoció con secreta alegría que era el rucio de Sancho Panza.
«Si aquí está el rucio -pensó más tranquilo el bachiller-, no debe de encontrarse lejos el amo.»
Confirmó sus barruntos el asno con un sostenido y majestuoso rebuzno. Quiteria, que pilotaba aquellas primeras horas con extremo tino, dispuso el gobierno a su modo.
– Mira, Sancho, tal como vienen las cosas, no vamos a poder retener con nosotros a don Quijote esta noche velándolo ni siquiera en la fresquera de la sacristía, porque se nos va deprisa, y será mejor enterrarle cuanto antes. Hay que avisar a Pedro Ángulo, que está trabajando en las bodegas del conde.
Se refería el ama a Pedro Ángulo, el enterrador, y a unas bodegas, llamadas del conde, propiedad del mismo conde del Palacio, que se encontraban en Quintanilla, a dos leguas y media de allí, y en las que estaba Pedro Ángulo trabajando ese día como bracero haciendo vino. En el pueblo se hubieran hallado desde luego peones que habrían podido abrir una fosa para enterrar a don Quijote, pero el sepulturero era Pedro Ángulo, el más pobre de aquel lugar, como solía serlo siempre el enterrador de los pueblos manchegos, y no querían quitarle de ganar su jornal ni el almud de trigo, la media hoja de tocino y la arroba de vino que según costumbre solían dar los labradores ricos, o sus deudos propiamente hablando, a quien les ponía la proa mirando a la eternidad.
Pedro Ángulo, como otros braceros, apuraba hasta el límite aquellos días de otoño cada vez más cortos, y era lo más probable que no volviese aquella noche.
– Eso voy a hacer -le confirmó Sancho al bachiller-, como si fuera el mismo don Quijote quien me lo ordenara, que mientras él esté sobre esta tierra, yo lo tengo por vivo, y sabiendo lo buen amo que fue conmigo, acataría yo sus órdenes incluso después de muerto si pudiera oírlas, mejor que las de ningún vivo, porque quien fue considerado y juicioso en vida, raramente podría serlo de muerto.
– Considerado desde luego lo fue siempre, pero juicioso, Sancho, no lo fue hasta hace una semana, cuando ya se moría.
– Le engañan, señor bachiller, todos sus latines y tantos libros. Ahora empiezo a ver que mostró don Quijote más juicio en su locura que muchos en sus bien adobadas razones, y no digo más porque m son estas cochuras para orear la palestra ni horas de ajustar opiniones, sino de ir a buscar a mi compadre Pedro Ángulo. Ahí se quede con Dios.
CAPÍTULO NOVENO
Llegó la tarde, y con ella, de vuelta, Sancho, al que acompañaba Pedro Ángulo.
Entre los dos, uno cavando y otro apartando la tierra, uno en un cabo y otro en otro, dejaron lista la sepultura de don Quijote en el pequeño cementerio que se acostaba en uno de los muros de la vieja e imponente iglesia.
Mientras trabajaban le hablaba Sancho a Pedro Ángulo y le iba relatando historias y episodios ya famosos de su vida con don Quijote, y lo que a éste debía y lo que de él aprendió, que, según le confesó a su compadre, y no podía mentir allí, al pie mismo de la sepultura que le estaba abriendo, no había tenido en todos los días de su vida un amo como don Quijote ni creía lo podría volver a tener, y que eso en un pobre es cosa muy triste, porque era como saber que se ha llegado al cénit y ya todo va a ser rodar hacia al oscuro crepúsculo viviendo de memorias tristes y de pasadas glorias.
Pedro Ángulo se admiraba de oír hablar con tanta discreción a su vecino, pues lo tenía por hombre ameno pero de poco discurso y paniaguado. No se daba cuenta de una cosa, y es que de haber estado sirviendo a don Quijote, a Sancho se le había-pegado mucho del buen sentido de su amo, cuando éste lo tenía, e incluso un poco también de sus manías, fantaseos y quimeras, y a don Quiiote so le había pecado también un poco de los refranes y la visión de su escudero, y puede decirse incluso que al término de su vida don Quijote soltaba ya casi tantos refranes como Sancho, y lo llamaba «hermano», y más, «compañero del alma», y «ven acá, amigo mío, verdadero y leal como ninguno».
Por eso Sancho hablaba a veces que parecía un teólogo. Y esa manera de hablar de Sancho que admiraba al enterrador, también le fastidiaba. Y verle tan mejorado, porque era de naturaleza algo envidiosa. Llegó a pensar que Sancho quería presumir delante de él, cuando tantas veces habían destripado terrones juntos. También se había corrido por el pueblo que Sancho había traído tanto y tanto dinero esta vez, quilmas repletas de monedas, joyas, perlas y cadenas de oro que no partiría Hércules con su maza, así como escrituras de tierras en Aragón de la ínsula gobernada, y que dejaba en Barcelona media galera con un socio argelino renegado y reconciliado, que dedicaría al corso.
– Pero ¿fue para ti, Sancho, este don Quijote -le preguntó el enterrador con la sonrisa un poco biliosa- bueno porque te aconsejaba y enseñaba, o bueno porque te permitía que asentaras tú mismo la cuantía de tus jornales, como me acabas de decir, y porque, según todo el pueblo, te ha dejado en testamento la hijuela?
– Si me pagó bien, mal o regular, poco o mucho, no entro ni salgo a declararlo, que fueron asuntos nuestros, ni creo que haya que darle tres cuartos al pregonero, pero mejor me aconsejó, cuando tuve necesidad de ello, y ahora te diría que si viviera, sólo por servirle me quedaría a su lado, aunque no pudiera pagarme.
Sancho lo decía de corazón, pero Ángulo era un ser oblicuo y desconfiado y halló esa respuesta engreída y presuntuosa, y argüyó que decir eso era tirar con pólvora del rey, porque lo sabia muerto y bien muerto, v, 1 continuación se estuvo un buen rato sin decir nada. Empezaba a molestarle mantener aquella planea con Sancho, y en el fondo le mortificaba que fuese precisamente Sancho quien le hubiera ido a avisar, quedándose como testigo de sus necesidades y penurias, teniendo en cuenta además que ese Pedro Ángulo fue una de las personas a las que primero propuso don Quijote que le sirviese como escudero. Conociendo Pedro Ángulo la locura de su vecino, lo había tratado con desdén y mofa y le había dicho que antes se pondría él a servir al ciego hulero que entrar a su servicio, y ahora, suponiendo rico a Sancho con un oficio que él había desdechado, Pedro Ángulo no lo podía sufrir.
La tierra, seca de todo el verano, se mostraba dura como una piedra, y al cavar se levantó un polvo fino y blanco que secaba las gargantas.
– Yo prefiero con los amos -dijo al cabo de un rato el enterrador- mantenerme a un lado, y no entrar en sus cuestiones, porque tarde o temprano hacen valer ellos su autoridad, cuando dejan de tener su razón, y por eso nada como ponerse a jornal con un amo rico y partir la cena con un compadre pobre, y tú, que tanto te gustan los refranes, acuérdate de aquel que decía que ni en burlas ni en veras con tu señor no partas peras, o dame dineros, no me des consejos.