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Y a pesar de su corta edad, Antonia entendió lo que Quiteria le decía, pero ni llamó padre a quien era tío ni hizo nada para que el tío la llamara hija, sino sobrina, hasta el mismo día en que murió. Pero desde su muerte mudaron algunas cosas. ¡Su tío! Sintió por él en ese instante, y en ausencia de Quiteria, un tierno afecto, como jamás hasta entonces lo había sentido. Antes rameaba demasiado, como para poder quedarse sosegadamente pensando en lo que se sentía o no. Y en ese momento, era ya demasiado tarde para hacérselo saber. Pero al fin descubría el fondo de bondad de aquel hombre, su delicadeza en tratar a todos, en especial a los más débiles, a los niños, a las mujeres, a los criados, a los pastores, a los viejos, y todo el amor que le tenía. ¿Cómo le soportó él sus malos humores, sus repasos, sus réspices? «Basta que desparezca alguien -se dijo-, para que advirtamos lo que perdemos.» Era la primera lección que le dejaba aquella muerte. Sintió el peso real de su orfandad. ¿Por qué razón habría tenido su padre que morir?;A dónde, por qué razón había desaparecido su padre? ¿Por qué aquellas cartas tan frías y distantes de sus tías, hermanas de su padre, cuando le habían escrito? Sí, su tío había hecho lo que nadie por ella. ¿Por qué no le había podido querer como él sin duda la había querido?

La regaló como a hija y la educó como a hijo. ¿Tan difícil era reconocerlo? Cierto que no había sacado la afición suya para los libros y las historias, y sin embargo si alguien alguna vez fue comprensivo con ella, ése había sido don Quijote. Ni siquiera le conmovían a la niña las novelas de princesas y caballeros, pero no le importó. Le dijo: «Este mundo es cosa de caballeros; a ti te ha tocado ser la dama de alguno; labra por merecerlo», y se olvidó de catequizarla. No estaba dotada de una imaginación ardiente, en verdad. Al contrario, se ufanaba de tener un gran sentido de la realidad. Ella era, sí, realista, como su tío era fantasista. Si su tío encontraba motivos para arreglar el universo, ella los tenía para arreglar los de su casa. Cuando don Quijote hizo su tercera salida, la sobrina no pudo contenerse, y le espetó con bien amargo tono: «Mejor se estaría, señor tío, quedándose en este castillo nuestro y arreglando todos los tuertos que vuestra salida va a ocasionarnos y a ocasionaros, y no arreglando los ajenos. Quítesele de la cabeza lo de amparar viudas, que aquí quedamos dos mujeres más viudas que la luna. Y no quiera convencerme a mí de que va a socorrer huérfanos, precisamente a mí, que lo soy de antes que me destetaran».

Don Quijote no siempre encontraba fuerzas para estos litigios de carácter con su sobrina, y solía responderle paciente y amorosamente, pero otras veces le daba la callada por respuesta, y se iba, lo cual aún encolerizaba mucho más a la joven, que cuando le veía retirarse sin pelea, le reprochaba de lejos: «Eso, hágase vuestra merced el loco, y déme disgustos, que duraré menos en esta vida que mis señores padres».

Así que a don Quijote se le fueron quitando las ganas de intervenir en los negocios caseros, y los dejó en manos de la sobrina, quien a su vez ignoraba las maniobras del escribano para endeudarlos, quedando todo lo demás, que no era poco, en manos de Quiteria, quien a su vez ignoraba todo lo que no fuesen las cosas prácticas y cotidianas.

Si don Quijote vendía un majuelo para pagarle a Tomás Álvarez Mediavilla, librero de Madrid, los libros que durante un año le había estado enviando, Antonia Quijano se las apañaba para que las cuatro yeguas que había en la casa se quedaran preñadas de un gran burro, y vendiendo los muletos se restañaban las heridas que continuamente sangraban su hacienda los belianises y demás figurones. Don Quijote ordenaba al señor De Mal que vendiese antes de tiempo la aceituna de sus majuelos, porque tenía falta de dinero, y Antonia Quijano convencía, por detrás, al misino señor De Mal para que le dijese a su tío que no había podido venderla, mientras esperaban ocasión más propicia para hacerlo, al tiempo que el señor De Mal obraba a espaldas de la sobrina, y le engañaba en los pesos y en los precios. Y aunque ponía la mejor voluntad y toda su perspicacia, Antonia se ocupó de que el molinero no les sisara trigo (pero lo sisaban los aparceros), de que sus aparceros rindieran cuentas puntuales (pero se conchababan ton el escribano), de que el pastor de sus ovejas no encubriera los partos y escamoteara los corderos (pero la engañaban hablándole del lobo, e iban a medías con el señor líe Mal, que veía aumentar de ese modo sus propios rebaños), todo lo cual le permitió a Antonia acuñar una frase que don Quijote había tenido que oír hasta la saciedad, con indecible tristeza. «Ay, tío, qué sola me deja vuestra merced. Ya me gustaría a mí estar tan loca como vos y que me importara todo un ardite y que la hacienda se la llevaran los demonios y quedar nosotros en la calle, como desamparados. No loco vos, sino loca es lo que yo querría ser».

Si don Quijote le respondía, como de hecho así le respondió no pocas veces, un «yo no estoy loco, sino triste», le replicaba ella, «más triste estoy yo de teneros en casa todo el día leyendo novelas, y no me quejo. Bien está que vuesa merced consuma su vida, pero ya le tengo dicho que no quiera consumir su hacienda y consumirnos a los de esta casa».

¡Su tío! Por primera vez le vio como un pobre ser desvalido, y de lo más hondo de sí misma le afloró sentimiento de delicado afecto. Pensando en estas cosas, se quedó adormilada en su escaño Antonia. Tres meses habían transcurrido ya desde la muerte de su tío, dos desde la desaparición de Quiteria, y los mismos desde la partida de Sansón. ¿Se acostumbraría a la una, se acostumbraría a las otras?

Y en ese punto, adormilada en su escaño, oyó violento estruendo y golpes alarmantes en la puerta de la calle.

– ¡Quiteria! -exclamó sobresaltada Antonia, que corrió escaleras abajo a abrirla.

No era Quiteria. De haberle dado crédito a un corazón que ya sólo hablaba la lengua de los presentimientos, Quiteria y nadie más hubiera tenido que ser. Se encontró en cambio, alumbrado por una linterna, al bachiller Sansón Carrasco que venía preguntando por el ama, y para saber cómo se encontraba la sobrina.

CAPITULO DÉCIMO OCTAVO

De todos los amigos y conocidos de don Quijote, el bachiller fue el último en ponerse al corriente. Al fin se había decidido a visitar a su tío el obispo de Sigüenza, como exigía su padre, y de allí acababa de volver, con cartas para su hermana, todavía lacradas, donde les anunciaba la mudanza del mozo en relación a sus órdenes. Y sólo a su regreso supo que el ama había desaparecido, de lo que ya estaba enterado todo el pueblo. Sin demorarlo más, se personó en casa de Antonia. Aún vestía la sotanilla con su cuello sin almidonar, por lo que nadie podía adivinar el propósito que traía de Sigüenza de ahorcarla sotana.

En pocas palabras le puso al corriente Antonia de lo que había ocurrido, cómo Quiteria, contra su costumbre, le había anunciado que se marchaba a Hontoria a pasar el día con su familia y cómo, alarmando a todos, no regresó esa noche, y cómo a los tres días envió a Cebadón a buscarla, y ya había desaparecido.

– ¿Qué dicen el cura, el barbero, el escribano?

– Unos creen que se corrió hacia Sevilla, para embarcarse; otros, que se habrá quedado en una venta, sirviendo; otros la suponen ya en un convento y hay quien sostiene, incluso, que se habrá subido a un monte y en una cueva estará haciendo vida de ermitaña, como es el gusto ahora. Pero, ay, yo a veces doy en imaginar que se habrá tirado a un pozo, y habrá muerto.

– ¿Por qué dices eso, Antonia?

– No sé. Son cosas que me vuelan por dentro, como los murciélagos.

La noticia sorprendió al bachiller, el hecho le admiraba, la suposición le impresionó y el desenlace le dejaba suspenso. Se quedó pensativo, y nada dijo tampoco. Luego se levantó, se despidió y se dispuso a marcharse.

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