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CAPITULO VIGÉSIMO PRIMERO

Durmió esa noche el bachiller en el pajar, como tenía concertado, y poco antes de amanecer se levantó con la determinación de llevar consigo de vuelta a Quiteria, con su consentimiento o sin él, por la fuerza o de buen grado, y para ello lo fío todo de su ingenio y de las trazas que se daba para desencadenar en un momento los sucesos.

Encontró sin embargo al día siguiente a Quiteria. Le esperaba, lavada su cara y con la borriquilla lista, en el mismo patio de la venta, sentada en un poyo, aguardando que el bachiller la tornara a su lugar. Se había despedido del ventero y de su mujer, que lamentaban perder tan buena borrica y tan bien mandada criada, intrigados tanto por la causa de aquella marcha precipitada, que no quiso aclararles, como de su misteriosa y nunca aclarada venida.

– Lo he pensado mejor, señor Sansón -le dijo el ama-. No es ésta vida para una mujer como yo, acostumbrada a gobernarse sola. Si en aquella casa hubo un loco, lo tuvo genuino. Por aquí se pasan cada día lo menos diez, y todos falsos. Y esto no ha hecho más que empezar. Si yo contara lo que he visto estos meses. Me quejaba de mi pobre señor Quijano. Éstos hacen de él un Salomón. Lléveme, y disponga el cielo que todos esos encarecimientos de Antonia sean ciertos. Yo la quiero como de mi propia sangre, y no podría ser de otro modo sabiéndola además de la de mi amo. Cuando me ordene, yo estoy lista.

Al rato fueron despertándose los huéspedes y la venta se alborotó con las voces de los que se aprestaban a irse.

Mandó el bachiller a Quiteria que le esperase y buscó a don Álvaro Tarfe, y lo halló vestido de camino y esperando que sus criados le enjaezaran su caballo. Durante la noche, y después de meditarlo, había determinado hablar con él. Quizá esto es lo que a don Quijote le hubiera gustado que se hiciese, se dijo. Se lo llevó a un rincón del patio, y a solas, le habló con reserva:

– Amigo don Álvaro, la vida ha querido ponerle a vuesa merced en dos historias, una buena y otra mala. En una figuráis con un don Quijote malo, pero la suerte quiso que el bueno os desengañara. No todos conocen la fortuna de tener a mano los dos extremos donde elegir ni dos caminos para desestimar uno. Y la vida es posible que quiera haceros aún parte principal de otra historia más, de la que aún queda por ir a las prensas, mezcla de la buena y la mala, porque todos hemos visto que ni el mal es puro ni lo es el bien, y no hay bien que no tenga un poco de mal, y un mal, otro poco de bien, ni libro tan malo que no contenga algo bueno. No sé quién será el don Quijote que don Santiago dijo encontrar en La Almunia de doña Godina. Podrá ser el que vos conocisteis primero, falso y ordinario, o tal vez otro. No me fío de ese hombre, no me gustó su catadura, esa bizquera y el chirlo sobre la ceja. Las malas imitaciones, y aun las buenas, son mucho más fáciles de obtener que los originales, y un monigote es harto más sencillo de fabricar que un retrato verdadero, de ahí que don Quijote sólo haya habido uno, y a partir de ahora nos vamos a tener que ir acostumbrando a ver una legión de ellos. Y si las de don Quijote el bueno fueron locuras, suyas fueron. Cierto que también la locura suele ser una verdad a medias, y que más fácil es vivir de medias verdades que de una sola entera. Pero la locura de nuestro don Quijote era tan genuina-mente suya, tan propia, tan fundamentada, tan razonable y comprensible, tan decantada, que no podemos tomarla como una media verdad, sino como la entera verdad que le llevó a querer armonizar el mundo, amparando a los débiles y sometiendo los desmanes de los poderosos gigantes, follones y malandrines. Y si es una locura arremeter contra unos molinos de viento, no lo es la razón que le movió a ello. Quiero decir, que la parte de locura de su hazaña es como todas las locuras, pero no la parte de razón, que es solo suya, genuina y respetable. Otra cosa es toda aquella injusticia que su afán de justicia iba sembrando por donde iba, aquel defender a quien se azotaba injustamente y a quien, como consecuencia de su defensa, se le redoblaba el castigo, redoblando con ello la injusticia que ya reinaba en el mundo antes que don Quijote interviniera. Y eso fue lo que me llevó a mí a intervenir en su vida, como os voy a contar. Así pues, yo le diría al falso Quijote que vos redujisteis en la Casa del Nuncio en Toledo, o al que por la plana de La Almunia propala la confusión, que no bastan locuras para ser don Quijote, como no bastan refranes y gracias para ser Sancho. A don Quijote le movía su buen corazón y su tristeza, sus ansias de no morir y de llevar esta vida allá donde partiera después de la muerte, así como traer algo de eternidad y de alegría a este mundo nuestro, tan triste, tan pequeño, tan breve. Fue un loco, pero si alguna vez se le recuerda en los tiempos venideros no será por haber embestido a unos carneros o haberse aspado en unos molinos, sino por haberlo hecho creyendo que no lo eran, y sí muy principales enemigos del hombre y de la razón, y sabiendo que no podría vencerlos. En cuanto a Sancho cabe decir que hasta el rabo todo es toro, por usar uno de sus refranes, y aún está él para contarnos lo que crea oportuno, porque no creo que sea hoy Sancho el mismo que era cuando empezó sirviendo a su amo. En fin, don Álvaro, no quiero deciros más. Si don Quijote luchó contra toda evidencia, haced lo propio ahora y no creáis que rompiera su promesa de salir al campo, como así llevaba propósito de hacerlo, si no fuese que la muerte le tomó por la mano. No sólo no la rompió, sino que se rompió él por la mitad la vida, muriéndose. Don Quijote ha muerto, y muerto sigue, enterrado en su lugar, que es el mío. Recordad mi nombre y buscad la segunda parte de esa historia, que no dudo habrá visto ya la luz, puesto que el falso don Quijote de La Almunia va propagando aventuras de las cuales sólo ha podido tener conocimiento por ella, y para mi tengo que este de La Almunia debe de ser otro que el que vos encerrasteis en la Casa del Nuncio, porque aquél era desamorado y éste, por lo que se ve, es partidario de las cartas misivas y las estrofas líricas. Y no olvidéis mi nombre, Sansón Carrasco, que iba para clérigo y no sabe todavía a ciencia cierta en qué se empleará su lego talento. Si, como me imagino, esa segunda parte está llevada a término con la misma escrupulosidad que la primera, en sus páginas me veréis, pues sabed que fui yo quien venció a don Quijote en las playas de Barcelona, y si Dios nos la da larga, acaso alcancéis a la tercera parte, que yo mismo he de escribir, haciendo la crónica de todos estos sucesos algún día, porque nadie tiene la última palabra de nada ni pueden dos hombres mirar las mismas cosas de la misma manera.

Don Álvaro Tarfe estuvo muy atento a todo lo que el bachiller le contaba, y si al principio pensó que no era más que otro de los muchos locos que habían empezado a llenar los caminos reales de la Mancha, buscándole los pasos como Jasón el vellocino, quiso hacer prueba de ello, y conociendo de labios de don Quijote el nombre del enemigo que le venció en Barcelona, le preguntó ese detalle, y el bachiller le respondió:

– Allí lo vencí llamándome el Caballero de la Blanca Luna. Pero no dejéis de leer esa segunda parte, que ya, como sospechosa de andar corriendo por el mundo, porque en ella ha de venir también sin duda el relato de la vez que intenté, con el nombre del Caballero de los Espejos, vencerlo y traerlo derrotado a nuestro lugar. Pero entonces don Quijote venció al Caballero de los Espejos en una lid si no del todo justa, sí honrosa y limpia. Me encontró, me embistió en un mal trance, su lanza me topó con desorbitada furia, volé sobre las ancas de mi caballo y di tan descomunal costalada que me creí muerto. Me levantó la celada y halló el rostro de su amigo Sansón Carrasco, que era yo, de lo que se maravilló lo indecible. Por embromarle le había dicho la noche anterior que ya había vencido en otra ocasión a don Quijote de la Mancha, lo que él, con muy buen juicio y mejor memoria, negó en toda regla, advirtiéndome que a quien acaso yo creí haber vencido era a alguien que teniendo su efigie, fuera, encantado, alguno de sus enemigos, que con el único propósito de malbaratar su fama se dejaba vencer por el primero que pasaba. Y ya estaba dispuesto a traspasarme con la punta de la lanza la garganta cuando mi escudero, vecino del lugar cambien y compadre del suyo, acudió corriendo para desengañarlo del crimen que iba a cometer, dando en creer que yo sería uno de esos enemigos y encantadores, que pasándose por mi, había querido vencerle. Me perdonó la vida, me hizo jurar que marcharía a presencia de Dulcinea para declarar mi vencimiento a manos de su amador, y me dejó libre con dos costillas rotas y la vergüenza de ser vencido.

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