Se hubiera dicho incluso que Sancho Panza, con aquella decisión, había repuesto de golpe, de la noche al día, las tres arrobas que se habían llevado por delante las angosturas que le sitiaron el corazón al morir don Quijote, que con las libras de carne ganada parecía que había cobrado las ganas de hablar.
Y la cháchara de Sancho fue quitando la murria a las mujeres y soltando la lengua de Sansón Carrasco, que cada legua dejada atrás era otra menos que les quedaba para llegar a Nueva España, donde él había oído decir que ataban a los perros, o poco menos, con longaniza. Y así, con el ánimo abierto de par en par, y por acortar tan largo camino, empezó a cantar una copla muy antigua, que él hizo alegre, aunque era bien triste, sin dejar de mirar a Antonia ni sonreír:
Heridas cenéis, amiga,
y duelen os.
Tuviéralas yo,
y no vos.